El último argumento de los reyes (64 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¡El Rey!

—¡El Rey Jezal!

—¡Va a hablar el Rey!

La masa, un mar de rostros necesitados, temerosos y esperanzados, se desplazó y se estiró, atraída hacia la barbacana. El ruido fue descendiendo poco a poco hasta que por fin la plaza quedó sumida en un silencio expectante.

—¡Amigos míos... compatriotas míos... súbditos míos! —su voz sonaba con placentera autoridad. Un buen comienzo, muy... retórico—. Nuestros enemigos pueden ser muchos... muchísimos... —se maldijo a sí mismo. Admitir eso no iba a infundir confianza a las masas—. ¡Pero yo os animo a que seáis optimistas! ¡Nuestras defensas son fuertes! ¡Nuestro valor es indomable! —golpeó con el puño el peto de su armadura—. ¡Nos mantendremos firmes! —eso ya estaba mejor. Había descubierto que tenía un talento natural para la oratoria. Ya empezaba a sentir el entusiasmo de la multitud—. ¡No será necesario resistir hasta la muerte! ¡El Lord Mariscal West viene hacia acá, en nuestra ayuda, con su ejército!

—¿Cuándo llegará? —preguntó alguien. Y acto seguido comenzó a alzarse un murmullo de indignación.

—Er... —la pregunta había pillado desprevenido a Jezal, que miró con nerviosismo a Bayaz—. Er...

—¿Eso, cuándo vendrá? ¿Cuándo? —el Primero de los Magos silbó a Glokta y el tullido hizo una seña a alguien que había abajo.

—¡Pronto! ¡Podéis estar seguros! —maldito Bayaz, en buen lío le había metido. Jezal no tenía ni la menor idea de cómo infundir ánimos a una muchedumbre.

—¿Qué va a ser de nuestros hijos? ¿Y de nuestros hogares? ¿A que a ti no te van a incendiar la casa, eh? —las protestas se multiplicaban.

—¡No tengáis miedo! Os ruego que... —maldita sea, él no tenía por qué rogar, él era un rey—. ¡El ejército está de camino! —advirtió que unas figuras se abrían paso entre el gentío. Practicantes de la Inquisición. No sin cierto alivio, constató que convergían en el punto de dónde surgían las molestas interrupciones—. ¡En este mismo momento está saliendo del Norte! Muy pronto acudirá en nuestra ayuda y dará a esos perros gurkos una...

—¿Cuándo? ¿Cuándo llega...?

Unas porras negras se abatieron sobre la multitud y la pregunta quedó en el aire reemplazada por un agudo chillido.

Jezal hizo lo posible por que su voz se impusiera a los gritos.

—Y mientras tanto ¿vamos a consentir que esa basura gurka pisotee a su antojo nuestra tierra? ¿La tierra de nuestros padres?

—¡No! —rugió alguien, para gran alivio de Jezal.

—¡Por supuesto que no! ¡Demostraremos a esos esclavos kantics cómo luchan los ciudadanos libres de la Unión! —una andanada de tibios asentimientos—. ¡Lucharemos como leones! ¡Como tigres! —se estaba empezando a calentar y las palabras salían de su boca como si verdaderamente creyera lo que decía. Y quizá lo creyera—. ¡Lucharemos como en los tiempos de Harod! ¡De Arnault! ¡De Casamir! —comenzaron los vítores—. ¡No descansaremos hasta que enviemos a esos diablos gurkos a la otra orilla del Mar Circular! ¡No habrá negociación!

—¡No a la negociación! —gritó una voz.

—¡Malditos sean los gurkos!

—¡Jamás nos rendiremos! —bramó Jezal dando un puñetazo al parapeto—. ¡Lucharemos calle por calle! ¡Casa por casa! ¡Habitación por habitación!

—¡Casa por casa! —gritó alguien con rabioso frenesí. Y los ciudadanos de Adua manifestaron su vociferante aprobación.

Convencido de que había llegado su momento, Jezal desenfundó su espada produciendo un zumbido adecuadamente bélico y la blandió por encima de su cabeza.

—¡Y yo me sentiré orgulloso de unir mi espada a las vuestras! ¡Todos lucharemos por todos! ¡Lucharemos juntos por la Unión! ¡Cada hombre, cada mujer... será un héroe!

El clamor fue ensordecedor. Jezal ondeó la espada y le respondió una centelleante ola de lanzas agitadas en el aire, golpeadas contra pechos cubiertos de armaduras o aporreadas contra las piedras del suelo. El pueblo le amaba y estaba dispuesto a luchar por él. Juntos saldrían victoriosos, estaba convencido. Había tomado la decisión correcta.

—Bien hecho —le susurró Bayaz al oído—. Muy bien...

La paciencia de Jezal se había agotado. Se volvió hacia el Mago enseñándole los dientes.

—¡Yo sé lo que me hago! ¡No necesito su constante...!

—Majestad —era la voz aflautada de Glokta.

—¿Cómo osa interrumpirme? ¿Qué demonios...?

La furiosa invectiva de Jezal se vio interrumpida por un resplandor que advirtió por el rabillo del ojo, al que siguió de inmediato una estrepitosa detonación. Volvió la cabeza justo a tiempo de ver cómo unos tejados que tenía no muy lejos a su derecha eran devorados por las llamas. Abajo, en la plaza, se produjo una exclamación colectiva, seguida de una agitación nerviosa que sacudió a toda la muchedumbre.

—Ha empezado el bombardeo de los gurkos —dijo Varuz.

Una lengua de fuego surgió de las filas gurkas y ascendió por la blanca superficie del cielo. Jezal la contempló con la boca abierta mientras caía en picado sobre la ciudad. Se estrelló contra unas casas, esta vez a la izquierda de Jezal, lanzando hacia arriba una enorme llamarada. Unos segundos después el aterrador estruendo le hería los oídos.

Se oían gritos que venían de abajo. Órdenes, quizá, o simplemente aullidos de pánico. La gente empezó a correr en todas direcciones; hacia la muralla, o hacia sus casas, o hacia ninguna parte en concreto, formando una caótica maraña de cuerpos apretujados y palos ondeantes. .

—¡Agua! —gritó alguien.

—¡Fuego!

—Majestad. —Gorst estaba ya conduciendo a Jezal hacia la escalera—. Debéis regresar al Agriont de inmediato.

Jezal se sobresaltó al oír otra atronadora explosión, más cercana aún que las anteriores. El humo comenzaba ya a expandirse sobre la ciudad como una mancha de aceite.

—Sí —repuso en voz baja, permitiendo que le condujeran hacia un lugar seguro. Se dio cuenta de que seguía teniendo la espada desenvainada y la introdujo en su funda, embargado de un leve sentimiento de culpabilidad—. Por supuesto.

La temeridad, como Logen Nuevededos había dicho una vez, es un alarde propio de idiotas.

Entre la espada y la pared

Glokta se estaba desternillando de risa. De tanto reír, la saliva le borboteaba por el interior de su boca desdentada y la silla en que estaba sentado crujía bajo su culo huesudo. Sus toses y plañidos resonaban sordos desde las paredes desnudas de su sombrío cuarto de estar. En cierto modo, su risa sonaba a llanto.
Y puede que lo sea, un poquito
.

Cada convulsión de sus hombros contrahechos era como un clavo que se le hincara en el cuello. Cada sacudida de su costillar enviaba cataratas de dolor a las puntas de los pocos dedos que le quedaban en los pies. Reía, y la risa le dolía, y el dolor le hacía reír más aún.
¡Qué ironía! Me carcajeo de angustia. Me troncho de desesperación
.

Su último gimoteo vino acompañado de una gran burbuja de saliva que explotó sobre sus labios.
Como el último estertor de un cordero, sólo que bastante menos digno
. Tragó saliva y se secó sus ojos llorosos.
Hacía años que no me reía tanto. No me extrañaría que la última vez fuera anterior al momento en que los torturadores del Emperador comenzaron a trabajar conmigo. Pero no me ha costado tanto parar. Después de todo, tampoco es que haya muchos motivos de risa
. Cogió la carta y la leyó por segunda vez.

Superior Glokta:

Mis jefes de la banca Valint y Balk están muy decepcionados por el escaso rendimiento de su trabajo. Hace ya algún tiempo que yo, personalmente, le pedí que nos informara sobre los planes del Archilector Sult. De manera especial, sobre su prolongado interés por la Universidad. Desde entonces no hemos tenido noticias suyas.

Quizá piense que la repentina llegada de los gurkos frente a las murallas de la ciudad ha alterado las expectativas de mis jefes.

No ha sido así. De ninguna manera ha sido así. Nada las alterará.

Se presentará ante nosotros esta misma semana, si no quiere que informemos a Su Eminencia sobre su conflicto de lealtades..

No necesito decirle que, por su propio bien, sería prudente que destruyera usted esta carta.

Mauthis.

Glokta se quedó mirando un buen rato el papel a la luz de la única vela que ardía en la sala, con su boca deforme abierta.
¿Para esto viví meses de agonía en la oscuridad de las mazmorras del Emperador? ¿Para esto torturé salvajemente al Gremio de los Sederos? ¿Para esto dejé marcada una senda de sangre en la ciudad de Dagoska? ¿Para terminar mis días en la ignominia, atrapado entre un viejo burócrata amargado y una pareja de estafadores traicioneros? ¿Tantas tergiversaciones, mentiras, chanchullos y dolor para esto? ¿Todos los cadáveres que he ido dejando tirados a un lado del camino... para esto?

Un nuevo ataque de risa sacudió su cuerpo, le hizo retorcerse y le produjo un traqueteo en la espalda.
¡Su Eminencia y esos banqueros son tal para cual! Aunque la ciudad esté ardiendo a su alrededor, no abandonan sus juegos ni por un instante. Unos juegos que pueden resultar fatales para el pobre Superior Glokta, que por muy tullido que esté siempre intentó hacer las cosas lo mejor posible
. Este último pensamiento le provocó tal carcajada que tuvo que limpiarse un moco que se le había pegado a la nariz.

Casi me da pena quemar este cómico y horrible documento. ¿Y si no lo quemo y se lo llevo al Archilector? ¿Le vería la gracia? ¿Nos reiríamos los dos juntos al leerlo?
Extendió la mano, acercó la carta a la llama de la vela y contempló cómo el fuego prendía en una esquina, trepaba por los renglones e iba retorciendo el papel blanco reduciéndolo a negras cenizas.

¡Arde! ¡Igual que ardieron mis esperanzas, y mis sueños, y mi glorioso futuro bajo el palacio del Emperador! ¡Arde como ardió Dagoska y arderá Adua ahora ante la furia del Emperador! ¡Arde como me gustaría que ardiera Jezal el Rey Bastardo, y el Primero de los Magos, y el Archilector Sult, y Valint y Balk, y toda la puñetera...!

—¡Aaaay!

Glokta sacudió en el aire las yemas chamuscadas de sus dedos y luego se las metió en su boca desdentada, interrumpiendo bruscamente su risa.
Qué raro. Por muy grande que sea el dolor que experimentemos, jamás llegamos a acostumbrarnos a él. Siempre intentamos escapar de él como podamos. Nunca nos resignamos a que aumente
. Un rescoldo de la carta había caído al suelo. Lo miró con gesto ceñudo y lo apagó de un brutal bastonazo.

Un punzante olor a humo de madera quemada impregnaba la atmósfera.
Como si se hubieran quemado cien mil cenas
. Incluso allí mismo, en el Agriont, se apreciaba una leve bruma grisácea, una especie de suciedad en el aire que borraba los contornos de los edificios al fondo de las calles. Los distritos de los suburbios llevaban ya varios días ardiendo y el bombardeo de los gurkos no había cesado ni de día ni de noche. En ese mismo momento, mientras Glokta caminaba resollando a través de los huecos de su dentadura debido al esfuerzo que le suponía plantar un pie detrás del otro, le llegó de pronto el estruendo lejano de una bomba incendiaria caída en alguna parte de la ciudad que hizo que sintiera una mínima vibración a través de las suelas de sus botas.

La gente que había por la calle, alarmada, se detuvo de golpe.
Los pocos infortunados que no encontraron una excusa para huir de la ciudad cuando llegaron los gurkos. O los infortunados que eran demasiado importantes, o no lo bastante importantes. O ese puñado de optimistas que creyó que el asedio de los gurkos no sería más que algo pasajero, como un chaparrón o el llevar pantalón corto. Cuando descubrieron su craso error, ya era demasiado tarde
.

Glokta siguió renqueando con la cabeza agachada. Las explosiones que habían sacudido la ciudad de noche durante toda la semana anterior no le habían arrebatado ni un minuto de sueño.
Estaba despierto dándole vueltas y vueltas a las cosas, como un gato encerrado en un saco, intentando encontrar la forma de salvarme de esta trampa. Además, me acostumbré a las explosiones durante mis vacaciones en la encantadora ciudad de Dagoska
. Le preocupaban bastante más las lanzadas de dolor que le nacían en el trasero y le recorrían toda la columna vertebral.

¡Oh arrogancia! ¿Quién hubiera osado sugerir que las botas gurkas pisotearían un día la fértil campiña de Midderland? ¿Que las hermosas granjas y los pueblos soñolientos de la Unión bailarían con el fuego gurko? ¿Quién iba a pensar que la maravillosa y rica ciudad de Adua dejaría de ser un pedacito de cielo para convertirse en un pedacito de infierno?
Glokta se sorprendió sonriendo.
¡Bienvenidos todos! ¡Bienvenidos! Yo he estado aquí todo el tiempo. Qué amabilidad por vuestra parte venir a hacerme compañía
.

Oyó el retumbar metálico de unas pisadas que se le acercaban por detrás y trató de apartarse. Pero ya era demasiado tarde y una apresurada columna de soldados le echó bruscamente a un lado mandándole a la hierba del arcén. El pie izquierdo se le hundió en el barro y una puñalada de dolor le trepó por la pierna. La ruidosa columna pasó de largo sin hacerle caso y Glokta se la quedó mirando con una mueca iracunda.
La gente ya no tiene tanto miedo como debiera a la Inquisición. Para eso ya tiene a los gurkos
. Se apartó de la pared profiriendo una maldición y reemprendió su renqueante marcha.

El Juez Marovia estaba encuadrado en el marco de la ventana más grande de su despacho, con las manos enlazadas a la espalda. Todas las ventanas de la sala daban al oeste.
La misma dirección que sigue la principal línea de asalto de los gurkos
. A lo lejos, por encima de los tejados, se veían varias columnas de humo que ascendían hacia el pálido firmamento y se mezclaban hasta formar un sucio manto que volvía más tenebrosa aún la media luz otoñal. Marovia se volvió al oír crujir la madera bajo el peso del pie mutilado de Glokta, y su rostro arrugado se iluminó con una sonrisa de bienvenida.

—¡Ah, Superior Glokta! No sabe la alegría que me llevé cuando me anunciaron su visita. Le he echado de menos desde la última vez que estuvo aquí. Me encanta esa forma tan... directa que tiene de expresarse. Y admiro la... dedicación con que se entrega a su trabajo —señaló con abulia la ventana—. La ley, para que negarlo, tiende a dormitar en tiempos de guerra. Pero hasta con los gurkos a nuestras puertas, el noble trabajo de la Inquisición de Su Majestad continúa. Supongo que viene de nuevo para hablar en nombre de Su Eminencia.

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