El último argumento de los reyes (19 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Se detuvo justo delante de ellos y las falanges del collar se bambolearon y chocaron entre sí produciendo una especie de repiqueteo. Los tres niños se pararon detrás de él y se pusieron a toquetear sus armas mientras lanzaban miradas ceñudas a Dow y al Sabueso.

—Soy Crummock-i-Phail, jefe de los montañeses —dijo—. O al menos de todos los que no son una mierda —sonrió como si fuera un invitado que acabara de llegar a una boda—. ¿Se puede saber quién está al mando de tan jovial expedición?

El Sabueso volvió a sentir una especie de hueco en el estómago, pero la cosa no tenía remedio.

—Me parece que ese soy yo.

Crummock le miró alzando las cejas.

—No me digas. Pareces un tipo un poco pequeño para andar diciéndoles a estos grandullones lo que tienen que hacer, ¿no? Debes de llevar un buen nombre a los hombros, digo yo.

—Soy el Sabueso. Y este es Dow el Negro.

—Extraña compañía traes contigo —terció Dow mirando con gesto ceñudo a los niños.

—¡Ah, sí! ¡Claro que sí! ¡Y bien valientes que son! El chico que me lleva la lanza es mi hijo Scofen. El que me lleva el hacha es mi hijo Rond —Crummock frunció el ceño al mirar a la niña—. Del nombre de ese otro chico no me acuerdo.

—¡No soy un chico, soy tu hija! —gritó la niña.

—¿Qué pasa, es que me he quedado ya sin hijos varones?

—Scenn ya se ha hecho mayor y le diste tu propia espada, y Sceft es aún demasiado pequeño para cargar con nada.

Crummock sacudió la cabeza.

—No me parece del todo apropiado eso de que una mujer cargue con una maza.

La niña dejó caer la maza y le pegó una patada a Crummock en la espinilla.

—¡Pues entonces carga con ella tú!

—¡Ay!— graznó, y acto seguido soltó una carcajada y se puso a frotarse la pierna—. Ahora ya me acuerdo de ti. Tú eres Isern. Esa patada ha hecho que me venga de golpe. Puedes llevar el mazo, claro que puedes. Los más pequeños tienen las cargas más grandes, ¿eh?

—¿Quieres el hacha, papá? —el chico más pequeño alzó el hacha, que se quedó oscilando en el aire.

—¿Quieres la maza? —la niña la sacó de la maleza tirando de ella y apartó a su hermano con el hombro.

—No, amados míos, de momento lo único que necesito son palabras y de esas tengo de sobra sin necesidad de contar con vuestra ayuda. Si todo sale bien, no tardaréis en ver a vuestro padre cobrándose unas cuantas vidas, pero hoy no hacen falta hachas ni mazas. No hemos venido aquí a matar a nadie.

—¿Y para qué has venido aquí? —inquirió el Sabueso, aunque no estaba muy seguro de querer saber la respuesta.

—Directo al grano y sin perder el tiempo con amabilidades, ¿eh? —Crummock estiró el cuello hacia un lado, alzó los brazos por encima de la cabeza y luego levantó un pie y se puso a darle vueltas en el aire—. Vine aquí porque me desperté en medio de la noche, y me interné caminando en la oscuridad, y la luna me susurró. En el bosque, ¿sabes? En los árboles, en las voces de los búhos de los árboles. ¿Y sabes lo que me dijo la luna?

—Que estás como una cabra —gruñó Dow.

Crummock se dio una palmada en su colosal muslo.

—Hablas muy bien para ser un tipo tan feo, Dow el Negro, pero te equivocas. La luna me dijo... —y le hizo una seña al Sabueso como si quisiera compartir con él un secreto—... que tenéis con vosotros al Sanguinario.

—¿Y qué pasa si es así? —Logen se había acercado desde detrás sin hacer ruido y llevaba la mano izquierda posada sobre la empuñadura de su espada. Tul y Hosco venían con él, lanzando miradas ceñudas a los montañeses pintarrajeados que había alrededor, a los tres niños sucios y, por encima de todo, a su grueso y gigantesco padre.

—¡Ahí está, es él! —rugió Crummock, señalando con un dedo tembloroso del grosor de una salchicha—. ¡Aparta tu puño de ese acero, Sanguinario, antes de que me orine encima! —y acto seguido se dejó caer de rodillas en el suelo—. ¡Es él! ¡Este es el hombre que buscamos! —avanzó arrastrándose por la maleza, se aferró la pierna de Logen y se restregó contra ella como haría un perro con su amo.

Logen bajó la vista para mirarle.

—Suéltame la pierna.

—¡Lo que tú digas! —Crummock se apartó de golpe y cayó en tierra sobre su grueso trasero. El Sabueso nunca había visto un espectáculo semejante. Parecía que el rumor de que estaba chiflado no era falso—. ¿Sabes una cosa admirable, Sanguinario?

—Más de una.

—Pues aquí va otra. Te vi combatir con Shama el Cruel. Te vi partirlo en dos como a un pichón que se va a echar al caldero. Mi bendita persona no habría podido hacerlo mejor. ¡Fue algo precioso! —El Sabueso torció el gesto. Él también había estado presente y no recordaba que tuviera nada de precioso—. Lo dije entonces —Crummock se puso de rodillas—, lo he seguido diciendo luego —se puso de pie—, y volví a decirlo cuando bajé de los montes para buscarte —alzó un brazo para señalar a Logen—: ¡No hay otro hombre al que luna ame tanto como a ti!

El Sabueso miró a Logen, y Logen se encogió de hombros.

—¿Quién puede saber lo que le gusta o le deja de gustar a la luna? ¿Y además, qué pasa con eso?

—¡Que qué pasa, dice! ¡Ja! ¡Verle matar a la humanidad entera sería para mí el espectáculo más hermoso del mundo! Lo que pasa es que tengo un plan. Brotó de los frescos manantiales de las montañas, lo transportaron los arroyos entre las piedras y llegó a la orilla del lago sagrado, justo a mi lado, mientras me bañaba los pies en sus aguas heladas.

Logen se rascó las cicatrices de su mandíbula.

—Mira, Crummock, estamos bastante ocupados, así que si tienes algo importante que decir suéltalo de una vez.

—Eso haré. Bethod me odia, y el sentimiento es mutuo, pero a ti te odia aún más. Tú te revelaste contra él y eres la prueba viviente de que un hombre del Norte puede ser su propio dueño. Que no hay por qué ponerse de rodillas ni chuparle el trasero al cabrón ese del gorro de oro, ni a los gordos de sus hijos, ni a su bruja —Crummock frunció el ceño—. Aunque se me podría convencer de que a ella le metiera un poco la lengua. ¿Me sigues?

—Por ahora sí —dijo Logen. El Sabueso, en cambio, no estaba muy seguro de poder decir lo mismo.

—Pégame un silbido si te quedas rezagado, que yo retrocederé para cogerte. A lo que quiero llegar es a esto. Si se le presentara a Bethod la oportunidad de pillarte totalmente solo, lejos de tus amigos de la Unión, de esos amantes del sol que pululan como hormigas en tierras lejanas, entonces, tal vez se mostrara dispuesto a renunciar a muchas cosas con tal de no dejarla escapar. Es posible que una oportunidad como esa sirviera para hacerle bajar de sus preciosas colinas. ¿No crees, hummm?

—Me parece que exageras su odio por mí.

—¿Qué? ¿Dudas que un hombre pueda odiarte tanto? —Crummock se volvió y estiró sus enormes brazos para abarcar a Tul y a Hosco—. ¡No eres sólo tú, Sanguinario! ¡Sois todos vosotros, y también yo, y mis tres chicos! —la niña volvió a tirar el mazo al suelo y se puso de jarras, pero Crummock no la hizo caso y siguió desbarrando—. Lo que estoy pensando es que vuestros muchachos y los míos se unan; eso haría que contáramos con unas ochocientas lanzas. Luego marchamos hacia el norte, como si nos dirigiéramos a las Altiplanicies con la intención de rodear a Bethod y divertirnos haciéndole jugarretas en su trasero. Creo que eso hará que le hierva la sangre. Y creo que no dejará pasar una oportunidad como esa de mandarnos a todos de vuelta al barro.

El Sabueso se lo pensó. Era muy probable que a estas alturas muchos de los hombres de Bethod anduvieran un poco nerviosos. Que les preocupara estar luchando en el lado equivocado del Torrente Blanco. A lo mejor les había llegado la noticia de que el Sanguinario había vuelto y estaban empezando a preguntarse si no se habrían equivocado de bando. A Bethod le encantaría poder disponer de unas cuantas cabezas para clavarlas en unas estacas y que todo el mundo las viera. La de Nuevededos, la de Crummock-i-Phail, las de Tul Duru y Dow el Negro, incluso tal vez la del propio Sabueso. Sí, a Bethod le encantaría. Así podría demostrar que en el Norte no había futuro sin él. Vaya si le encantaría.

—¿Pero cómo sabrá Bethod que hemos marchado hacia el norte? —preguntó el Sabueso.

La amplitud de la sonrisa de Crummock superó a la de todas las anteriores.

—Lo sabrá porque su bruja lo sabrá.

—Maldita bruja —soltó con voz chillona el chico de la lanza mientras hacía esfuerzos con sus finos brazos para mantener enhiesta el asta.

—Sí, esa cocinera de hechizos pintarrajeada que tiene consigo Bethod. Eso suponiendo que no sea ella la que le tiene a él. Vaya, una buena pregunta. En fin, sea como sea, esa zorra lo vigila todo, ¿no es así, Sanguinario?

—Sé de quién me hablas. Caurib —dijo Logen, y no parecía nada contento—. Un amigo me dijo una vez que tenía el don del ojo largo —el Sabueso no entendía ni un ápice de lo que estaban hablando, pero si Logen se lo tomaba en serio suponía que él también debía hacerlo.

—¿El ojo largo, es así como lo llama? —sonrió Crummock—. Tu amigo le ha puesto un nombre muy bonito a un truco muy sucio. Con eso puede ver cualquier cosa que esté pasando. Y muchas cosas que a nosotros nos vendría mucho mejor que no viera. Bethod se fía más de los ojos de esa mujer que de los suyos. Nos tendrá a todos vigilados, y a ti más que a ningún otro. Tendrá sus dos largos ojos bien abiertos, vaya si los tendrá. Tal vez yo no sea un mago —y se puso a dar vueltas a uno de los signos de madera del collar—, pero la luna sabe que tampoco soy del todo ajeno a ese tipo de asuntos.

—¿Y aunque las cosas salieran como tú dices, qué ganaríamos con eso? —tronó Tul—. ¿Aparte de haberle regalado a Bethod nuestras cabezas?

—Eh, grandullón, a mí me gusta que mi cabeza se quede donde está. Que lo atrajéramos hacia el norte, eso es lo que me dijo el bosque. Arriba en las montañas hay un lugar, un lugar bienamado de la luna. Un poderoso valle por el que velan los muertos de mi familia, y los muertos de mi pueblo, y los muertos de las montañas desde los tiempos en que se creó el mundo.

El Sabueso se rascó la cabeza.

—¿Una fortaleza en las montañas?

—Un bastión fuerte e inexpugnable. Lo bastante fuerte e inexpugnable para que unos pocos hombres puedan resistir contra muchos hasta que lleguen refuerzos. Nosotros lo atraemos hasta el valle mientras vuestros amigos de la Unión le siguen a una distancia prudencial. Lo bastante lejos para que su bruja, que estará muy ocupada vigilándonos a nosotros, no los vea venir. Entonces, mientras él está muy ocupado tratando de acabar con nosotros, los sureños se le acercan sigilosamente por detrás y... —pegó una sonora palmada con las manos—. ¡Aplastamos a ese maldito follador de ovejas entre los dos!

—Follador de ovejas —maldijo la niña dando una patada al mazo caído.

Se miraron unos a otros durante unos instantes. Al Sabueso no le hacía demasiada gracia el plan. Nada podía hacerle menos gracia que apostar sus vidas a lo que dijera aquel montañés chiflado. Pero se daba cuenta de que el plan tenía posibilidades de éxito y eso le impedía rechazarlo sin más, aunque le hubiera gustado poder hacerlo.

—Tenemos que hablarlo.

—Cómo no, mis nuevos y muy queridos amigos, cómo no. Pero no os alarguéis mucho, ¿eh? —Crummock sonrió de oreja a oreja—. Llevo ya demasiado tiempo lejos de las Altiplanicies, y el resto de mis preciosos hijos, mis preciosas esposas y mis preciosas montañas me estarán echando de menos. Vedle el lado bueno. Si Bethod no nos sigue, pasaréis unas cuantas noches en las Altiplanicies en el ocaso del verano, calentándoos alrededor de mi fuego, escuchando mis canciones y viendo el sol ponerse en las montañas. No suena tan mal, ¿verdad?

—¿No pensarás hacerle caso a ese chiflado? —masculló Tul una vez que estuvieron lo bastante lejos para que no pudiera oírlos—. ¿Brujas, magos, qué clase de mierda es esa? ¡Seguro que se lo va inventando a medida que habla!

Logen se rascó la cara.

—No está tan loco como parece. Lleva años resistiendo a Bethod. Es el único que lo ha hecho. ¿Cuánto tiempo lleva ya escondiéndose, lanzando incursiones, manteniéndose siempre un paso por delante de Bethod? ¿Doce inviernos? Arriba en las montañas, sí, pero no por eso deja de tener su mérito. Para conseguir una cosa así hay que ser tan escurridizo como un pez y tan duro como el hierro.

—¿Entonces te fías de él? —preguntó el Sabueso.

—¿Que si me fío de él? —Logen soltó un resoplido—. Una mierda me voy a fiar. Pero su enemistad con Bethod es más antigua aún que la nuestra. Y tiene razón en lo de la bruja, yo mismo la he visto. Ni te imaginas la de cosas que he visto este último año. De modo que si Crummock dice que esa mujer puede ver lo que hacemos, yo, al menos, me lo creo. De todos modos, si no fuera así, y al final Bethod no se presenta, ¿qué habremos perdido?

La sensación de vacío en las tripas que tenía el Sabueso se hizo más intensa aún. Echó un vistazo a Crummock, que aguardaba sentado en una roca rodeado de sus hijos, y el montañés loco le respondió con una sonrisa que dejó al descubierto dos hileras de dientes amarillentos. Estaba lejos de ser el tipo de hombre en el que uno cifraría todas sus esperanzas, pero el Sabueso era de los que saben cuándo ha cambiado la dirección del viento.

—Vamos a correr un riesgo enorme —masculló —. ¿Y si Bethod nos coge antes y se sale con la suya?

—¡Nosotros sabemos movernos deprisa! ¿o no? — gruñó Dow—. Esto es una guerra. ¡Si queremos ganarla tenemos que correr riesgos!

—Ajá —gruñó Hosco.

Tul asintió moviendo su enorme cabeza.

—Hay que hacer algo. No he llegado hasta aquí para ver a Bethod tranquilamente sentado en lo alto de una colina. Tenemos que hacerle bajar de ahí.

—¡Hacerle bajar a un lugar donde podamos darle una buena paliza! —bufó Dow.

—Pero eres tú quien debe decidir —Logen dio una palmada al Sabueso en el hombro—. Tú eres el jefe.

En efecto, él era el jefe. Recordó el momento en que los demás tomaron la decisión alrededor de la tumba de Tresárboles. El Sabueso tenía que reconocer que hubiera preferido mandar a Crummock al carajo, dar la vuelta y regresar adonde estaba West para decirle que no habían encontrado nada en los bosques. Pero cuando a uno se le encomienda una misión, se cumple y punto. Eso es lo que habría dicho Tresárboles. El Sabueso exhaló un hondo suspiro mientras la sensación que tenía en las entrañas subía burbujeando hacia arriba hasta casi hacerle vomitar.

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