—Esos Fhoi Myore deben ser muy numerosos —dijo Corum.
—Son siete.
Corum no dijo nada, y permitió que el asombro que había sido incapaz de ocultar sirviese como respuesta en vez de las palabras.
—Son siete —repitió el rey Mannach—. Y ahora, Corum del Túmulo, acompañadnos hasta nuestro fuerte de Caer Mahlod, donde podréis compartir la carne y el hidromiel con nosotros mientras os explicamos por qué os hemos hecho venir.
Y Corum volvió a montar sobre su caballo, y permitió que le guiaran a través del bosque de robles cuyas cortezas estaban recubiertas de escarcha hasta lo alto de una colina que dominaba el mar sobre la que la luna arrojaba una claridad leprosa. Muros de piedra se alzaban alrededor de la cima y sólo había una puerta de reducidas dimensiones, en realidad un túnel que después volvía a subir poco a poco y por el que un visitante podía entrar para llegar a la ciudad. Aquellas piedras también eran blancas. Era como si el mundo entero estuviera congelado y todo lo que había en él hubiera sido tallado a partir del hielo.
Una vez dentro de ella, la ciudad de Caer Mahlod recordó a Corum las ciudades de piedra de Lyr-a-Brode, aunque se habían hecho algunos intentos para pulir el granito de las paredes de las casas, tallar los aleros y adornar los muros con frescos. Era mucho más fortaleza que ciudad, y todo tenía una apariencia triste y lúgubre que Corum no consiguió relacionar con las personas que le habían invocado.
—Estos fuertes son muy antiguos —le explicó el rey Mannach—. Fuimos expulsados de nuestras grandes ciudades y nos vimos obligados a encontrar un hogar aquí, donde se dice que moraron nuestros antepasados. Al menos los baluartes como Caer Mahlod son sólidos y resistentes, y durante el día se puede ver hasta muchos kilómetros a la redonda.
Se inclinó para cruzar un umbral precediendo a Corum al interior de uno de aquellos enormes edificios que estaba iluminado con lámparas de aceite y antorchas de juncos. Quienes habían estado con Mannach en el claro del bosque también les siguieron.
Acabaron llegando a una estancia de techo no muy alto amueblada con bancos y mesas de madera pesadas y de aspecto tosco, pero sobre las mesas había algunos de los trabajos en oro, plata y bronce más delicados que Corum había visto en toda su vida. Cada cuenco, cada copa y cada bandeja eran exquisitas y, suponiendo que eso fuera posible, de una artesanía aún más soberbia que los adornos que llevaban aquellas personas. Los muros eran de piedra sin desbastar, pero la estancia estaba iluminada por los reflejos bailoteantes de las llamas que se reflejaban en la cubertería y la vajilla y los adornos del Pueblo de Cremm Croich.
—Esto es todo lo que queda de nuestro tesoro —dijo el rey Mannach, y se encogió de hombros—. Y la carne que servimos en nuestras mesas no es demasiado buena, pues la caza escasea más a cada día que pasa... Los animales huyen ante los Sabuesos de Kerenos, que inician su cacería apenas se ha puesto el sol y no la interrumpen hasta que vuelve a salir. Tememos que un día el sol no asomará por encima del horizonte y pronto en todo el mundo no habrá nada vivo salvo esos sabuesos y los cazadores que son sus amos, y cuando eso ocurra el hielo y la nieve impondrán para siempre su dominio sobre todas las cosas en un eterno Samhain.
Corum reconoció aquella palabra porque era muy parecida a la palabra que las gentes de Lwym-an-Esh habían utilizado para describir los días más oscuros y terribles del invierno, y comprendió qué quería decir el rey Mannach al emplearla.
Tomaron asiento en la larga mesa de madera y los criados trajeron la carne. La cena que se sirvió no era muy apetitosa, y el rey Mannach volvió a pedirle disculpas por ello. Pero aquella noche la atmósfera de la gran estancia no tardó en alegrarse y volverse luminosa en cuanto los arpistas tocaron alegres melodías, honraron las glorias del pasado de su pueblo y compusieron nuevas canciones describiendo cómo Corum Jhaelen Irsei se pondría al frente de ellos para presentar batalla a sus enemigos, destruirles y hacer que el verano volviera a las tierras de los Tuha-na-Cremm Croich. A Corum le complació ver que había una igualdad absoluta entre los hombres y las mujeres, y el rey Mannach le explicó que las mujeres luchaban al lado de los hombres en sus batallas y que eran particularmente diestras en el uso del lazo de guerra, una tira de cuero con pesos en los extremos que podía ser lanzada a través de los aires para que rodeara la garganta del enemigo y lo estrangulara o para que le rompiera el cuello o los miembros.
—Habíamos olvidado todas esas habilidades, pero hemos tenido que volver a aprenderlas durante los últimos años —le explicó Mannach mientras llenaba una gran copa dorada con hidromiel espumeante y se la entregaba—. Las artes de la guerra habían llegado a ser poco más que un ejercicio, una competición de destreza con la que nos entreteníamos durante nuestras celebraciones.
—¿Cuándo llegaron los Fhoi Myore? —preguntó Corum.
—Hace unos tres años. No estábamos preparados. Aparecieron en las costas del este durante el invierno y no hicieron nada para revelar su presencia. Cuando la primavera no llegó a esas comarcas, sus habitantes empezaron a tratar de averiguar cuál era la causa. Cuando nos llegaron las primeras noticias de qué había sido de los moradores de Caer Llud, al principio no las creímos. Desde entonces los Fhoi Myore han ido extendiendo su poder, y ahora toda la mitad este de nuestras tierras se encuentra bajo su dominio indiscutido. Han ido avanzando poco a poco en dirección oeste. Primero llegan los Sabuesos de Kerenos, y después llegan los Fhoi Myore.
—¿Los siete? ¿Siete hombres?
—Siete gigantes deformes, dos de ellos del sexo femenino. Y tienen extraños poderes, pues pueden controlar a las bestias, las fuerzas de la naturaleza y quizá incluso a los demonios.
—Vienen del este... ¿De qué lugar del este?
—Algunos dicen que del otro lado del mar, de un gran continente misterioso acerca del cual sabemos muy poco, un continente que actualmente está desprovisto de vida y que ha quedado totalmente cubierto por el hielo. Otros dicen que han surgido del fondo del mar, de una tierra en la que sólo ellos pueden vivir. Nuestros antecesores llamaban Anwyn a esos dos lugares, pero no creo que sea un nombre de los Fhoi Myore.
— ¿Y Lwym-an-Esh? ¿Sabéis algo sobre esas tierras?
—Es el sitio del que las leyendas afirman que vino nuestro pueblo. Pero en épocas muy antiguas, en el pasado envuelto en la niebla, hubo una batalla entre los Fhoi Myore y las gentes de Lwym-an-Esh, y Lwym-an-Esh se hundió bajo las olas y se convirtió en parte de la tierra de los Fhoi Myore. He oído decir que ahora sólo perduran unas cuantas islas y unas cuantas ruinas sobre esas islas, lo que parece confirmar la verdad que encierran esas leyendas. Después de esa catástrofe, nuestro pueblo derrotó a los Fhoi Myore..., con ayuda mágica bajo la forma de una espada, una lanza, un caldero, un corcel, un carnero y un roble. Todas esas cosas se guardaban en Caer Llud bajo la protección de nuestro Gran Rey, quien tenía poder sobre todos los pueblos que habitan estas tierras y que impartía justicia una vez al año en el solsticio de verano, resolviendo cualquier disputa que pudiera haber llegado a ser excesivamente complicada para los reyes como yo. Pero ahora nuestros tesoros mágicos han sido dispersados, algunos dicen incluso que se han perdido para siempre, y nuestro Gran Rey es esclavo de los Fhoi Myore. Ésa es la razón de que en nuestra desesperación acabáramos acordándonos de la leyenda de Corum y te suplicáramos que nos ayudaras.
—Habláis de cosas que pertenecen al reino de lo místico —dijo Corum—, y nunca he conseguido entender muy bien la magia y todo lo relacionado con ella, pero intentaré ayudaros.
—Qué extraño es todo lo que nos ha ocurrido... —murmuró el rey Mannach con expresión pensativa—. Estoy comiendo al lado de un semidiós y descubro que a pesar de la prueba que supone su propia existencia, ¡tiene tan poca fe en lo sobrenatural y lo encuentra tan poco convincente como yo! —Meneó la cabeza—. Bien, Príncipe Corum de la Mano de Plata, ahora los dos debemos aprender a creer en lo sobrenatural. Los Fhoi Myore tienen poderes que demuestran que lo sobrenatural existe.
—Y al parecer vosotros también los tenéis —añadió Corum—. ¡No cabe duda de que he sido traído hasta aquí por una invocación de naturaleza inequívocamente mágica!
Un guerrero pelirrojo muy alto y robusto sentado al otro lado de la mesa se inclinó sobre ella y alzó su copa de vino para brindar por Corum.
—Ahora derrotaremos a los Fhoi Myore. ¡Ahora sus perros demoníacos huirán a la carrera! ¡Por el príncipe Corum!
Y todos se pusieron en pie y repitieron el brindis.
—¡Por el príncipe Corum!
Y el príncipe Corum aceptó el brindis, y replicó a él con otro.
—¡Por el Pueblo de los Tuha-na-Cremm Croich!
Pero en lo más profundo de su corazón no podía evitar el sentir cierta inquietud. ¿Dónde había oído un brindis similar? No en vida suya, desde luego, por lo que debía recordar otra existencia, otro tiempo en el que fue un héroe y un salvador para un pueblo que debía parecerse bastante a aquel. Así pues, ¿de dónde surgía aquella vaga sensación de temor? ¿Habría traicionado acaso a ese pueblo? Por mucho que se esforzara, Corum no conseguía librarse de aquellos pensamientos.
Una mujer se levantó del banco en el que había estado sentada y fue hacia él balanceándose un poco a un lado y a otro al caminar. Le rodeó con un brazo fuerte pero de piel suave y delicada, y le besó en la mejilla derecha.
—Yo te saludo, héroe —murmuró—. Ahora nos devolverás nuestro toro, nos guiarás a la batalla empuñando la lanza Bryionak y nos devolverás nuestros tesoros perdidos y nuestros Grandes Lugares. ¿Y también nos darás hijos, Corum? ¿Nos darás héroes?
Y volvió a besarle.
Corum sonrió con amargura.
—Haré todo eso si está en mi poder, mi dama —replicó—. Pero hay una cosa, la última, que no puedo hacer, pues los vadhagh no pueden tener hijos de los mabden.
Sus palabras no parecieron afectar a la joven.
—Creo que también existe una magia para remediar eso —dijo.
Después le besó por tercera vez antes de volver a ocupar su sitio en el banco, y Corum la deseó, y aquella sensación de deseo hizo que se acordara de Rhalina, y después volvió a entristecerse y quedó absorto en sus pensamientos.
—¿Os cansamos? —preguntó el rey Mannach un rato después.
Corum se encogió de hombros.
—Llevo demasiado tiempo durmiendo, rey Mannach —replicó Corum—, y he hecho acopio de energías más que suficientes. No debería estar cansado.
—¿Durmiendo...? ¿En el túmulo?
—Quizá —respondió Corum como en sueños—. No lo había pensado, pero quizá he estado durmiendo en el túmulo. Vivía en un castillo desde el que se dominaba el mar, y malgastaba mis días dejándome consumir por la pena y la desesperación..., y entonces recibí vuestra llamada. Al principio no quise escucharla, y después un viejo amigo vino a verme y me pidió que respondiera a ella; y por eso he venido. Pero es posible que eso fuera el sueño... —Corum estaba empezando a pensar que quizá había abusado del hidromiel. Era una bebida muy potente. Se le había nublado la vista, y se sintió repentinamente invadido por una peculiar mezcla de melancolía y euforia—. ¿Os importa mucho cuál sea mi lugar de origen, rey Mannach?
—No. Lo que importa es que Corum esté en Caer Mahlod, que nuestra gente pueda verle y que eso les dé ánimos.
—Contadme más cosas sobre los Fhoi Myore y sobre cómo fuisteis derrotados.
—Es poco lo que puedo contaros sobre los Fhoi Myore, salvo que se dice que no siempre estuvieron unidos contra nosotros y que no todos son de la misma sangre. No hacen la guerra tal como la hacemos nosotros. Nuestra forma de pelear era escoger campeones entre las filas de los ejércitos que iban a enfrentarse. Esos campeones luchaban por nosotros en un combate de hombre contra hombre, y el combate duraba hasta que uno de ellos era vencido. Si el vencido no había quedado malherido durante el combate, se le perdonaba la vida. En muchas ocasiones no se llegaba a utilizar ninguna clase de arma, pues un bardo se enfrentaba a otro componiendo versos satíricos contra sus enemigos hasta que el de ingenio más mordaz y acerado hacía que los otros huyeran avergonzados. Pero cuando se enfrentaron a nosotros descubrimos que los Fhoi Myore tienen un concepto muy distinto de lo que es una batalla, y ésa es la razón de que fuéramos derrotados con tanta facilidad. No somos asesinos, pero ellos sí lo son. Quieren la Muerte, anhelan la Muerte y siguen a la Muerte, y le suplican a gritos que se vuelva para mostrarles Su rostro. Ese pueblo, el Pueblo Frío... Son así. El Pueblo de los Pinos galopa en pos de la Muerte y anuncia la llegada del Reino de la Muerte, del Señor del Invierno que extenderá su dominio sobre todas los lugares que vosotros los de la antigüedad conocíais con el nombre de Bro-an-Mabden, la Tierra del Oeste..., esta tierra. Ahora tenemos gente en el norte, el sur y el oeste, y el único lugar en el que no hay gente es el este, pues todas esas tierras han sucumbido al frío y han caído ante el avance del Pueblo de los Pinos.
La voz del rey Mannach parecía haber empezado a entonar un cántico funerario, un lamento por la derrota de su pueblo.
—Oh, Corum, no nos juzguéis por lo que estáis viendo ahora —siguió diciendo—. Sé que hubo un tiempo en el que fuimos un gran pueblo con muchos poderes, pero caímos en la pobreza poco después de nuestros primeros combates con los Fhoi Myore, cuando nos arrebataron la tierra de Lwym-an-Esh y todos nuestros libros y nuestra sabiduría con ella...
—Eso suena más bien a leyenda para explicar un desastre natural —dijo Corum con afabilidad.
—Lo mismo pensaba yo hasta ahora —replicó el rey Mannach, y Corum no tuvo más remedio que aceptar la verdad que había en sus palabras—. Somos pobres —continuó diciendo el rey— y hemos perdido una gran parte de nuestro control sobre el mundo inanimado, pero seguimos siendo el mismo pueblo de siempre. Nuestras mentes no han cambiado. No es la inteligencia lo que nos falta, príncipe Corum.
Corum no había pensado ni por un momento que andarán escasos de ella y, de hecho, había quedado asombrado ante la agudeza mental del rey, tanto más cuanto que había esperado encontrarse con una raza de ideas mucho más primitivas. Aquel pueblo había acabado aceptando la magia y la hechicería como realidades tangibles, pero por lo demás no tenía nada de supersticioso.