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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (2 page)

BOOK: El Triunfo
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¿Qué había en el Más Allá?

Los antiguos lo sabían. Habían llegado a aquel mundo huyendo de una tierra donde ya no se los quería, y ellos sí sabían lo que se ocultaba al otro lado de aquellas brumas en eterno movimiento. Para protegerse precisamente de aquello, habían rodeado su mundo de una barrera mágica, decretando que a los Vigilantes se los colocara en la Frontera, como centinelas eternamente despiertos. Ahora, no obstante, nadie lo recordaba. El paso de los siglos había diluido aquella historia. Si en realidad existía una amenaza que acechaba desde el otro lado de la Frontera, nadie se preocupaba por ello, ya que ¿cómo podría traspasar la barrera mágica?

Sin embargo, los Vigilantes seguían manteniendo su silenciosa guardia, no podían escoger. Y cuando la bruma se abrió por primera vez en siglos, cuando una figura surgió de la cambiante neblina gris y puso su pie sobre la arena, los Vigilantes quedaron horrorizados y lanzaron su grito de alerta.

Pero, ahora, no quedaba nadie que supiera cómo escuchar las palabras de piedra.

Por eso nadie tuvo conocimiento del regreso del hombre. Había partido en silencio y en silencio regresaba. Los Vigilantes chillaron:

—¡Cuidado, Thimhallan! ¡Tu fin ha llegado! ¡Se ha cruzado la Frontera!

Pero nadie los oyó.

Había algunas personas que podrían haber percibido sus mudos gritos, si hubieran prestado atención. El Patriarca Vanya era una de ellas. Era el catalista de más categoría del país, y, como tal, se esperaba que su dios, Almin, le hubiera advertido sobre tal calamidad. Pero era la hora de la cena; Su Divinidad tenía invitados y, aunque el Patriarca había elevado una magnífica y devota oración para agradecer aquellos alimentos, todo el mundo tuvo la clara sensación de que a Almin, en realidad, no se lo había invitado.

El príncipe Lauryen debiera de haber oído el aviso de los Vigilantes de piedra. Era un Señor de la Guerra, después de todo —un
Dkarn-duuk
—, un Supremo Señor de la Guerra, y uno de los magos más poderosos del país. Pero tenía cosas más importantes en qué pensar. El príncipe Lauryen —perdón, el Emperador Lauryen— se estaba preparando para ir a la guerra contra el reino de Sharakan y tan sólo había una cosa que era más importante para él que aquello, mejor dicho, todo estaba relacionado entre sí: cómo recuperar la Espada Arcana, que sujetaban con fuerza las manos de la estatua de piedra... Si poseyera aquella poderosa espada —un arma que podía absorber magia—, Sharakan caería sin remedio ante el poderío del Emperador.

Así pues, el Patriarca Vanya estaba en sus elegantes aposentos de la fortaleza montañosa de El Manantial, cenando cabeza de jabalí, colas de lechón y camarones en vinagre, mientras hablaba con sus invitados sobre el temperamento y hábitos de los marsupiales, y las advertencias de los Vigilantes se ahogaron en su copa de vino.

El príncipe Lauryen caminaba por su laboratorio precipitándose de vez en cuando hacia un rincón para leer un párrafo de algún mohoso libro de hojas quebradizas, considerarlo con detenimiento, y luego sacudir la cabeza con un amargo gruñido. Sus juramentos ahogaron las amonestaciones de los Vigilantes.

Tan sólo una persona en todo Thimhallan oyó el aviso. En la ciudad de Sharakan, un joven barbudo ataviado con unas calzas moradas, pantalones rosa, y un chaleco de seda de un vivo color rojo, fue despertado de su siesta. Ladeando la cabeza hacia el este, el joven exclamó irritado:

—¡Cielos! ¿Cómo queréis que uno pueda dormir? ¡Acabad de una vez con ese terrible alboroto!

Y con un gesto de la mano hizo que la ventana se cerrara de un fuerte golpe.

¡Cuidado, Thimhallan! ¡Tu fin ha llegado! ¡La Frontera ha sido cruzada!

El hombre que había surgido de las brumas estaba próximo a los treinta, aunque parecía mayor. Su cuerpo era el de un hombre joven: fuerte, musculoso, firme y erguido. En su rostro las huellas de sufrimientos que podrían haber durado un siglo.

La faz que encuadraba la oscura y espesa melena era bien parecida, severa y —a primera vista— de aspecto tan frío e insensible como las pétreas de aquellos que lo contemplaban. No obstante, la mano de un Maestro había cincelado en aquel rostro signos de preocupación y dolor. El fuego de la cólera que en una ocasión había ardido en los ojos castaños se había extinguido, dejando tras él gélidas cenizas.

El hombre iba vestido con una larga túnica blanca de fina lana, cubierta por una húmeda y enlodada capa de viaje. De pie sobre la arena, oteó a su alrededor con la mirada lenta y deliberada de quien examina el hogar que no ha visto en muchos, muchos años. Su expresión de tristeza y aflicción no desapareció, sino que se intensificó. Volviéndose, tendió una mano hacia el interior de las brumas, otra mano tomó la suya, y una mujer de largos cabellos dorados salió de entre la cambiante niebla gris para colocarse junto a él.

Ella miró a su alrededor con aire aturdido, parpadeando bajo los rayos del sol que empezaba a ponerse y los contemplaba desde detrás de distantes montañas; su rojo e imperturbable ojo parecía examinarlos con asombro.

—¿Dónde estoy? —preguntó la mujer con voz pausada, como si hubiera estado andando por una calle y hubiera girado por la bocacalle equivocada.

—En Thimhallan —replicó el hombre en un tono de voz imperturbable que se extendió como un bálsamo sobre una profunda herida.

—¿Conozco este lugar? —interrogó ella, y aunque su compañero le contestó y ella aceptó sus respuestas, no le dirigió la mirada ni pareció estar hablando con él, sino que continuamente buscó y mostró hablar con un interlocutor invisible.

La mujer era más joven que el hombre, tendría unos veintisiete años. La dorada cabellera, dividida en dos en el centro de la cabeza, estaba sujeta con dos espesas y flojas trenzas que le colgaban hasta la cintura y le daban un aspecto infantil, rejuveneciéndola más aún; sus hermosos ojos azules acrecentaban también aquel halo pueril, hasta que se los contemplaba con atención. Entonces quedaba patente que su misterioso brillo y su extraordinaria fijeza no denotaban el inocente asombro de la infancia; sus pupilas percibían cosas que resultaban imperceptibles para otros.

—Naciste aquí —dijo el hombre con calma—. Te criaste en este mundo, al igual que yo.

—Es curioso —observó la mujer—. Creo que debería recordarlo. —Al igual que la del hombre, su capa se hallaba salpicada de barro y totalmente húmeda. También sus cabellos estaban húmedos, como lo estaban los de él, y se le pegaban a las mejillas. Ambos parecían fatigados, y como si hubieran viajado a través de un fuerte temporal de agua.

—¿Dónde están mis amigos? —preguntó ella, volviéndose a medias y mirando las brumas que tenían a su espalda—. ¿No van a venir?

—No —repuso el hombre en el mismo tono sosegado—. No pueden cruzar la Frontera, pero encontrarás nuevos amigos aquí. Dales tiempo. Lo más probable es que aún no estén acostumbrados a ti. Nadie ha hablado con ellos en este país durante mucho, mucho tiempo.

—Oh, ¿de veras? —La mujer se animó. Luego su rostro se ensombreció—. Qué solos deben de estar. —Llevándose una mano a la frente para cubrir sus ojos de los rayos del sol, empezó a mirar con atención a un lado y otro de la orilla—. ¡Hola! —saludó, extendiendo la otra mano como lo haría con un gato receloso—. Por favor, no pasa nada. No estés asustado. Puedes acercarte a mí.

Dejando a la mujer dirigiéndose al vacío, el hombre —con un profundo suspiro— se dirigió hacia la estatua de piedra del catalista; la que sujetaba la espada con sus manos de piedra.

Mientras contemplaba la estatua en silencio, dos lágrimas aparecieron furtivamente en sus límpidos ojos castaños: una desapareció entre las profundas arrugas esculpidas en su severo y lampiño rostro; su compañera se deslizó por la otra mejilla, perdiéndose en el espeso cabello negro que se enroscaba sobre los hombros del hombre. Aspirando profundamente con un estremecimiento, el hombre extendió la mano y tomó con suavidad la enseña de seda naranja —ahora ajada y rota— que ondeaba al viento con valentía. Quitándosela a la estatua, acarició la tela entre sus manos, doblándola luego para colocarla con cuidado en el interior de un bolsillo de la larga túnica blanca que llevaba. Sus delgados dedos se estiraron para acariciar el rostro cansado de la estatua.

—Amigo mío —susurró—, ¿me reconocéis? Ya no soy el muchacho que conocisteis, el muchacho cuya desdichada alma salvasteis. —Apoyó la mano sobre la fría piedra—. Sí, Saryon —siguió en voz baja—, me reconocéis. Lo percibo.

Esbozó una media sonrisa, pero ahora no era amarga como lo habían sido las anteriores. Esta vez la sonrisa expresaba una honda tristeza y estaba impregnada de pena.

—Nuestra situación se ha invertido, Padre. Antes era yo quien estaba frío como la piedra, y eran vuestro amor y vuestra compasión los que me daban calor. Ahora sois vos quien tenéis la carne helada. ¡Si mi amor, aprendido demasiado tarde, pudiera daros calor!

Inclinó la cabeza, sobrecogido por el dolor, y sus ojos nublados por las lágrimas se posaron sobre las manos de la estatua, que sostenían la espada.

—¿Qué es esto? —murmuró.

Al examinar las manos con más detenimiento, el hombre comprobó que la superficie pétrea de las palmas sobre las que descansaba el arma estaba agrietada y repleta de señales de golpes, como si las hubieran martillado. Varios de los dedos de piedra estaban rotos y retorcidos.

—¡Han intentado tomar la espada! —comprendió—. ¡Y vos no quisisteis entregarla!

Mientras acariciaba las lastimadas manos de la estatua con las suyas, sintió cómo la cólera que había creído muerta volvía a renacer en su interior una vez más.

—¡Cuántos sufrimientos debéis de haber soportado! ¡Y ellos lo sabían! ¡Vos permanecíais ahí, impotente, mientras ellos atacaban vuestra carne con martillos y partían vuestros huesos! Sabían que sentíais cada uno de los golpes y, sin embargo, no les importó. ¿Y por qué debía importarles? —se preguntó con amargura—. ¡No podían oír vuestros gritos! —Extendió sus dedos hacia el arma, tocándola vacilante. De forma espontánea, su mano se cerró sobre la empuñadura—. Me parece que he venido en una misión inútil...

El hombre cesó de hablar de repente. ¡Sintió que la espada se movía! Pensando que podría haberlo imaginado en su furia, dio un tirón, como si fuera a sacarla de su pétrea funda. Ante su sorpresa, el arma se liberó con facilidad; a punto estuvo de dejarla caer al suelo en su asombro. Sujetándola con fuerza, notó cómo la fría piedra parecía calentarse al contacto con su palma y, mientras la contemplaba con estupor, la piedra se transformó en metal.

El hombre alzó la Espada Arcana hacia la luz. Los rayos moribundos del sol cayeron sobre ella, pero ninguna llama resplandeció en su superficie. Su metal era negro, y absorbía la luz del sol en lugar de reflejarla. Clavó sus ojos en el arma durante un buen rato, mientras una parte de él estaba pendiente de la voz de la mujer; la podía oír alejándose por la playa, llamando a una o más personas invisibles. Sin embargo, no la siguió con la mirada ya que sabía por larga experiencia que, aunque ella jamás daba muestras de reconocer su existencia, no se apartaría demasiado de su lado. Sus pupilas y sus pensamientos se concentraron en la espada.

—Pensaba que me había librado de ti —dijo, hablándole al arma como si estuviese viva—. De la misma forma en que pensé que me había librado de la vida. Te entregué al catalista, que aceptó mi sacrificio, luego me dirigí, me dirigí de buen grado, hacia la muerte. —Sus ojos se movieron hacia la niebla gris que bañaba la blanca arena de la orilla—. Pero allí fuera no está la muerte...

Se quedó en silencio, su mano sujetando la empuñadura con más firmeza, comprobando cómo se adaptaba mejor a él ahora que era un adulto, que tenía la fuerza de un hombre.

—O quizá sí que está —observó, ocurriéndosele de repente, mientras sus gruesas y negras cejas se unían al fruncir el entrecejo pensativo. Su mirada regresó a la espada, luego se movió hasta encontrarse con los ojos ciegos de la estatua—. Teníais razón, Padre. Es un arma diabólica. Trae el dolor y el sufrimiento a todo aquel que entra en contacto con ella. Incluso yo, su creador, no comprendo ni conozco todo su poder, y tan sólo por este motivo ya es peligrosa. Debería ser destruida. —Su atención regresó a las grises brumas, con expresión preocupada—. Sin embargo, ahora me ha sido entregada de nuevo...

Como en respuesta a una orden no formulada, la funda de piel cayó de las manos de la estatua yendo a aterrizar a los pies del hombre. Éste se inclinó para recogerla, dando un respingo al sentir que algo caliente le caía sobre la piel.

Sangre.

Espantado, el hombre alzó su rostro. De las grietas de las manos de la estatua rezumaba sangre, goteaba de los profundos surcos de la pétrea carne y bajaba por los destrozados dedos.

—¡Malditos sean! —exclamó el hombre, furioso.

Poniéndose en pie, se colocó frente a la estatua del catalista, advirtiendo ahora que no había tan sólo sangre brotando de sus manos sino que también manaban lágrimas de sus ojos.

—¡Vos me disteis mi vida! —gritó—. ¡No puedo devolveros eso, Padre, pero al menos puedo daros el eterno descanso de la muerte! ¡Por Almin, que no van a atormentaros nunca más!

El hombre levantó la Espada Arcana y el arma empezó a brillar con un extraño resplandor blanco-azulado.

—¡Que tu alma descanse en paz por fin, Saryon! —oró el hombre, y, con todas sus fuerzas, hundió la espada en el pecho de piedra de la estatua.

La Espada Arcana se sintió empuñada. La luz azulada la envolvió enroscándose alrededor de su hoja, subiendo por los brazos del hombre a medida que el arma absorbía ávidamente la Magia del mundo que le daba Vida. Y empezó a hundirse más y más en la roca, hasta atravesar el corazón de piedra de la estatua.

Un grito se escapó de los fríos e inmóviles labios, un grito que pudo oírse más con el alma que con los oídos. La piedra que había alrededor de la espada empezó a resquebrajarse y agrietarse. Profundas hendiduras empezaron a abrirse con secos y desgarradores chasquidos que ahogaban la voz llena de dolor del catalista. Un brazo se partió a la altura del hombro. El torso se hizo pedazos y se separó del tronco, cayendo al suelo. La cabeza se quebró por el cuello y cayó también sobre la arena.

El hombre arrancó la espada. Las lágrimas que le inundaban los ojos le impedían ver nada, pero sí oyó cómo la piedra se derrumbaba y supo que el hombre al que demasiado tarde había aprendido a amar estaba muerto.

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