El truco de los espejos (17 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El truco de los espejos
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Vestía de negro, pero un negro etéreo y vaporoso. Su rostro blanco y sonrosado parecía inusitadamente pequeño bajo la corona de plata de sus cabellos, y había tal fragilidad en ella, que en seguida cautivó el corazón del inspector. En aquel momento comprendió muchas cosas que aquella mañana le dejaron perplejo. Ahora se daba cuenta de por qué todos querían evitar a Carolina Louise Serrocold cualquier preocupación.

«Y, no obstante —pensó—, no es de esas mujeres que arman un alboroto por nada…»

La señora Serrocold le saludó, y tras rogarle que se sentara, tomó asiento en una butaca muy próxima. Fue más bien ella quien procuró tranquilizarle. Al comenzar a interrogarla fue respondiendo a sus preguntas con presteza y sin la menor vacilación. El corte de la, luz, la disputa entre Lawson y su esposo, el disparo que oyeron…

—¿No le pareció que aquella explosión tuvo lugar en la casa?

—No. Creí que había sido en el exterior. Pensé que tal vez procediese del tubo de escape de algún auto.

—Durante el rato que su esposo y ese joven Lawson estuvieron en el despacho, ¿se fijó si alguien abandonaba el vestíbulo?

—Wally había ido a arreglar la luz. La señorita Bellever salió poco después… a buscar algo, pero no recuerdo qué.

—¿Quién más se marchó de allí?

—Nadie, que yo sepa.

—¿Y sin que usted lo supiera?

Reflexionó unos instantes.

—Pues…, es posible.

—¿Estaba completamente absorta en lo que oía, en las voces que llegaban del despacho?

—Sí.

—¿Y no sentía temor por lo que pudiera ocurrir allí dentro?

—No…, no, la verdad. No pensé que llegara a ocurrir nada.

—Pero Lawson tenía un revólver.

—Sí.

—¿Y amenazaba con él a su esposo?

—Sí, pero sin intención.

El inspector Curry sintióse invadir nuevamente por la exasperación. ¡Conque era como los demás!

—No es posible que pudiera tener esa seguridad, señora Serrocold.

—Pues estaba segura. Quiero decir en mi fuero interno. Como dice la gente joven… estaba representando una comedia. Eso es lo que yo pensé. Edgar es sólo un muchacho. Se puso a dramatizar como un tonto, imaginando que era un carácter valiente y desesperado. Viéndose como el héroe de una historia romántica. Estaba completamente segura de que nunca dispararía.

—Pero disparó, señora Serrocold.

Carrie Louise sonrió.

—Supongo que se dispararía el arma por casualidad.

El inspector Curry volvió a exasperarse.

—No fue casualidad. Lawson disparó dos veces… contra su esposo. Las balas debieron pasarle rozando.

Carrie Louise pareció sorprenderse y se puso seria.

—No puedo creerlo. Oh, sí… —se apresuró a decir ante el gesto de protesta del inspector—; claro que debo creerlo si usted me lo dice. Pero todavía sigo creyendo que debe de haber alguna sencilla explicación. Tal vez el doctor Maverick sepa explicármelo.

—Oh, sí, el doctor Maverick se lo explicará muy bien —dijo el inspector, sonriendo—. Él puede explicarlo todo. Estoy seguro.

Inesperadamente la señora Serrocold le dijo:

—Ya sé que mucho de lo que hacemos aquí le parecerá tonto y sin objeto, y pensará que los psiquíatras algunas veces son muy cargantes. Pero obtenemos buenos resultados, ¿sabe? Tenemos nuestros fracasos, pero también nuestros éxitos. Y lo que intentamos vale la pena. Y aunque probablemente no lo creerá, Edgar quiere mucho a mi esposo. Comenzó a decir todas estas tonterías de que Lewis era su padre, por lo mucho que desearía tener un padre como él. Pero lo que no puedo comprender es por qué se puso tan violento de repente. Estaba mucho mejor… prácticamente casi normal. Desde luego que a mí siempre me ha parecido una persona normal.

El inspector nunca quiso discutir este punto.

—El revólver con que Edgar Lawson amenazó a su esposo, pertenecía al marido de su nieta. Es de suponer que Lawson lo cogiera de la habitación de Walter Hudd. Ahora, dígame, ¿había visto antes este revólver?

Y él mostraba en la palma de la mano una pequeña pistola automática.

Carrie Louise la observó.

—La encontré en el taburete del piano. Ha sido disparada recientemente. No hemos tenido tiempo para comprobarlo con exactitud, pero me atrevería asegurar que es el arma con que mataron al señor Gulbrandsen.

—¿Y la encontró en el taburete del piano? —preguntó con el ceño fruncido.

—Bajo unas partituras de música… que yo diría no han sido tocadas hace años.

—¿Escondida entonces?

—Sí. ¿Recuerda quién se sentó al piano la noche pasada?

—Esteban Restarick.

—¿Estuvo tocando?

—Sí. Muy bajo. Una melodía extraña y melancólica.

—¿Cuándo dejó de tocar, señora Serrocold?

—¿Cuándo? No lo sé.

—¿Pero dejó de tocar? ¿No siguió tocando durante toda la pelea?

—No. La música cesó.

—¿Se levantó de su sitio?

—No lo sé. No tengo ni idea de lo que hizo hasta que se acercó a la puerta del despacho para probar una llave.

—¿Conoce alguna razón por la cual Esteban Restarick pudiera haber matado al señor Gulbrandsen.

—Ninguna —y agregó, pensativa—: No creo que le matara.

—Gulbrandsen pudo haber descubierto algo que le desacreditara.

—No lo creo probable.

El inspector Curry sintió un deseo irresistible de contestar:

—Cuando la rana críe pelo…, tampoco eso parece probable.

Era aquél un dicho de su abuela. Estaba seguro de que la señorita Marple debía de conocerlo.

Carrie Louise bajó la amplia escalera y tres personas salieron a su encuentro desde distintas direcciones. Gina venía del pasillo; la señorita Marple de la biblioteca y Julie Bellever del Gran Vestíbulo.

Gina fue la primera en hablar.

—¡Querida abuelita! —exclamó con cariño—. ¿Te encuentras bien? ¿Te han asustado o han empleado contigo el tercer grado, acaso?

—Claro que no, Gina. ¡Qué cosas se te ocurren! El inspector es muy amable y ha sido muy considerado.

—Como debía ser —repuso la señorita Bellever—. Ahora, Cara, acabo de recoger todas sus cartas y un paquete. Iba a subírselas en este momento.

—Llévalas a la biblioteca —le dijo Carrie Louise.

Y las cuatro fueron allí.

Carrie Louise tomó asiento y comenzó a abrir su correspondencia. Había lo menos veinte o treinta cartas.

Una vez abiertas, se las tendía a la señorita Bellever, que las colocaba en montoncitos, cuyo significado explicó a la señorita Marple.

—Hay tres categorías. Unas son… de los parientes de los muchachos. Ésas las entrego al doctor Maverick. Las que piden cosas, las despacho yo misma. Y el resto son personales… y Cara me dice cómo debe contestarlas.

Una vez hubo terminado de clasificar la correspondencia, la señora Serrocold dirigió su atención al paquete cuyo cordel cortó con unas tijeras.

Entre virutas, muy bien arreglada, apareció una caja de bombones atada con una cinta dorada.

—Alguien se ha creído que es mi cumpleaños —dijo la señora Serrocold con una sonrisa.

Quitó la cinta para abrir la caja. Dentro había una tarjeta, que Carrie Louise miró con ligera sorpresa.


«De Alex, con cariño»
—leyó—. Qué extraño que me enviara una caja de bombones el mismo día que iba a venir.

Una sospecha cruzó por la mente de la señorita Marple, quien se apresuró a decir:

—Espera, Carrie Louise. No los comas todavía.

La señora Serrocold pareció sorprenderse.

—Iba a daros a todas.

—Pues no lo hagas. Espera a que pregunte… ¿Sabes si Alex está en casa, Gina?

—Creo que ahora está en el vestíbulo —repuso ésta en seguida, yendo hasta la puerta para llamarle.

Alex Restarick apareció momentos después.

—¡Querida Madonna! ¿Ya estás levantada? ¿No ha sido nada?

Y acercándose a Carrie Louise, la besó cariñosamente en ambas mejillas.

La señorita Marple dijo:

—Carrie Louise quiere darle las gracias por los bombones.

Alex se sorprendió.

—¿Qué bombones?

—Éstos —repuso Carrie Louise.

—Pero si yo no te he enviado bombones, querida.

—La caja lleva su tarjeta —dijo la señorita Bellever.

Alex la miró.

—Pues es cierto. ¡Qué extraño! Es muy raro… Desde luego, yo no los he mandado.

—Qué cosa más extraordinaria —comentó la señorita Bellever.

—Parecen deliciosos —dijo Gina, mirando el contenido de la caja—. Mira, abuelita, los del centro son de licor. Tus preferidos.

La señorita Marple, con ademán resuelto, le arrebató la caja, y sin pronunciar palabra, salió de la estancia, yendo al encuentro de Lewis Serrocold. Le costó bastante encontrarle, porque se había ido al Colegio… y allí le encontró en la habitación del doctor Maverick. Puso la caja de bombones sobre la mesa. Lewis escuchó el breve resumen que le hizo de lo ocurrido. Su rostro se puso repentinamente tenso.

Con sumo cuidado, Lewis y el doctor fueron cogiendo los bombones uno por uno para examinarlos.

—Creo —dijo el doctor Maverick—, que éstos que he separado han sufrido alguna manipulación. ¿Ve usted la desigualdad de su parte inferior? Lo que hay que hacer ahora es analizarlos.

—Pero parece increíble —dijo la señorita Marple—. Pues todos los de esta casa podrían haber sido asesinados.

Lewis asintió, todavía con el rostro pálido y contraído.

—Sí. Hay una crueldad… —se interrumpió—. Me parece que, precisamente, estos bombones son de licor. Los favoritos de Carolina. Así que, ya ven, hay cierta intención tras todo esto.

La señorita Marple repuso tranquilamente, con calma:

—Si es como usted supone… si hay… veneno… en esos bombones, me temo que Carrie Louise debe saber lo que ocurre. Debe estar sobre aviso.

—Sí —contestó Lewis, con pesadumbre—. Tendrá que saber que alguien quiere asesinarla. Creo que le va a parecer realmente Imposible.

Capítulo XVI

—¡Ah!, señorita. ¿Es cierto que está actuando un terrible envenenador?

Gina echóse hacia atrás el cabello que le caía sobre la frente y dio un respingo al oír aquella pregunta. Llevaba manchas de pintura en la cara y en los pantalones. Junto con sus ayudantes, seleccionados entre los muchachos, había estado muy atareada pintando para su próxima producción teatral un telón de fondo que representaba una puesta del Sol en el Nilo. Fue uno de sus ayudantes quien hizo la pregunta. Ernie, el muchacho que le había dado lecciones sobre el modo de abrir las cerraduras. Sus dedos eran igualmente hábiles en el manejo de las herramientas de carpintería, y era uno de los más entusiastas de la sección teatral.

Ahora sus ojos estaban brillantes.

—¿De dónde sacaste esa idea? —preguntó Gina, Indignada.

Ernie le guiñó un ojo.

—Es de lo que se habla en los dormitorios —repuso—. Pero, escuche, señorita, no fue ninguno de nosotros… Nada de eso. Nadie podría hacerle daño a la señora Serrocold. Ni siquiera Jerkins se atrevería a engañarla. Es distinto si se tratara de esa vieja bruja. Ninguno quisiéramos envenenarla, ninguno.

—No hables así de la señorita Bellever.

—Lo siento, señorita. Se me escapó. ¿Qué veneno es ése, señorita? ¿Estricnina? Le hace doler a uno la espalda, y tener una agonía terrible. ¿O era ácido prúsico?

—No sé de lo que me estás hablando, Ernie.

Ernie volvió a dedicarle un guiño.

—¡Vaya que no! El señor Alex lo hizo, según dicen, Le trajo bombones de Londres. Pero eso es mentira. El señor Alex no haría una cosa así, ¿verdad, señorita?

—Claro que no —dijo Gina.

—Es más probable que lo hiciera el señor Baumgarten. Cuando nos da clase, pone unas caras terribles, y creemos que es un vampiro.

—Quita de ahí la trementina.

Ernie obedeció mientras murmuraba como para sí:

—¡Valiente vida! Ayer quitaron de en medio al viejo Gulbrandsen y ahora un envenenador secreto. ¿No cree que puede ser la misma persona? ¿Qué diría usted, señorita, si le dijera que sé quién lo mató?

—No es posible que tú lo sepas.

—¿Que no? Suponga que estuviera fuera ayer noche y lo viera.

—¿Cómo iba a ser posible que estuvieses fuera? El Colegio se cierra a las siete, después de pasar lista.

—Después de pasar lista…, yo puedo salir cuando quiero, señorita. Los cerrojos no significan nada para mí. Salgo a pasear por el parque sólo para divertirme.

—Quisiera que dejases de decir mentiras, Ernie.

—¿Quién las dice?

—Tú. Mientes y te jactas de cosas que nunca has hecho.

—Eso es lo que usted dice, señorita. Espere a que vengan los polis y me pregunten lo que vi la noche pasada.

—Y bien, ¿qué viste?

—¡Ah! —replicó Ernie—. ¿Le gustaría saberlo?

Gina hizo ademán de perseguirle y Ernie retiróse estratégicamente. Esteban salía por el otro lado del teatro y fue a reunirse con Gina. Discutieron algunos asuntos técnicos y luego caminaron juntos en dirección a la casa.

—Parece que todos saben lo de la abuelita y los bombones —dijo Gina—. Me refiero a los muchachos. ¿Cómo se habrán enterado?

—Nos habrán oído hablar.

—Y saben lo de la tarjeta de Alex. Esteban, ¿no te parece una tontería haber puesto la tarjeta de Alex en la caja cuando precisamente iba a venir?

—Sí, pero ¿quién sabía que iba a venir? Lo decidió de sopetón y envió un telegrama. Probablemente, entonces, ya habrían enviado la caja al correo, y si no llega a venir, hubiera sido una buena idea, porque algunas veces le manda bombones a Carolina.

Y prosiguió:

—Lo que no puedo comprender es…

—… que haya alguien que quiera matar a abuelita —le atajó Gina—. Lo sé. ¡Es inconcebible! Es tan adorable… que absolutamente todos tienen que adorarla forzosamente.

Esteban no respondió, mientras Gina le observaba fijamente.

—¡Sé lo que estás pensando, Esteban!

—¿Qué?

—Estás pensando que Wally… no la adora. Pero Wally no es capaz de envenenar a nadie. Es una idea ridícula.

—¡La esposa fiel!

—No lo digas en ese tono de burla.

—No tenía intención de burlarme. Creo que lo eres. Por eso te admiro; pero, querida Gina, ya sabes que no puedes ocultarlo.

—¿Qué quieres decir, Esteban?

—Lo sabes muy bien. Tú y Wally no sois el uno para el otro. Es una de esas cosas que saltan a la vista. Él también lo sabe. Cualquier día llegará la ruptura, y los dos seréis mucho más felices.

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