El truco de los espejos (13 page)

Read El truco de los espejos Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El truco de los espejos
5.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Quiere decir que mientras se desarrollaba aquella escena, cualquiera pudo haber salido del vestíbulo, recorrer el pasillo, disparar contra el señor Gulbrandsen y regresar sigilosamente?

—Me parece que ello hubiera sido posible.

—¿Puede usted afirmar que todos estuvieron allí durante todo el tiempo?

—Pues, la señora Serrocold… porque la observaba. Estaba sentada muy cerca de la puerta del despacho y no se movió de su sitio. Me sorprendió que pudiera conservar la calma.

—¿Y los otros?

—La señorita Bellever salió…, pero me parece… estoy casi segura… que lo hizo después del disparo. Y la señorita Strete… la verdad, no lo sé. Estaba sentada a mi espalda. Y Gina junto a la ventana.
Creo
que permanecería, allí todo el tiempo, pero, claro, no puedo asegurarlo. Esteban estaba ante el piano y dejó de tocar cuando la disputa se fue acalorando.

—No debemos guiarnos por la hora en que oyeron el disparo —dijo el inspector Curry—. Es un truco que se ha empleado varias veces. Se hace sonar un disparo para fijar la hora de un crimen, pero equivocada. Si la señorita Bellever hubiera tramado algo así (es mucho suponer… pero nunca se sabe), entonces hubiese podido marcharse libremente, como lo hizo, después de sonar el disparo. No, no hay que guiarse por eso. Tenemos que contar desde que Christian Gulbrandsen abandonó el vestíbulo hasta el momento en que la señorita Bellever lo encontró muerto, y eliminar sólo a las personas que sabemos no tuvieron oportunidad. De este modo quedan descartados Lewis Serrocold y el joven Edgard Lawson, que se encontraba en el despacho, y la señora Serrocold, que usted sabe estaba en el vestíbulo. Desde luego es una complicación que Gulbrandsen fuese asesinado la misma noche que tuvo lugar esa amenaza entre Serrocold y Lawson.

—¿Sólo una complicación? ¿Lo cree usted así? —murmuró con cierta ironía la señorita Marple.

—Oh, ¿y qué opina usted?

—Se me ocurre que pudo ser
fingido.

—¿Qué es lo que supone?

—Pues… todo el mundo parece encontrar muy extraño que Edgar Lawson sufriera una recaída tan de improviso. Siempre ha tenido ese complejo, o como se llame, sobre su padre desconocido. Tan pronto era Winston Churchill como el vizconde Montgomery…, cosa muy natural, dado su estado de ánimo. Para el caso, cualquier hombre famoso que le venía a la memoria. Más supongamos que alguien le mete en la cabeza la sugestiva idea de que Lewis Serrocold es su verdadero padre, y que es él quien le persigue… y que tiene derecho a ser el heredero de la corona de… Stonygates. En su estado de debilidad mental acepta la idea… que se convierte en un puro frenesí y más pronto o más tarde dará lugar a la escena… que todos oímos. ¡Y qué coartada tan maravillosa sería! Todo el mundo tendría puesta su atención en la peligrosa situación… sobre todo si alguien le había provisto de un revólver.

—¡Ummmm! Sí. El revólver de Walter Hudd.

—Oh, sí —continuó la señorita Marple—. Ya he pensado en eso. Pero ya sabe que Walter es poco comunicativo, arisco y escasamente amable, pero no le creo tan estúpido.

—¿Así no cree que fuese Walter?

—Creo que todo el mundo se sentiría aliviado si fuese Walter. Eso no resulta muy caritativo, pero es porque es el único extraño en la casa.

—¿Y qué me dice de su esposa? —le preguntó el inspector Curry—. ¿También se sentiría aliviada?

La señorita Marple no contestó. Pensaba en Gina y Esteban Restarick tal como los viera juntos el día de su llegada. Y en el modo cómo los ojos de Alex buscaron a Gina cuando entró en el vestíbulo la noche anterior. ¿Cuál era la actitud de Gina?

Dos horas más tarde, el inspector Curry, echándose hacia atrás en su silla, suspiró, y dijo:

—Bien, hemos aclarado, muchas cosas.

El sargento Lake asintió:

—Los criados han salido —le dijo—. Estuvieron todos juntos durante los momentos críticos… los que duermen aquí. Los demás se habían ido ya a sus casas.

Curry comenzaba a sentir fatiga mental. Había entrevistado a psicoterapeutas, profesores, y a los «dos jovencitos» que habían cenado con la familia aquella noche. Todas las declaraciones concordaban. Los hábitos y actividades eran comunes a todos ellos. No eran seres solitarios, lo cual proporcionaba espléndidas coartadas. Curry había reservado su entrevista con el doctor Maverick para el final, pues era la persona más importante en el Instituto.

—Hágale pasar ahora, Lake.

Y entró el joven doctor, pulido y apuesto, y con una mirada bastante fría tras sus lentes sujetos sobre el puente de la nariz.

Maverick confirmó las declaraciones de sus colegas y estuvo de acuerdo con los descubrimientos hechos por Curry. No hubo ni la más ligera negligencia en el personal del colegio, y, por lo tanto, no pudo escaparse nadie. La muerte de Christian Gulbrandsen no podía achacarse a «los jóvenes pacientes», como les llamaba Curry, sugestionado por el ambiente médico.

—Pero si son eso precisamente, inspector —le dijo el doctor Maverick con una sonrisa.

Era una sonrisa de suficiencia, y el inspector Curry no hubiera sido humano de no haberse resentido un tanto. Le dijo en tono profesional:

—¿Y en cuanto a sus propios movimientos, doctor Maverick? ¿Puede darme cuenta de ellos?

—Desde luego. He redactado una nota, con las horas aproximadas, para entregársela a usted.

El doctor Maverick había abandonado el Gran Vestíbulo a las nueve y quince minutos, en compañía del señor Lasy y el doctor Baumgarten, donde permanecieron los tres discutiendo ciertos tratamientos hasta que la señorita Bellever llegó corriendo para pedir al doctor Maverick que fuese al Gran Vestíbulo. Eso ocurrió aproximadamente a las nueve y media. Acudió en seguida y encontró a Edgar Lawson en un estado lamentable.

El inspector Curry se removió en su asiento.

—Aguarde un momento, doctor Maverick. ¿Este joven, en su opinión, es en definitiva un caso mental?

El doctor Maverick volvió a exhibir su sonrisa de superioridad.

—Todos lo somos, inspector Curry.

«Qué respuesta tan tonta», pensó el inspector. Sabía muy bien que
él
no era un caso mental, dijera lo que dijera el doctor Maverick.

—¿Es responsable de sus actos? Me figuro que sabe lo que hace.

—Desde luego.

—Entonces, cuando disparó contra el señor Serrocold, ¿fue un intento de asesinato?

—No, no inspector Curry. Nada de eso.

—Vamos, doctor Maverick. He visto las dos balas en la pared. Debieron pasar rozando la cabeza del señor Serrocold.

—Quizá. Pero Lawson no tuvo intención de matar al señor Serrocold, ni siquiera herirle. Le quiere mucho.

—Es un modo curioso de demostrarlo.

El doctor Maverick volvió a sonreírle. El inspector Curry encontraba muy cargante su sonrisa.

—Todo lo que hacemos es intencionado. Cada vez que usted, inspector, olvida un nombre o una cara, es porque, inconscientemente, desea olvidarlo.

El inspector le miraba incrédulo.

—Cada vez que su lengua se equivoca, ese error tiene un significado. Edgar Lawson estaba a muy poca distancia del señor Serrocold. Hubiera podido matarle con facilidad, y en vez de eso, erró el tiro. ¿Por qué? Porque quiso fallar. Es bien sencillo. El señor Serrocold no estuvo en peligro… y se daba perfecta cuenta de ello. Comprendió la actitud de Edgar en su exacto significado… un gesto de desafío y resentimiento contra el universo que le había negado hasta las necesidades de toda vida infantil… seguridad y afecto.

—Creo que me agradaría ver a ese joven.

—Como usted guste. Su arrebato de la noche pasada ha tenido un efecto catártico. Hoy está muy mejorado. El señor Serrocold se alegrará mucho.

El inspector Curry le miró de hito en hito, pero el joven médico seguía tan serio como siempre.

Curry suspiró.

—¿Tiene usted algo de arsénico? —quiso saber.

—¿Arsénico? —La pregunta le cogió por sorpresa. Era evidente que no la esperaba—. Qué pregunta más curiosa. ¿Por qué arsénico?

—Limítese a contestar, por favor.

—No. No tengo arsénico de ninguna clase en mi poder.

—¿Pero tiene drogas?

—Oh, claro. Sedantes… Morfina… lo corriente.

—¿Es usted quien atiende a la señora Serrocold?

—No. El doctor Gunter, de Market Kimble, es el médico de la familia. Naturalmente que tengo mi título de médico, pero sólo me dedico a la psiquiatría.

—Ya. Bien, muchísimas gracias, doctor Maverick.

Cuando se hubo marchado el joven doctor, el inspector Curry le dijo a Lake que los psiquiatras le daban dolor de estómago.

—Ahora seguiremos con la familia. Primero veré a Walter Hudd.

La actitud del joven era recelosa. Parecía estar estudiando al policía, mas mostróse deseoso de cooperar.

Había algunos hilos eléctricos muy defectuosos en Stonygates; todo el sistema eléctrico era muy anticuado. En los Estados Unidos ya no se utilizaba nada parecido.

—Creo que fue instalado por el fallecido señor Gulbrandsen cuando la luz eléctrica era una novedad —dijo el inspector con una ligera sonrisa.

—¡No me extraña! Los señores feudales ingleses son muy agradables, pero nunca están al día.

El fusible que controlaba la mayoría de las luces del Gran Vestíbulo se había fundido y tuvo que ir a cambiarlo. Luego regresó.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera del vestíbulo?

—Pues no puedo decirle con exactitud. Tuve que buscar una escalera y una vela. Puede que tardara diez minutos… o tal vez un cuarto de hora.

—¿Oyó usted un disparo?

—Pues no, no oí nada parecido. En la cocina hay doble puerta y una de ellas está forrada con una especie de fieltro.

—Ya. Y al volver al vestíbulo, ¿qué vio?

—Estaban todos reunidos alrededor de la puerta del despacho del señor Serrocold. La señora Strete dijo que habían disparado contra él…, pero luego resultó que no. El señor Serrocold estaba perfectamente bien.

—¿Reconoció el revólver?

—¡Claro que lo reconocí! Era mío.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Dos o tres días antes.

—¿Dónde lo guardaba?

—En un cajón en mi cuarto.

—¿Quién sabía que estaba allí?

—Ignoro quién lo podía saber en esta casa.

—¿Qué quiere usted decir con eso, señor Hudd?

—Bah, todos están locos.

—Cuando entró en el vestíbulo, ¿estaban todos allí?

—¿A qué se refiere cuando dice todos?

—A las mismas personas que estaban allí cuando usted fue a reparar el fusible.

—Estaba Gina… y la anciana de cabellos blancos… y la señorita Bellever… No me fijé mucho, pero creo que era así.

—El señor Gulbrandsen llegó antes, de ayer, de improviso, ¿no es así?

—Me figuro que sí. Creo que tal era su costumbre.

—¿Le pareció que alguien estuviese preocupado por su llegada?

Walter Hudd tardó unos segundos en contestar.

—Pues no; yo no diría eso.

Una vez más hubo cierto recelo en su voz.

—¿Tiene usted la idea del motivo de su venida?

—Me figuro que sería a propósito del Trust Gulbrandsen. Todo este «aparato» es una locura.

—Pues ustedes tienen también estos «aparatos» en los Estados Unidos.

—Una cosa es fundar una obra y otra es darle el toque personal como hacen aquí. Ya tuve bastante con los psiquiatras del ejército. Este lugar está plagado de ellos. Enseñan a los jóvenes delincuentes a hacer cestos de rafia y pipas de madera. ¡Juegos de niños! ¡Qué simpleza!

El inspector Curry no hizo comentario alguno. Posiblemente estaba de acuerdo.

—¿Así que no tiene idea de quién pudo matar al señor Gulbrandsen?

—Yo diría que uno de los muchachos del colegio practicando su habilidad.

—No, señor Hudd. Eso queda descartado. El colegio, a pesar de su atmósfera cuidadosamente estudiada para dar la sensación de libertad, no es más ni menos que un lugar de cautividad y se rige como todos los centros similares. Nadie puede entrar y salir después de oscurecer y cometer un crimen impunemente.

—¡Yo no lo aseguraría mucho! Bien… si quiere limitarse a los de la casa, yo diría que el principal sospechoso es Alex Restarick.

—¿Por qué dice eso?

—Él pudo actuar. Llegó solo en su automóvil.

—¿Y por qué iba a matar a Christian Gulbrandsen?

Walter encogióse de hombros.

—Yo soy un extraño. No conozco los asuntos de la familia. Tal vez el viejo hubiera oído algo sobre Alex y estuviera dispuesto a contárselo a Serrocold.

—¿Con qué resultado?

—Podían contarle la subvención. Él puede gastar dinero…, o de todos modos gasta mucho.

—¿Se refiere… a sus representaciones teatrales?

—¿Es así como él las llama?

—¿Insinúa que pudiera ser de otro modo?

—No lo sé —repuso.

Walter Hudd volvió a encogerse de hombros.

Capítulo XIII

Alex Restarick estaba muy nervioso. Incluso accionaba con las manos.

—¡Lo sé, lo sé! Resulta que soy el más sospechoso. Llegué en mi automóvil, y mientras me acercaba a la casa tuve un momento de inspiración. No espero que ustedes me comprendan. ¿Cómo iban a comprenderme?

—Tal vez sí —expresó Curry secamente, pero Alex continuaba:

—¡Es una de esas cosas que le ocurren a uno sin saber como ni cuando! Un efecto… una idea… y todo lo demás se olvida. Voy a estrenar «Noche de niebla» el mes próximo. De pronto… ayer noche… la escena es maravillosa. La luz perfecta. Niebla… y las luces filtrándose a través, y reflejando apenas la gran mole de edificios. ¡Todo ayudaba! Los disparos… pasos apresurados… el chu-chu del motor eléctrico, que podía haber sido una lancha que recorriera el Támesis. Y pensé… eso es… pero, ¿qué voy a utilizar para lograr esos efectos… y…?

El inspector Curry cortó por lo sano:

—¿Oyó usted disparos? ¿Dónde?

—Fuera de la niebla, inspector. —Alex alzó las manos… unas manos muy bien cuidadas—. Fuera de la niebla. Eso fue lo más maravilloso de todo.

—¿Y no se le ocurrió pensar que era algo extraño?

—¿Extraño? ¿Por qué?

—¿Es que los disparos son una cosa corriente?

—Ah, ya sabía yo que no iba a comprenderme. Los disparos cuadraban perfectamente en la escena que yo estaba creando. Yo deseaba esos disparos. Peligro… opio… negocios sucios. ¿Por qué iba a importarme de dónde salían en realidad? Podían ser explosiones del motor de cualquier camión que pasara por la carretera… Un cazador furtivo persiguiendo algún conejo.

Other books

Neveryona by Delany, Samuel R.
The King of Attolia by Megan Whalen Turner
Bayou Nights by Julie Mulhern
The Taste of Night by Vicki Pettersson
SELFLESS by Lexie Ray
August Moon by Jess Lourey