La señorita Marple dijo:
—Me figuro que tienes razón, Carrie Louise.
—Claro que el verme libre de preocupaciones se lo debo en parte a Jolly. Mi querida Jolly. Vino cuando Juan y yo acabábamos de casarnos. Cuida de mí como si yo fuese una niña que no supiera valerme. Se cuida de todo. A veces me siento un poco avergonzada, Creo sinceramente que sería capaz de matar a alguien por mí, Juana. ¿No te parece terrible decir una cosa así?
—Te aprecia mucho, ésa es la verdad —convino la solterona.
—Se pone furiosa. —La señora Serrocold dejó oír su risa cristalina—. Quisiera que llevara siempre vestidos preciosos, y que me rodease de lujos. Cree que todo el mundo debiera considerarme en primer lugar. Es la única persona a quien no impresiona en absoluto el entusiasmo de Lewis. Según ella, todos esos muchachos son criminales y no vale la pena molestarse por ellos. Considera este lugar demasiado húmedo y perjudicial para mi reuma, y cree que debiera irme a Egipto o a algún sitio cálido y seco.
—¿Sufres mucho por causa del reuma?
—Últimamente he empeorado bastante. Me cuesta gran trabajo andar, y siento fuertes calambres en las piernas. Oh, bueno… —de nuevo brilló su encantadora sonrisa—. Son cosas de la edad.
La señorita Bellever corrió a su encuentro.
—Un telegrama, Cara, acaban de darlo por teléfono.
Llegaré esta tarde, Christian Gulbrandsen.
—¿Christian? —Carrie Louise pareció sorprendida en gran manera—. No sabía que estuviera en Inglaterra.
—Le pondremos en la habitación de roble, me figuro.
—Sí, desde luego, Jolly. Así no subirá escaleras.
La señorita Bellever hizo un gesto de asentimiento y regresó a la casa.
—Christian Gulbrandsen es mi hijastro —explicó Carrie Louise—. Es el hijo mayor de Eric. Tiene dos años más que yo. Es uno de los socios del Instituto…, el más importante. Es lástima que Lewis se haya marchado. Christian no acostumbra pasar aquí más de una noche. Es un hombre ocupadísimo. Y aquí estoy segura de que tendrán muchos asuntos que discutir.
Christian Gulbrandsen llegó aquella tarde, a tiempo de tomar el té. Era un hombre robusto y corpulento, con un modo de hablar lento y metódico. Saludó a Carrie Louise con todo afecto.
—¿Y cómo está la pequeña Carrie Louise? No has envejecido ni un día… ni siquiera un día.
Con las manos puestas sobre los hombros la contempló unos instantes sonriente hasta que le tiraron de la manga.
—Ah —se volvió—, ¡pero si es Mildred! ¿Cómo estás, Mildred?
—La verdad es que últimamente no me he encontrado muy bien.
—Malo. Malo.
Había una gran semejanza entre Christian Gulbrandsen y su hermanastra Mildred. Se llevaban casi treinta años de diferencia y podían haberlos tomado por padre e hija. Ella parecía muy contenta con su llegada. Estaba sonrosada y habladora, y durante todo el día estuvo nombrando a «mi hermano Christian», «mi hermano, el señor Gulbrandsen».
—¿Y cómo está la pequeña Gina? —preguntó volviéndose a la joven—. ¿Por lo visto, sigues viviendo aquí con tu marido?
—Sí. Los hemos instalado aquí, ¿no es cierto, Wally?
—Eso parece —repuso el aludido.
Los menudos ojos de Gulbrandsen parecieron observar a Wally con interés. Wally, como de costumbre, mostróse huraño y poco agradable.
—Vuelvo a estar con toda la familia —dijo Gulbrandsen.
Su voz quiso tener un tono jovial…, pero según pudo observar la señorita Marple, no debía de sentirse contento precisamente. Una mueca contraía sus labios y su aspecto denotaba preocupación.
Una vez presentado a la señorita Marple, le dirigió una larga mirada analítica.
—Ignoraba que estuvieses en Inglaterra, Christian —le dijo la señora Serrocold.
—Vine de improviso.
—Es una lástima que Lewis se haya marchado. ¿Cuánto tiempo puedes quedarte?
—Tenía intención de irme mañana. ¿Cuándo volverá?
—Mañana por la tarde o por la noche.
—Pues tendré que quedarme una noche más.
—Si nos lo hubieras avisado…
—Mi querida Carrie Louise, ya sabes que no puedo decidir mis cosas con anticipación.
—¿Te quedarás para ver a Lewis?
—Sí, necesito verle.
La señorita Bellever informó a Juana Marple:
—El señor Serrocold y el señor Gulbrandsen son socios del mismo Instituto. También lo son el obispo de Cromer y el señor Gilroy.
Era de presumir que Christian Gulbrandsen había acudido a Stonygates para resolver algún asunto concerniente al Instituto Gulbrandsen. Y al parecer eso era lo que todos suponían. Y sin embargo la señorita Marple no dejaba de hacer cabalas.
Cuando Carrie Louise no se daba cuenta el anciano le dirigía miradas preocupadas… que intrigaron a miss Marple. Y también, a hurtadillas, observó a todos con insistencia, cosa que le pareció bastante rara.
Con mucho tacto eludió la señorita Marple la compañía de los demás, y después del té se fue a la biblioteca, pero ante su asombro, cuando ya se había instalado para hacer labor, Christian Gulbrandsen vino a sentarse a su lado.
—Creo que es usted una antigua amiga de nuestra querida Carrie Lousie —le dijo—. Hace años, ¿eh?
—Fuimos juntas al colegio en Italia, señor Gulbrandsen. Hace muchos, muchísimos años.
—Ah, sí. ¿Y la quiere mucho?
—Ya lo creo —repuso la señorita Marple con calor.
—Entonces, como todo el mundo. Sí, lo creo sinceramente y debe ser así, pues es una personita bonísima y encantadora. Desde que mi padre se casó con ella mis hermanos y yo la hemos querido mucho. Siempre fue para nosotros como una hermana querida. Fue una esposa fiel para mi padre y leal con todas sus ideas. Nunca pensó en sí misma, sino que primero se interesó por el bienestar de los demás.
—Siempre ha sido una idealista —dijo la solterona.
—¿Una idealista? Sí, eso es. Y además, es posible que no se dé cuenta del mal que existe en el mundo.
La señorita Marple le miró sorprendida, viendo su rostro preocupado.
—Dígame —le preguntó Christian Gulbrandsen—. ¿Cómo está su salud?
La anciana volvió a sorprenderse.
—A mí me parece que está bien… aparte de su artritismo… y el reuma.
—¿Reuma? Sí. ¿Y el corazón? ¿Lo tiene bien?
—Que yo sepa, sí —la señorita Marple no salía de su asombro—. Pero hasta ayer hacía muchos años que no la veía. Si desea conocer su estado de salud, puede preguntar a alguien de la casa. Por ejemplo, a la señorita Bellever.
—La señorita Bellever… Sí, a la señorita Bellever o a Mildred.
—Eso mismo, o a Mildred.
La señorita Marple sentíase ligeramente violenta.
Christian Gulbrandsen la miraba fijamente.
—Uno diría que no existe gran simpatía entre la madre y la hija, ¿no es cierto?
—Sí, creo que es así.
—Estoy de acuerdo con usted. Es una pena… su única hija, pero ahí la tiene. Y esa señorita Bellever, ¿cree usted que la aprecia realmente?
—Muchísimo.
—¿Y Carrie Louise confía en la señorita Bellever?
—Eso creo.
Christian Gulbrandsen tenía el ceño fruncido, y habló más para sí que para la señorita Marple.
—Luego está la pequeña Gina…, pero es demasiado joven. Es difícil… —se interrumpió—. Algunas veces es difícil saber qué es lo mejor que puede hacerse. Deseo con toda el alma actuar de un modo conveniente. Tengo particular interés en que no le ocurra ningún mal, ni desgracia a esa querida dama. Pero no es fácil, nada fácil.
En aquel momento entraba la señora Strete.
—Oh, estás aquí, Christian. Nos preguntábamos dónde podías estar. El doctor Maverick desea saber si quieres tratar algún asunto con él.
—¿Está aquí de nuevo el doctor? No, esperaré a que vuelva Lewis.
—Aguarda en el despacho de Lewis. ¿Quieres que le diga…?
—Hablaré yo mismo con él.
Y Gulbrandsen abandonó la habitación. Mildred le vio marchar y luego se volvió a la señorita Marple.
—Me pregunto si ocurrirá algo de particular. Christian está muy cambiado… ¿Le ha dicho algo… grave?
—Sólo me preguntó por la salud de su madre.
—¿Su salud? ¿Por qué habría de preguntárselo a usted?
Mildred habló con aspereza, mientras su rostro alargado enrojecía.
—La verdad, no lo sé.
—La salud de mamá es perfecta. Sorprendente para una mujer de sus años. Mucho mejor que la mía, hasta ahora —hizo una pausa antes de agregar—: Espero que se lo diría.
—La verdad, yo no sé nada de esto. Me preguntó por su corazón.
—¿Su corazón?
—Sí.
—Mi madre no padece del corazón. ¡En absoluto!
—Me alegra mucho saberlo, querida.
—¿Qué extraña idea se le habrá metido en la cabeza a Christian?
—Lo ignoro —repuso la señorita Marple.
El día siguiente transcurrió sin novedad aunque, no obstante, y según la señorita Marple, notábase una cierta tensión. Christian Gulbrandsen pasó la mañana en el Instituto, discutiendo con el doctor Maverick los resultados generales de su método. A primera hora de la tarde le llevó Gina a dar un paseo en automóvil, y luego pudo notar que insistía para que la señora Bellever le enseñase los jardines. Al parecer fue un pretexto para quedarse a solas con aquella arisca mujer. Y, sin embargo, si la visita de Christian Gulbrandsen era puramente por cuestión de negocios, ¿por qué deseaba la compañía de la señorita Bellever, que sólo se ocupaba de la parte doméstica de Stonygates?
Pero en todo eso la señorita Marple tenía que confesarse que se dejaba llevar por su imaginación. El único incidente real de aquel día se registró a eso de las cuatro de la tarde. Juana Marple había salido al jardín con idea de dar un paseo hasta la hora del té. Dando la vuelta a un grupo de rododendros se presentó Edgar Lawson, mascullando algo entre dientes, y casi tropieza con ella.
—Le ruego que me perdone —le dijo apresuradamente, pero la expresión de sus ojos sobresaltó a la anciana.
—¿Se encuentra usted bien, señor Lawson?
—¿Bien? ¿Por qué había de sentirme bien? He sufrido un golpe terrible… terrible…
—¿Qué clase de golpe?
El joven le dirigió una mirada furtiva, mirando luego inquieto a su alrededor, cosa que acrecentó el temor de la señorita Marple.
—¿Debo decírselo? —la miró vacilante—. No lo sé. La verdad,
no lo sé.
Me espían constantemente, me parece…
La anciana, tomando una determinación, le cogió del brazo con fuerza.
—Si seguimos ese sendero… Aquí, ahora… Aquí no hay arbustos ni árboles a nuestro alrededor. Nadie puede oírnos.
—No… Tiene usted razón —exhaló un profundo suspiro, inclinó la cabeza y su voz fue casi un susurro—. He hecho un descubrimiento. Un terrible descubrimiento.
—¿Qué descubrimiento?
Edgar Lawson comenzó a temblar. Casi lloraba.
—¡Haber confiado en alguien! Haber creído… y todo eran mentiras… todo mentiras… para evitar que descubrieran la verdad. No puedo soportarlo. Es demasiada maldad. Era la única persona en quien confiaba, y ahora he descubierto que todo el tiempo estaba engañándome. Él es mi enemigo. Es él quien me hacía seguir y espiar. Pero no podrá seguir haciéndolo. Le diré que sé lo que han estado haciendo.
—¿ Quién es él? —quiso saber la señorita Marple.
Edgar Lawson se irguió cuanto le fue posible. Pudo haber dado la sensación de dignidad y dramatismo, pero resultaba ridículo.
—Le estoy hablando de mi padre.
—El vizconde Montgomery… ¿O se refiere a Winston Churchill?
Edgar le dirigió una mirada de reproche.
—Me hicieron creer esto… para evitar que conociera la verdad. Pero un amigo me ha revelado la verdad y me ha hecho ver que he sido totalmente engañado. Bien, ¡mi padre tendrá que habérselas conmigo! ¡Le arrojaré a la cara sus mentiras! Veremos lo que dice a esto.
E interrumpiéndose de improviso, echó a correr desesperadamente.
Con expresión preocupada, la anciana regresó a la casa.
«Aquí todos estamos un poco locos», le había dicho el doctor Maverick.
Pero el caso de Edgar le pareció muy categórico.
Lewis Serrocold regresó a las seis y media. Detuvo su automóvil ante la puerta de la verja, y anduvo hasta la casa a través del parque. Desde la ventana de su habitación la señorita Marple pudo ver a Christian Gulbrandsen que salía a su encuentro. Los dos hombres, después de saludarse, comenzaron a pasear de un lado a otro de la terraza.
La señorita Marple había llevado sus prismáticos en prevención y creyó llegado el momento de utilizarlos. ¿Habían revoloteado unos verderones en las copas de aquellos árboles?
Antes de alzar los gemelos pudo comprobar que los dos hombres parecían seriamente preocupados. La señorita Marple los enfocó a lo lejos. Si alguno de ellos miraba hacia arriba, hubiera creído que algún pájaro ocupaba su atención. De vez en cuando llegaban hasta ella fragmentos de la conversación.
—«…cómo evitar que lo sepa Carrie Louise…» —decía Gulbrandsen.
Cuando volvieron a pasar bajo la ventana, era Lewis Serrocold quien hablaba.
—…«si pudiéramos evitárselo. Estoy de acuerdo contigo… es ella a quien debemos considerar ante todo…»
Otras frases sueltas llegaron hasta miss Marple.
—…«realmente serio…», «…no es justificable…›, «…una responsabilidad demasiado grande…», «tal vez fuese necesario pedir consejo…»
Al fin oyó a Christian Gulbrandsen.
—¡Atchis! Está refrescando. Será mejor que entremos.
La solterona apartóse de la ventana con expresión preocupada. Lo que acababa de oír era demasiado ambiguo para poder formar una opinión concreta…, pero contribuía a confirmar la sensación de vaga inquietud que había ido creciendo en su interior desde que Ruth Van Rydock estuvo tan expresiva.
Lo que estaba ocurriendo en Stonygates, fuera lo que fuese, afectaba definitivamente a Carrie Louise.
La cena resultó algo violenta. Gulbrandsen y Lewis estaban absortos en sus propios pensamientos; Walter Hudd, más ceñudo todavía que de costumbre; y por primera vez, Gina y Esteban tuvieron poco que decirse. Casi sostuvo todo el peso de la conversación el doctor Maverick, que discutió largamente con el señor Baumgarten, uno de los terapeutas, sobre cuestiones técnicas y otras cosas.
Cuando pasaron al vestíbulo, después de la comida Christian Gulbrandsen pidió que le disculparan, porque tenía que escribir una carta muy importante.