—¿Qué hacemos con él? —preguntó su acompañante en voz baja, arrepentido y doliéndole aún el error cometido.
—Arrójalo al Corredor y envíalo al País del Destierro.
Después de dar esta orden, la bruja —ahora Mosiah— se puso en pie.
—¡No!
Mosiah intentó desasirse de las fuertes manos del Señor de la Guerra que tiraban de él para ponerlo en pie, pero con el más mínimo movimiento las espinas se clavaban en su cuerpo. Se desplomó, lanzando un grito de angustia.
—¡Joram! —aulló desesperado al ver abrirse entre el follaje el oscuro agujero del Corredor—. ¡Joram! —gritó, esperando que su amigo lo oyese, sabiendo no obstante en el fondo de su corazón que era inútil—. ¡Huye! ¡Es una trampa! ¡Huye!
El brujo lo arrojó al interior del Corredor. Éste empezó a cerrarse lentamente sobre él. Las espinas le atravesaron la carne; la sangre empezó a manar tibia por su cuerpo. Mirando al exterior, consiguió ver todavía a la bruja —ahora él mismo— que lo observaba con atención y mostraba un rostro —que ahora era el suyo— totalmente inexpresivo.
Entonces, la mujer extendió las manos.
—Es lo que está de moda —se dijo a sí mismo.
Mosiah no estaba seguro de lo que sucedió después de aquello. Misericordiosamente, perdió el conocimiento en el Corredor. Cuando volvió en sí, dos días más tarde, se hallaba en el tosco poblado de los Hechiceros en el País del Destierro. Andon, su anciano y bondadoso jefe, estaba junto a él, como también estaba un
Theldara
—un hacedor de salud— y un catalista que el príncipe Garald había enviado al poblado de los Hechiceros. Mosiah suplicó que le explicaran qué había sucedido con sus amigos, pero nadie de aquel aislado pueblo pudo —o quiso— complacerlo.
Las semanas siguientes lo colmaron de un horrible dolor mientras estaba despierto y de terribles pesadillas que lo asediaban durante el sueño, que le procuraban mediante artes mágicas. Luego oyó —en una conversación, mantenida en susurros, que se suponía que no debía oír— del destino que habían seguido Joram y Saryon. Se enteró del trágico sacrificio del catalista, y de cómo Joram se había adentrado voluntariamente en el Más Allá.
El mismo Mosiah estuvo a las puertas de la muerte. El
Theldara
intentó cuanto estaba a su alcance, pero tuvo que confesar a Andon que la Vida mágica del muchacho no procuraba salvarle la vida. A Mosiah no le importaba. Morir resultaba más fácil que vivir con aquel dolor.
Un día, Andon le comunicó que tenía visita: dos personas que habían sido traídas al pueblo por orden del príncipe Garald. Mosiah no podía imaginar quiénes podrían ser y tampoco le importaba demasiado... Y de repente se encontró rodeado por los brazos de su madre, que bañaba con sus lágrimas las heridas del muchacho. La voz de su padre sonó en sus oídos. Suavemente, con ternura, las manos de sus progenitores, ásperas y ajadas por el trabajo, condujeron a su hijo de vuelta a la vida.
El recuerdo de aquel dolor y su desesperación abrumó a Mosiah de tal forma que le pareció como si el Corredor lo estuviera sofocando. Afortunadamente el viaje fue corto, y la sensación de pánico se aplacó cuando el Corredor volvió a abrirse. No obstante, el terror fue reemplazado por sentimientos más profundos, aunque no menos afligidos, sentimientos de dolor y de pena. Mosiah salió del Corredor apretando los dientes con fuerza, intentando infundirse ánimos. Aunque jamás había visitado las Tierras de la Frontera, se había familiarizado con ellas y sabía lo que podía esperar.
Una playa de fina arena blanca, salpicada aquí y allá por pequeñas extensiones de matorral que finalmente, cerca de las cambiantes brumas grises que conducían al Más Allá, desaparecían por completo dejando las márgenes tan desnudas y desabridas como un hueso roído. Sobre esta playa desierta estarían los Vigilantes y, con ellos, Saryon, su cuerpo convertido en piedra.
«La visión no resulta tan aterradora como uno podría imaginar», Mosiah había oído contar al príncipe Garald a un grupo que se había reunido a su alrededor durante una fiesta celebrada no hacía mucho tiempo. «Una expresión de paz baña el rostro de piedra del hombre, y produce casi la envidia ajena, porque es una paz que ningún ser vivo puede experimentar.»
Mosiah se sintió escéptico con respecto a esta afirmación. Esperaba que así fuese, que Saryon hubiera encontrado la fe que como sacerdote había perdido, pero no lo creía. Radisovik había dicho que Garald poseía un defecto: la guerra lo llenaba de alegría. Eso era cierto y, si tenía otro defecto, éste era que tendía a ver en las personas y los acontecimientos lo que él quería ver y no necesariamente la esencia de su realidad.
La figura de piedra de Saryon contemplaría eternamente el Más Allá, las movedizas y cambiantes brumas de la Frontera mágica, que se retorcían sobre ellas mismas en interminables remolinos y espirales.
—Las Tierras de la Frontera son un lugar tranquilo y calmado —dijo Garald con voz seria al grupo que le escuchaba—. Contemplándolas, nadie sospecharía las tragedias que tienen lugar en esa Playa de la Muerte.
Tranquilo...
Calmado...
Poniendo los pies sobre la arena, saliendo del Corredor, Mosiah fue derribado por una tremenda ráfaga de aire.
No podía ver. La arena le golpeaba el rostro y le resultaba casi imposible abrir los ojos. El viento era increíblemente fuerte, no se parecía a nada que hubiera experimentado jamás, aunque en una ocasión sufrió una pavorosa tormenta conjurada por dos grupos enfrentados de
Sif-Hanar
. Luchó por ponerse en pie, pero el intento constituía una batalla perdida de antemano y se hubiera visto arrastrado por la playa como las plantas arrancadas que pasaban volando junto a él, enredándose entre sus piernas, si una fuerte mano no hubiera aparecido para sujetar la suya.
Sabiendo que no podría soportar mucho más, Mosiah activó rápidamente una burbuja mágica que los rodeó a él y a la persona que lo había salvado. La estructura los envolvió a ambos al instante, rodeándolos de calma y tranquilidad y dejando fuera el viento.
Mosiah parpadeó, frotándose los ojos para eliminar la arena, intentando observar a quien lo había ayudado, mientras se preguntaba qué podría conducir a nadie hasta la Frontera. Sus ojos vieron el revoloteo de un pedazo de seda naranja y se le cayó el alma a los pies.
—Vaya, viejo amigo —le llegó una voz demasiado conocida—, te lo agradezco enormemente. No sé por qué no pensé en ese escudo. Me lo estaba pasando estupendamente siendo arrastrado de un lado para otro como esas divertidas plantitas que nunca echan raíces sino que van dando tumbos por la arena. He creado un nuevo estilo de vestir. Lo llamo
Ciclón
. ¿Te gusta?
Mosiah lanzó una feroz mirada de disgustada sorpresa a la figura que se encontraba junto a él en el interior de la burbuja mágica.
—Simkin —refunfuñó, escupiendo arena—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Vamos, es el Día de Almin. Siempre vengo aquí el Día de Almin. ¿Qué has dicho? ¿Que es jueves? Bueno —se encogió de hombros—, ¿qué significa un día más o menos entre amigos? —Alzando los brazos, le mostró sus ropas—. ¿Qué te parece?
Mosiah miró al barbudo joven con repugnancia. Todo lo que Simkin llevaba —desde la chaqueta azul de brocado hasta el chaleco de seda violeta, pasando por sus relucientes pantalones verdes— estaba del revés, y no sólo esto era lo sorprendente, sino el que, además, llevaba su ropa interior encima del resto de su vestimenta. Sus cabellos estaban erizados y su normalmente lisa barba se hallaba toda revuelta.
—Creo que tienes aspecto de payaso, como siempre —masculló Mosiah—. ¡Y si hubiera sabido que eras tú te hubiera dejado que siguieras adelante hasta estrellarte de cabeza contra las montañas!
—He sido
yo
quien te ha salvado
a ti
, ¿recuerdas? —repuso Simkin con voz lánguida—. Qué humor más espantoso tienes hoy. Tu cara acabará paralizándose con esa expresión, ya te lo he dicho muchas veces. Hace que me venga a la memoria el cadáver del Duque de Tulkinghorn, que no se murió sino que sencillamente se convirtió en una forma cada vez más repugnante hasta que desapareció. No sé
qué
es lo que tienes contra mí, querido muchacho. —Simkin hizo aparecer un espejo y se contempló en él con placer, estirando aún más su barba para aumentar el efecto.
—¡Oh, no lo sabes! —le espetó Mosiah rabioso—. Había tan sólo unas pocas personas que sabían que nos encontraríamos en la Arboleda aquella noche: Joram, Saryon, tú y yo, y, por lo que parece, ¡los
Duuk-tsarith
! Supongo que se debió simplemente a la más pura de las coincidencias.
Bajando el espejo, Simkin se quedó mirando a Mosiah con incredulidad.
—¡No puedo creerlo! —exclamó en tono trágico—. ¡Todo este tiempo has imaginado que yo era un traidor! ¡Yo! —Arrojando el espejo contra la arena, Simkin se llevó las manos al pecho—. ¡Pártete! ¡Pártete, corazón! —gimió—. ¡Ojalá este demasiado mancillado pedazo de carne se marchitase!
—Deja eso, Simkin —atajó Mosiah con frialdad, apenas capaz de controlar un vivo deseo de agarrar al joven por el cuello y estrangularlo—. Tus juegos ya no resultan divertidos.
Mirando a Mosiah por debajo de sus agitados párpados, Simkin se irguió de repente, se alisó los cabellos y cambió sus ropas por un conjunto muy correcto y conservador de seda gris con encaje blanco, botones hechos con perlas y un pañuelo malva muy acorde con el conjunto. Mientras se ajustaba el encaje a la muñeca, comentó en tono aparentemente trivial:
—No tenía ni idea de que abrigases ese resentimiento. Debieras haberlo dicho antes. Saryon fue el traidor, como te he contado ya otras veces. No me negarás que el príncipe Garald no tiene sus canales para descubrir la verdad. Pregúntale a él, si no me crees a mí.
—No te creo y lo he hecho —repuso Mosiah, con cara de pocos amigos—. Y nadie sabe nada... si es que hay algo que saber...
—¡Oh! Por supuesto —interpuso Simkin.
Mosiah sacudió la cabeza exasperado.
—En cuanto a que el catalista nos traicionó, he oído esa loca historia que fraguaste sobre Saryon y Joram y no la creo. Él Padre Saryon nunca nos hubiera traicionado a nosotros y...
—¿... Yo sí? —terminó la frase Simkin, alisándose los cabellos. Con un movimiento de la mano hizo aparecer el pañuelo de seda naranja y se lo pasó por la nariz—. Tienes razón, desde luego —continuó imperturbable—. Podría haberos traicionado, pero sólo si las circunstancias empezaban a resultar aburridas. Tal y como se desarrollaron los acontecimientos, no tuve que recurrir a esa argucia. Tienes que admitir que nos lo pasamos muy bien allá en la vieja Merilon.
—¡Bah! —Apartando la mirada enojado del remilgado Simkin, Mosiah observó desde el refugio que le proporcionaba el escudo los remolinos que formaban la arena y el rugiente viento—. No sabía que se producían tormentas así en la Frontera. ¿Cuánto tiempo durará? —preguntó con frialdad, dejando bien claro que le hablaba a Simkin únicamente porque necesitaba información—. ¡Y haz que tu respuesta sea breve! —añadió despreciativo.
—No se producen, y mucho, mucho tiempo —replicó Simkin.
—¿Qué? —inquirió Mosiah irritado—. Aclara tus palabras.
—No es necesario —replicó Simkin, ofendido—. Me has dicho que fuera breve.
—Bien, pues no precisas serlo tanto —se corrigió Mosiah, sintiéndose más y más incómodo cuanto más tiempo permanecía a su lado.
A pesar de que era casi mediodía, estaba tan oscuro como si fuera de noche y la penumbra crecía cada vez más. Aunque estaba protegido por el escudo, Mosiah se daba cuenta de que la fuerza del viento iba en aumento, en lugar de amainar, y tenía que utilizar cada vez más Energía Vital para mantener aquella burbuja mágica alrededor de ellos. Percibía claramente cómo sus fuerzas empezaban a agotarse y sabía que no podría mantener el parapeto en su lugar durante mucho más tiempo.
—¿Vas a seguir insultándome? —interrogó Simkin altanero—. Porque si es así, no voy a decir ni una palabra.
—No —refunfuñó Mosiah.
—¿Y sientes haberme acusado de traición?
Mosiah no contestó.
Simkin, con las manos cruzadas a la espalda, contempló cómo soplaba furioso el viento en el exterior.
—Me gustaría saber hasta dónde podría llegar uno antes de verse arrojado contra algo grande y sólido como un roble...
—¡De acuerdo, lo siento! —exclamó Mosiah malhumorado—. ¡Ahora dime qué está ocurriendo!
—Muy bien. —Simkin alzó la barbilla con desdén—.
Nunca
hay tormentas en las Tierras de la Frontera. Esta circunstancia está relacionada con las fronteras mágicas o algo parecido, y, por lo tanto, en lo referente a la duración de este torbellino en particular, tengo el presentimiento de que se prolongará por mucho tiempo. Más tiempo, imagino, del que ninguno de nosotros pudiera sospechar.
Esto último fue dicho en voz baja, mientras el rostro de Simkin se volvía cada vez más solemne al observar el exterior de la burbuja mágica y contemplar la arena que el viento transportaba.
—¿Podemos andar dentro de este artefacto? —preguntó Simkin de repente—. ¿Puedes moverlo y a nosotros con él?
—Su... supongo que sí —rezongó Mosiah de mala gana—. Aunque necesitaré gran cantidad de energía y empiezo a sentirme bastante débil...
—No te preocupes. No permaneceremos mucho más aquí —interrumpió Simkin—. Dirige en aquella dirección. —Se la indicó con la mano.
—¡Podrías ayudarme a mantener el escudo en su lugar!, ¿sabes? —le recriminó Mosiah mientras avanzaban pesadamente sobre la arena.
No tenía la menor idea de adónde se dirigían, ya que le resultaba completamente imposible divisar nada.
—La verdad es que no podría —afirmó Simkin—. Estoy demasiado fatigado. Hacer que las ropas de uno salgan volando y luego regresen quedando las interiores en el exterior y del revés desgasta en exceso. No está lejos.
—¿El qué no está lejos?
—La estatua del catalista, claro. Pensaba que habías venido para verla.
—¿Cómo lo sabías...? Oh, déjalo —repuso Mosiah con voz cansina, perdiendo el equilibrio cada vez que la arena se movía debajo de sus pies—. Has dicho que merodeabas a menudo por este lugar. ¿Por qué? ¿Qué es lo que haces?
—Le hago compañía al catalista, claro está —contestó Simkin, contemplando a Mosiah con aspecto santurrón—. Ocupación para la que tú no dispones de tiempo. El que al pobre hombre lo hayan convertido en piedra no significa que haya perdido sus sentimientos. Debe aburrirse terriblemente, allí quieto todo el día, mirando a la nada, con palomas posándose sobre su cabeza, y ese tipo de incidencias. Sería diferente si las palomas resultaran interesantes, pero son tan malas conversadoras... y, además, imagino que sus patas deben de hacer cosquillas, ¿no te parece?