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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El truco de los espejos (5 page)

BOOK: El truco de los espejos
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Repasó en su mente lo que le dijera Ruth Van Rydock. Carrie Louise sintióse muy decepcionada al saber que no iba a tener hijos… Luego la adopción de Pippa… y más tarde el descubrir que después de todo iba a ser madre.

—Suele ocurrir —había dicho el médico—. Tal vez debido a que desaparece la tensión, y entonces la Naturaleza puede realizar su obra.

Pero ello no había perjudicado a la niña que habían adoptado. Gulbrandsen y su esposa adoraron a Pippa, ganándose ésta un firme puesto en sus corazones. Gulbrandsen era ya padre. La paternidad no era cosa nueva para él y los anhelos maternales de Carrie Louise se colmaron con Pippa.

Y así crecieron las dos niñas; una, bella y alegre; la otra, fea y tristona. Lo que era muy natural, volvió a pensar la señora Marple. Porque cuando se quiere adoptar una niña, se escoge la más bonita, y aunque Mildred pudo tener la suerte de parecerse a los Martin, de los que eran dignos ejemplares Ruth y Carrie Louise, la Naturaleza quiso que saliera a los Gulbrandsen, que eran grandotes, inexpresivos y decididamente feos.

A esto hay que agregar la determinación de Carrie Louise de que su hija adoptiva nunca se sintiera desplazada y para asegurarse en su propósito fue más que indulgente con Pippa y algunas veces poco justa con Mildred.

Una vez casada Pippa, marchó a Italia, y durante una temporada Mildred fue la única hija en aquella casa; fallecida Pippa, Carrie Louise llevó a su hijita a Stonygates, y una vez más Mildred se quedó a un lado. Luego su madre volvió a casarse… y entraron los hijos de Restarick. En 1934 Mildred contrajo matrimonio con el pastor Strete, que le llevaba quince años, yendo a vivir al sur de Inglaterra. Era de suponer que fueron felices…, pero eso, en realidad, se ignoraba. No tuvieron hijos. Y ahora estaba otra vez allí, en la casa en que se había criado. Y probablemente tampoco ahora era muy feliz.

Gina, Esteban, Wally, Mildred y la señorita Bellever, que deseaba poder llevar la casa con orden y era incapaz de lograrlo. Lewis Serrocold era completamente feliz; un soñador capaz de poner en práctica sus ideales. En ninguna de aquellas personas halló la señorita Marple lo que las palabras de Ruth hicieron creer que encontraría. Carrie Louise le parecía lejana a los acontecimientos terrenos… como lo estuvo toda la vida.

En aquel ambiente…, ¿qué fue lo que Ruth encontró extraño? ¿Y ella, Juana Marple, lo creía así también?

Había también otras personas en aquel torbellino… los terapeutas, los maestros, los jóvenes entusiastas e inofensivos, el doctor Maverick, los tres jóvenes delincuentes rubios de mirada inocente… y Edgar Lawson.

Y allí sus pensamientos se detuvieron y giraron alrededor de la figura de Edgar Lawson, antes de quedarse dormida. Aquel joven le recordaba algo…o alguien. Era un poco raro… tal vez más que un poco. Edgar Lawson estaba mal encajado…, ésa era la frase justa, ¿verdad? Pero seguramente no tenía relación con Carrie Louise.

Mentalmente, la señorita Marple meneó la cabeza.

Lo que la preocupaba era algo más que aquello.

Capítulo V

A la mañana siguiente, la señorita Marple salió al jardín eludiendo la compañía de su anfitriona. Su aspecto la desilusionó. En otros tiempos debió de haber sido un lugar muy bonito, con grandes grupos de rododendros, suaves declives de césped, arriates llenos de plantas y un seto recortado, rodeando una verdadera rosaleda. Ahora estaba abandonado, el césped sin cortar, los arriates llenos de hierbas entre las que crecían algunas flores y los senderos cubiertos de musgo y descuidados. En cambio, la huerta, rodeada de una pared de ladrillos rojos, aparecía próspera y bien arreglada, sin duda debido a su utilidad. Una gran porción de terreno, que antes estuvo cubierto de césped y flores, había sido convertido en pista de tenis y una bolera.

Al contemplar el abandono de los parterres, la señorita Marple hizo chasquear la lengua y arrancó de un tirón una planta de hierba cana.

Todavía con ella en la mano vio aparecer a Edgar Lawson. Al ver a la señorita Marple, se detuvo vacilante. Ella no tenía intención de dejarle escapar y le llamó en seguida. Cuando estuvo a su lado, le preguntó dónde guardaban las herramientas de jardinería.

Edgar contestó distraído que por allí encontraría al jardinero, que debía saberlo exactamente.

—Es una pena ver este parterre tan descuidado —dijo la señorita Marple—. Me gustan tanto los jardines —y puesto que no tenía intención de que Edgar fuese en busca de las herramientas, agregó—: Es lo único que puede hacer una mujer anciana e inútil. No creo que usted se haya preocupado nunca por la jardinería, señor Lawson. Tiene un trabajo tan importante, estando como está en un cargo de tanta responsabilidad junto al señor Serrocold… Debe de ser muy interesante.

Él repuso con animación inesperada:

—Sí…, sí…, es interesante.

—Y debe de resultar usted una gran ayuda para el señor Serrocold.

—No lo sé —su rostro ensombrecióse—. No estoy seguro…, es por lo que hay detrás de todo esto…

Se interrumpió y la señorita Marple le observó pensativa: Un joven abatido, de corta estatura, y vestido con un traje tan impecable. Un muchacho a quien pocas personas mirarían dos veces, ni habrían de recordar su aspecto.

Cerca había un banquito y la señorita Marple fue a sentarse. Edgar quedó de pie ante ella, con el entrecejo fruncido.

—Estoy segura de que el señor Serrocold descansa completamente en usted.

—No lo sé —repitió Edgar—. No lo sé, la verdad —casi sin darse cuenta, se sentó también en el banco—. Estoy en una posición difícil.

—¿Sí?

El joven Edgar miraba fijamente al vacío:

—Esto es absolutamente confidencial —dijo de pronto.

—Desde luego —repuso la señorita Marple.

—Si pudiera hacer valer mis derechos…

—Sí.

—Puedo decirle… No se le escapará, ¿verdad?

—Oh, no.

—Mi padre…, mi padre es un hombre muy importante.

Esta vez no tuvo necesidad de decir nada. Limitóse a seguir escuchando.

—Nadie lo sabe, excepto el señor Serrocold. La posición de mi padre podría perjudicarse si la historia circulara por ahí —se volvió hacia ella, sonriendo. Una sonrisa digna y triste—. Soy
hijo de Winston Churchill.

—Oh —repuso la señorita Marple—. Ya.

Recordaba otra historia bastante triste ocurrida en St. Mary Mead… y cómo terminó.

Edgar Lawson siguió hablando como si recitara una escena teatral.

—Existían ciertas razones. Mi madre no era libre. Su esposo estaba en un sanatorio…, no podía divorciarse…, ni hablar de matrimonio. No se lo reprocho. Por lo menos, eso creo… Él siempre hizo cuanto pudo. Claro que con discreción. Y ahí es donde han surgido complicaciones. Tiene enemigos… y también me odian a mí. Se las han arreglado para separarnos. Me vigilan. Me odian dondequiera que vaya. Y hacen que todo me salga mal.

La señorita Marple meneaba la cabeza lentamente, compadeciéndose.

—Dios mío, Dios mío —dijo.

—En Londres estuve estudiando Medicina. Intervinieron en mis exámenes… y cambiaron mis respuestas para que fracasara. Me seguían por las calles. Le contaban cosas de mí a la patrona. Me persiguieron por todas partes.

—Oh, pero no puede tener la seguridad… —dijo la señorita Marple, tratando de consolarle.

—¡Le digo que lo sé! Son muy listos. Nunca pude verlos ni descubrir su personalidad. Pero lo averiguaré… El señor Serrocold me sacó de Londres y me trajo aquí. Fue muy amable…, muy amable. Pero ni siquiera aquí estoy a salvo. También están aquí. Trabajando contra mí. Haciendo que los demás me aborrezcan. El señor Serrocold dice que no es cierto…, pero él no lo sabe. O de otro modo…, quisiera saber…, algunas veces he pensado…

Se interrumpió para ponerse en pie.

—Todo esto es confidencial. ¿Lo comprende, verdad? Pero si nota que alguien me sigue…, quiero decir…, espiándome, dígame quién es.

Y se alejó…, abatido, insignificante. La señorita Marple le miraba, preguntándose… Se oyó una voz.

—Tonterías. Sólo tonterías.

Walter Hudd estaba a su lado. Llevaba las manos metidas en los bolsillos y miró con el ceño fruncido la figura de Edgar que se alejaba.

La señorita Marple no dijo nada, y él prosiguió:

—¿Qué opina de este muchacho…, Edgar? Dice que su padre es lord Montgomery. ¿Qué le parece? No lo creo probable por lo que he oído de él.

—No —repuso la señorita Marple—. No me parece muy probable.

—A Gina le dijo algo completamente distinto…, que era el heredero del trono de Rusia…, dijo que era hijo de no sé qué Gran Duque. Diablos, ¿es que ese chico no sabe quién fue su padre en realidad?

—Me figuro que no —repuso la anciana—. Ése es probablemente su caso.

Walter tomó asiento a su lado, dejando caer su cuerpo sobre el banco con gesto de abandono.

—Esto es una casa de locos.

—¿No le agrada estar en Stonygates?

—Sencillamente, no encajo…, eso es todo. No encajo.

—Observe este lugar…, la casa…, todo este aparato. Esta gente es rica. No necesitan dinero…, lo tienen, y fíjese cómo viven. Porcelana china antigua mezclada con loza barata. No tienen servicio apropiado…, sólo una ayuda para las faenas más pesadas. Los tapices, cortinajes y el tapizado de las butacas, todo es raso y brocado que se cae a pedazos. Las grandes teteras de plata y todo lo que usted sabe… amarillas y empañadas por falta de limpieza. La señora Serrocold ni se preocupa. Fíjese en el vestido que llevaba ayer noche. Remendado bajo los brazos, casi roto… y, no obstante, podría ir a la tienda a encargar lo que quisiera. En Bond Street o donde sea. ¿Dinero? Nadan en la abundancia.

Hizo una pausa.

—Yo comprendo lo que es ser pobre. No hay nada malo en ello cuando se es joven, fuerte y dispuesto para el trabajo. Nunca tuve mucho dinero, pero sabía ganarme el que quería. Iba a abrir un garaje. Ya había puesto en ese negocio parte de la cantidad estipulada. Le hablé a Gina, me escuchó y pareció comprender. No sabía mucho de ella. Todas las chicas con uniforme parecen iguales. Quiero decir que, al verlas, no se sabe distinguir si tienen dinero o no. Creí que era algo más que yo, debido a la educación, pero no lo consideré importante. Nos queríamos y nos casamos. Yo tenía algo de pasta y Gina también, según me dijo, íbamos a montar una gasolinera en la parte de atrás de la casa… Gina estaba dispuesta. Éramos una pareja alocada… Estábamos locos el uno por el otro. Entonces esa tía de Gina comenzó a complicar las cosas… Y Gina quiso venir a Inglaterra a ver a su abuela. Bien, me pareció justo. Era su casa, y de todas maneras yo también sentía curiosidad por conocer este país. ¡Había oído hablar tanto de él! Así que nos vinimos. Sólo por una temporada… Eso es lo que yo creí.

Su ceño acentuóse todavía más.

—Pero no ha sido así. Estamos metidos en esta loca empresa. ¿Por qué no nos quedamos aquí…? ¿Fundamos nuestro hogar aquí…?, eso es lo que dicen. Tienen mucho trabajo para mí. ¡Trabajo! Yo no creo que sea trabajar dar azúcar a gángsters jóvenes y jugar con ellos a esos juegos infantiles… ¿Qué sentido tiene? Este lugar podría estar bien…, verdaderamente bien. ¿Es que la gente que tiene dinero no comprende lo afortunados que son? ¿No se dan cuenta de que no todo el mundo puede tener un lugar como éste, y que ellos lo tienen? ¿No es una locura despreciar la suerte cuando uno la tiene? A mí no me importa trabajar si tengo que hacerlo, pero trabajaré como me guste y en lo que me guste… y será en otra parte. Este lugar me hace sentir como preso en una tela de araña. Y Gina…, no puedo sacarla de aquí. No es la misma que se casó conmigo en los Estados Unidos. No puedo…, ahora no puedo hablarle siquiera para expresarle mis proyectos. ¡Oh, maldito sea!

La señorita Marple dijo con simpatía:

—Comprendo muy bien su punto de vista.

Wally le dirigió una rápida mirada.

—Es usted la única persona a quien le he hablado así. La mayor parte del tiempo estoy callado como una tumba. No sé por qué…, usted es inglesa, verdaderamente inglesa…, pero en cierto modo me recuerda a mi tía Betsy.

—Esto es muy halagador.

—Es muy sensata —continuó Wally, pensativo—. Parece tan frágil, como si uno pudiera partirla en dos, pero es muy entera… Sí, señor; vaya si lo es.

Se levantó.

—Siento haberle hablado así —se disculpó, y por primera vez le vio sonreír. Su sonrisa era muy atractiva, y le transformaba en un hombre guapo y simpático—. Será que necesitaba desahogarme. Lo siento sinceramente que le haya tocado a usted.

Por un momento entretuvo su imaginación con el recuerdo del moderno escritor Raymond West. Un contraste tan grande que Walter Hudd no podía ni siquiera imaginar.

—Ahí le llega otra compañía —dijo Walter—. A esa señora no le resulto agradable. Por eso me marcho. Hasta luego. Gracias por haberme escuchado.

Echó a andar, y la señorita Marple miró a Mildred Strete que se acercaba hollando el césped.

—Ya veo que ha tenido que soportar a ese terrible joven —dijo la señora Strete, que llegaba casi sin aliento, al sentarse en el banco—. Es una tragedia.

—¿Una tragedia?

—Sí, el matrimonio de Gina. Y todo por haberla enviado a América. Ya le dije entonces a mi madre que era un disparate. Apenas tuvimos incursiones aéreas. Me desagrada la manera como las personas se desmoralizan pensando en lo que pueda ocurrirles a sus familiares…, a menudo a ellos mismos.

—Debió de ser difícil saber qué sería más acertado —repuso la señorita Marple—. Me refiero a los niños. Con la amenaza de una posible invasión, pudo haber significado el que crecieran bajo el régimen alemán…, además del peligro de las bombas.

—Tonterías —dijo la señorita Strete—. Nunca tuve la menor duda de que ganaríamos. Pero mi madre siempre fue poco razonable cuando se trataba de Gina; ha estado malcriada y consentida en todos los aspectos. En primer lugar, no había necesidad de haberla sacado de Italia.

—Tengo entendido que su padre no hizo objeción alguna.

—¡Oh, San Severiano! Ya sabe cómo son los italianos. Para ellos lo único importante es el dinero. Se casó con Pippa por su dinero, naturalmente.

—¡Dios mío! Siempre creí que estaba muy enamorado de ella y que a su muerte quedó inconsolable.

—Sin duda lo fingiría. No puedo comprender cómo mi madre pudo consentir que se casara con un extranjero. Me figuro que sólo por el afán de los americanos de poseer un título.

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