El último deseo (19 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: El último deseo
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—¡Ja! —mugió Crach an Craite, tomando el hueso de la mesa y salpicando en la cara y la túnica de los invitados con gotas de salsa—. ¿Y debilitar el centro? ¡La posición clave! ¡Absurdo!

—¡Sólo un ciego o un loco no usa de esa maniobra en tal situación!

—¡Así es! ¡Cierto! —gritó Windhalm de Attre.

—¿Quién te preguntó, idiota?

—¡Idiota tú!

—¡Cierra el pico, que te doy con este hueso!

—Siéntate y calla, Crach —dijo Eist Tuirseach, interrumpiendo su conversación con Vissegerd—. Basta ya de estas discusiones. ¡Eh, don Drogodar! ¡Una pena vuestro talento! Por desgracia, es necesaria mucha concentración y atención para escuchar vuestras hermosas, si bien demasiado bajas, notas. ¡Draig Bon-Dhu, deja de engullir y de sorber! No impones a nadie en esta mesa ni con lo uno ni con lo otro. Agarra pues tu cornamusa y alegra nuestros oídos con música de verdad, guerrera. ¡Con tu permiso, noble Calanthe!

—Ay, madre mía —susurró la reina a Geralt, alzando un momento la vista al techo en muda resignación. Pero asintió afirmativamente, sonriendo de un modo natural y benevolente.

—Draig Bon-Dhu —dijo Eist—. ¡Tócanos la canción de la batalla de Chociebuz! ¡Ésta no nos causará la menor duda en punto a las decisiones tácticas del comandante! ¡Ni en torno a quién se cubrió allí de gloria eterna! ¡Salud a la heroica Calanthe de Cintra!

—¡Salud! ¡Gloria! —gritaron los invitados, alzando copas y vasos de barro.

La gaita de Draig Bon-Dhu expulsó un zumbido malévolo que luego se convirtió en un gemido terrible, prolongado, modulado. Los comensales recibieron la canción siguiendo el ritmo, es decir, golpeando en la mesa con lo que tuvieran a mano. Clococo clavó una mirada ávida en el fuelle de piel de cabra, seguramente enfrascado en el pensamiento de añadir a su repertorio alguno de los molestos tonos salidos de su interior.

—Chociebuz —dijo Calanthe, mirando a Geralt—, mi primera batalla. Aunque temo provocar el enojo y el desprecio del orgulloso brujo, te confesaré que entonces nos peleamos por dinero. El enemigo quemó una aldea que nos pagaba tributo y nosotros, insaciables y rapaces, en vez de permitírselo, salimos al campo. Un motivo banal, una batalla banal y banales también los tres mil cadáveres devorados por los cuervos. Y mírame, en vez de avergonzarme, estoy sentada, orgullosa como un pavo, porque se canta una canción sobre mí. Incluso aunque sea con el acompañamiento de una música tan horrible y tan bárbara.

De nuevo plantó en su cara la parodia de una sonrisa, llena de felicidad y benevolencia, alzando una jarra vacía para contestar a los brindis que provenían de toda la mesa. Geralt se mantenía en silencio.

—Continuemos. —Calanthe tomó el muslo de faisán que le ofrecía Drogodar y comenzó a morderlo con zalamería—. Como te dije, has despertado mi interés. Me dijeron que vosotros, los brujos, sois una casta interesante. No me lo creí entonces, pero ahora lo creo. Al golpearos emitís un sonido que atestigua que se os forjó de acero y no de excremento de pájaro. No cambia esto, sin embargo, el hecho de que estás aquí para realizar una tarea. Y la realizarás sin dártelas de listo.

Geralt no adoptó una sonrisa siniestra ni de desprecio aunque tenía muchas ganas. Continuó en silencio.

—Pensaba —murmulló la reina, haciendo como que dedicaba toda su atención exclusivamente al muslo de faisán— que ibas a decir algo. O que te sonreirías. ¿No? Mejor. ¿Puedo considerar cerrado nuestro trato?

—Una tarea que no está clara —habló con sequedad el brujo— no se puede realizar claramente, reina.

—¿Qué es lo que hay aquí que no está claro? Al fin y al cabo te diste cuenta de todo enseguida. Cierto que tengo planes en lo tocante a establecer una alianza con Skellige y en cuanto al matrimonio de mi hija Pavetta. Tampoco te has equivocado al suponer que estos planes están amenazados, y tampoco en que te necesito para eliminar esta amenaza. Pero aquí se terminó tu perspicacia. La suposición de que equivoco tu oficio con la profesión de esbirro a sueldo me ha herido. Acepta, Geralt, que me cuento entre los pocos gobernantes que saben de qué se ocupan los brujos y para qué se les puede contratar. Por otra parte, alguien que mata personas tan hábilmente como tú, aunque no sea por dinero, no debiera asombrarse de que tanta gente le impute profesionalismo en este campo. Tu fama te precede, Geralt, y es más sonora que la maldita gaita de Draig Bon-Dhu. Y de igual modo hay en ella pocas notas agradables.

El gaitero, aunque no podía haber escuchado las palabras de la reina, terminó su concierto. Los comensales le premiaron con una ovación sonora y caótica, después de la cual, con nuevo apasionamiento, se dedicaron a la destrucción de existencias de comida y bebida, a rememorar el discurrir de diversas batallas y a hacer poco corteses bromas acerca de las mujeres. Clococo emitió unos fuertes sonidos pero no era posible saber si se trataba de otra imitación de un nuevo animal o del intento de aligerar sus repletas tripas.

Eist Tuirseach se inclinó al otro lado de la mesa.

—Reina —dijo—, existen con toda seguridad importantes razones para que tengas que ofrecer toda tu atención exclusivamente al señor de Cuatrocuernos, pero ha llegado la hora de que contemplemos a la princesa Pavetta. ¿A qué esperamos? No creo que sea a que Crach an Craite se emborrache. Y ese momento está cerca.

—Tienes razón, como siempre, Eist. —Calanthe sonrió con calidez. Geralt no dejaba de asombrarse de cuán rico era el arsenal de sus sonrisas—. Cierto es que tengo que hablar con el noble Ravix de asuntos en extremo importantes. No temas, también a ti te dedicaré tiempo. Pero conoces mi lema: primero el deber, luego el placer. ¡Don Haxo!

Levantó la mano, le asintió al alcaide. Haxo se levantó sin una palabra y corrió con rapidez por las escaleras, desapareciendo en la oscuridad de la galería. La reina se volvió de nuevo al brujo.

—¿Has oído? Hablamos demasiado tiempo. Si Pavetta ha terminado ya de hacer melindres delante del espejo, estará aquí enseguida. Abre bien las orejas, porque no voy a repetirlo. Quiero conseguir lo que he planeado, que es lo que tú, en cierta medida, adivinaste. No puede haber ninguna otra solución. En cuanto a ti, tienes la posibilidad de elegir. Puedes ser obligado a actuar a mis órdenes... No considero necesario referirme a las consecuencias de la desobediencia. Pero la obediencia, se entiende, será recompensada con honor. O puedes realizar para mí un servicio pagado. Fíjate que no he dicho: «Puedo comprarte», porque he decidido no herir tu orgullo de brujo. ¿Verdad que es una diferencia enorme?

—La enormidad de esta diferencia se escapa de algún modo a mi atención.

—Haz entonces un esfuerzo de atención cuando te hablo. La diferencia, querido mío, estriba en que al que se compra se le paga a capricho, mientras que el que ofrece sus servicios establece él mismo el precio. ¿Está claro?

—En cierta medida. Pongamos pues que elijo la forma de servicios pagados. Creo que debiera al menos saber en qué ha de consistir este servicio.

—No, no debieras. Una orden debe ser concreta e inequívoca. Un servicio de pago es otra cosa. Me interesa el efecto. Nada más. Los medios con que lo realizas son asunto tuyo.

Geralt, al levantar la cabeza, encontró la oscura y aguda mirada de Myszowor. El druida de Skellige, sin apartar la vista del brujo, mordisqueó como pensativo un pedazo de pan que tenía en la mano, dejando caer unas migas. Geralt miró hacia abajo. Delante de él, sobre la mesa de roble, unos granos de cereales y los rojizos fragmentos del caparazón del cangrejo se movieron rápidos como hormigas. Formaron unas runas. Las runas se unieron —por un momento— en palabras. En una pregunta.

Myszowor esperaba, sin apartar de él la vista. Geralt, apenas perceptible, asintió con la cabeza. El druida bajó los párpados y limpió las migas de la mesa con un rostro pétreo.

—¡Nobles señores! —gritó el heraldo—. ¡Pavetta de Cintra!

Los invitados se alzaron, volviendo la cabeza en dirección a las escaleras.

Seguida por el alcaide y un paje rubio vestido con un jubón escarlata, la princesa entró con lentitud, manteniendo la cabeza baja. Tenía los cabellos del mismo color que su madre, gris ceniza, pero los llevaba en forma de dos largas trenzas que alcanzaban hasta más abajo de la cintura. Aparte de la pequeña diadema con una gema artísticamente elaborada y un cinturón con una diminuta cadena de oro, que ceñía a las caderas un largo traje azul plateado, Pavetta no llevaba ningún adorno.

Escoltada por el paje, el heraldo, el alcaide y Vissegerd, la princesa ocupó la silla libre entre Drogodar y Eist Tuirseach. El caballero de las islas se ocupó inmediatamente de su copa y la entretuvo con su conversación. Geralt no alcanzaba a ver si le respondía con más de una palabra. Mantuvo los ojos bajos, ocultos por larguísimas pestañas, todo el tiempo, incluso durante los ruidosos brindis que se le dirigieron desde distintos puntos de la mesa. Sin duda, su belleza había causado impresión en los comensales: Crach an Craite dejó de gritar y miraba en silencio a Pavetta, olvidando incluso su jarra de cerveza. Windhalm de Attre también devoraba a la princesa con la mirada, su tez intercambiaba distintos niveles de rojo, como si sólo unos granos de arena en la clepsidra le separaran de arrastrarse por el suelo. Con sospechosa atención estudiaban también la pequeña faz de la muchacha los hermanos Strept y Clococo.

—Ajá —dijo en voz baja Calanthe, claramente satisfecha del efecto—. ¿Y qué dices, Geralt? La muchacha sale a la madre, sin falsa modestia. Hasta me da un poco de pena ese tarugo pelirrojo de Crach. Toda mi esperanza es que de ese cachorro salga alguien de la clase de Eist Tuirseach. Al fin y al cabo es la misma sangre. ¿Me escuchas, Geralt? Cintra ha de aliarse con Skellige porque lo requiere el interés de estado. Mi hija ha de casarse con la persona adecuada porque es mi hija. Justo éste es el resultado que me has de conseguir.

—¿Cómo tengo que conseguirlo? ¿No basta tu voluntad, reina, para que esto sea así?

—El asunto puede torcerse de tal modo que no baste.

—¿Qué puede ser más fuerte que tu voluntad?

—El destino.

—Ajá. Y por eso yo, un pobre brujo, he de plantarle cara a un destino más fuerte que la voluntad real, ¡Un brujo luchando contra el destino! Vaya una ironía.

—¿Cuál es esa ironía?

—Casi nada. Reina, parece que ese servicio al que te refieres ronda lo imposible.

—Si rondara con lo posible —refunfuñó Calanthe desde detrás de unos labios sonrientes—, me las arreglaría yo sola y no necesitaría al famoso Geralt de Rivia. Deja de hacerte el listo. Todo se puede arreglar, sólo es cuestión de precio. Al diablo, en tu lista de precios brujeriles debe de figurar el precio para aquello que ronda lo imposible. Me imagino que no será barato. Consígueme el resultado del que te he hablado y te daré lo que me pidas.

—¿Cómo has dicho, reina?

—Te daré lo que me pidas. No me gusta que nadie me mande repetir algo. Estoy dándole vueltas, brujo: ¿antes de cada trabajo al que te dispones intentas siempre hacer desistir al cliente igual que a mí? El tiempo vuela. Contesta, ¿sí o no?

—Sí.

—Mejor. Mejor, Geralt. Tus respuestas están cada vez más cerca del ideal, cada vez recuerdan más a lo que espero cuando planteo una pregunta. Y ahora alza discretamente la mano izquierda y toca en la base de mi trono.

Geralt introdujo la mano bajo la tela azul y amarilla. Casi al momento dio con una espada, que yacía apoyada en el cordobán de la base. Una espada que conocía muy bien.

—Reina —habló en voz baja—, dejando aparte lo que dije antes acerca de matar a seres humanos, te das cuenta por supuesto de que contra el destino no basta la espada.

—Me doy cuenta. —Calanthe volvió la cabeza—. Pero todavía es necesario un brujo que sostenga en la mano el pomo de una espada. Como ves, me he ocupado de ello.

—Reina...

—Ni una palabra más, Geralt. Ya conspiramos durante demasiado tiempo. Nos miran, y Eist se está enfadando. Habla durante un rato con el alcaide. Come algo, bebe. Pero no demasiado. Quiero que tengas la mano firme.

Hizo caso. La reina se unió a la conversación que estaban llevando Eist, Vissegerd y Myszowor, bajo la silenciosa y somnolienta participación de Pavetta. Drogodar soltó el laúd y recuperó su atraso en la comida. Haxo no estaba muy conversador. El voievoda de nombre difícil de recordar, al que por lo visto le sonaban de algo los problemas y asuntos de Cuatrocuernos, preguntó cortésmente si parían bien las yeguas. Geralt respondió que sí, que bastante mejor que los sementales. No estuvo seguro de si la broma había sido bien recibida. El voievoda no preguntó nada más.

Los ojos de Myszowor aún buscaban contacto con los ojos del brujo, pero las migas en la mesa no se movieron más.

Crach an Craite se fue haciendo poco a poco amigo de dos de los hermanos Strept. El tercero, el más joven, ya no era de mucho uso después de la apuesta que le había hecho Draig Bon-Dhu de intentar mantener su tempo de bebida. El skald parecía haber salido de la prueba sin el más mínimo perjuicio.

Los condes más jóvenes y menos importantes, que estaban reunidos al fondo de la mesa, ligeramente achispados, malentonaron una famosa canción sobre una cabritilla cornuda y una vengativa abuelilla privada de sentido del humor.

Un paje de cabello rizado y el capitán de la guardia vestido con los colores amarillo y azul de Cintra se acercaron apresuradamente a Vissegerd. El mariscal, con el ceño fruncido, escuchó la noticia, se levantó, se puso delante del trono y, agachándose, murmuró algo a la reina. Calanthe miró con rapidez a Geralt, respondió con brevedad, con una sola palabra. Vissegerd se inclinó aún más, susurró, la reina le miró con sequedad, sin decir nada apretó la mano abierta sobre la base del trono. El mariscal se inclinó, pasó la orden al capitán de la guardia. Geralt no escuchó la orden. Vio sin embargo que Myszowor se movía intranquilo y miraba a Pavetta. La princesa se sentaba inmóvil, con la cabeza baja.

En la sala resonaron unos pasos pesados, metálicos, alzándose por encima del murmullo de la mesa. Todos levantaron las cabezas y las volvieron.

La figura que se acercaba estaba vestida con una armadura de placas de hierro combinadas con cuero envuelto en cera. Una envejecida coraza azul y negra, abombada, granulosa, estaba embutida en el faldar, una especie de delantal segmentado y corto, que le protegía los muslos. Unas hombreras acorazadas estaban erizadas de afiladas púas de acero, lo mismo que la visera, con una rejilla muy densa, modelada en forma de morro de perro, que estaba llena de púas como la cáscara de una castaña.

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