El toro y la lanza

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El toro y la lanza
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Corum Jhaelen Irsei, el Príncipe de la Mano de Plata, también conocido como Príncipe de la Túnica Escarlata, ha perdido a Rhalina, su esposa mabden, y vive sumido en la melancolía y el desconsuelo. Pero Corum, como encarnación del Campeón Eterno, no es un ser destinado a conocer ninguna clase de reposo, y aun en medio de su desdicha se ve arrastrado a un nuevo conflicto que le arranca de su propio tiempo. Mucho después de la muerte de todos los dioses, el pueblo de los mabden se enfrenta desesperadamente a la terrible amenaza de los Fhoi Myore, una raza monstruosa exiliada en el Limbo que está destruyendo su mundo mediante el frío. Corum es llamado en su auxilio y conoce al rey Mannach y a su hermosa hija Medhbh. Y así, el destino de ambos y de todos los mabden queda en manos de un príncipe vaghagh que se encuentra acosado por su propia e ineludible desesperación.

Michael Moorcock

El toro y la lanza

Trilogía de Corum I

ePUB v1.0

Dyvim Slorm
05.01.12

Autor: Michael Moorcock

Editorial: Martinez Roca

Título Original: The Bull and the Spear

Año 1ª Edición Original: 1973

Nº de páginas: 192

ISBN 10: 84-270-1875-4

ISBN 13: 9788427018754

Para Marianne.

Prólogo

En aquellos tiempos había océanos de luz y ciudades en los cielos, y bestias de bronce que volaban. Había rebaños de reses carmesíes que rugían y eran más altas que castillos. Había criaturas verdes de voces estridentes que moraban en ríos oscuros. Era una época de dioses que se manifestaban sobre nuestro mundo en todos sus aspectos; una época de gigantes que caminaban sobre las aguas; de espíritus sin mente y criaturas deformes que podían ser invocadas por un pensamiento imprudente, pero a las que luego sólo se podía expulsar mediante el dolor de algún temible sacrificio; de magia, fantasmas, naturaleza inestable, acontecimientos imposibles, paradojas disparatadas, sueños convertidos en realidad y sueños retorcidos e incontrolables; de pesadillas que se volvían reales.

Era una época maravillosa y una época oscura; la época de los Señores de las Espadas; cuando los vadhagh y los nhadragh, enemigos desde hacía eras, agonizaban; cuando el ser humano, el esclavo del miedo, acababa de aparecer sin ser consciente de que una gran parte de los terrores que experimentaba era meros resultados del hecho de que él mismo había cobrado existencia. Ésa era una de las muchas ironías relacionadas con los seres humanos (que en aquellos tiempos llamaban mabden a los miembros de su raza).

Sus vidas eran breves, pero los mabden se reproducían a un ritmo prodigioso. Les bastaron unos cuantos siglos para dominar el continente oriental en el que habían evolucionado. Durante uno o dos siglos, la superstición les impidió enviar un gran número de sus embarcaciones hacia las tierras de los vadhagh y los nhadragh; pero el que no se les ofreciera ninguna resistencia hizo que se fueran envalentonando poco a poco. Empezaron a sentir celos de las razas más antiguas, y la maldad comenzó a florecer en sus almas.

Los vadhagh y los nhadragh no eran conscientes de esto. Llevaban un millón de años o más viviendo sobre el planeta, que ahora por fin parecía hallarse en paz. Conocían la existencia de los mabden, pero no consideraban que se diferenciasen demasiado de las otras bestias salvajes. Los vadhagh y los nhadragh seguían permitiéndose sentir los odios tradicionales que siempre se habían interpuesto entre sus razas, pero ahora dedicaban las horas de sus largas vidas al examen de las abstracciones, la creación de obras de arte y otras empresas similares. Racionales, sofisticadas y en paz consigo mismas, las razas más antiguas eran incapaces de creer en los cambios que se habían producido y por eso, como ocurre casi siempre, pasaron por alto las señales y los portentos.

Las dos razas enemigas habían librado su última batalla hacía ya muchos siglos, pero a pesar de ello no había ningún intercambio de conocimientos entre ellas.

Los vadhagh vivían en grupos familiares que ocupaban castillos aislados esparcidos por un continente al que llamaban Broan-Vadhagh. Apenas existía ninguna clase de comunicación entre esas familias, pues los vadhagh habían perdido ya hacía mucho tiempo el impulso de viajar. Los nhadragh vivían en ciudades construidas en las islas de los mares que se extendían al noroeste de Bro-an-Vadhagh. También habían reducido al mínimo los contactos entre ellos, e incluso los parientes más cercanos rara vez llegaban a verse. Las dos razas se consideraban invulnerables. Las dos estaban equivocadas.

El ser humano, ese presuntuoso recién llegado, estaba empezando a reproducirse y se extendía sobre el mundo igual que una plaga. Cada vez que entraba en contacto con las viejas razas, la plaga acababa con ellas; y el ser humano no sólo traía consigo la muerte, sino también el terror. Queriendo, convertía el mundo antiguo en ruinas y huesos. Sin querer, traía consigo un trastorno psíquico y sobrenatural de tales magnitudes que ni los Grandes Dioses Antiguos eran capaces de comprenderlo.

Y los Grandes Dioses Antiguos empezaron a conocer el miedo.

Y el ser humano, esclavo del miedo, arrogante en su ignorancia, siguió avanzando con paso tambaleante. Estaba ciego a las enormes alteraciones y trastornos causados por sus aparentemente diminutas y mezquinas ambiciones. El ser humano también padecía una aguda carencia de sensibilidad, y no era consciente de la existencia de la multitud de dimensiones que llenaban el universo en las que cada plano se intersectaba con varios otros. No ocurría así con los vadhagh o los nhadragh, quienes habían sabido lo que era desplazarse a voluntad entre las dimensiones a las que llamaban los Cinco Planos. Los vadhagh y los nhadragh habían tenido atisbos y habían comprendido la naturaleza de muchos otros planos aparte de los Cinco a través de los que se movía la Tierra.

En consecuencia, el que esas razas perecieran a manos de criaturas que todavía eran poco más que animales parecía una terrible injusticia. Era como si unos buitres discutieran entre ellos para quedarse con los mejores bocados del cuerpo paralizado de un joven poeta que sólo podía contemplarles con ojos llenos de perplejidad mientras los buitres, que nunca llegarían a saber qué le estaban arrebatando, le iban despojando poco a poco de una existencia exquisita que nunca podrían apreciar.

«Si hubiesen valorado lo que robaban, si hubieran sabido qué estaban destruyendo —dice el anciano vadhagh en la historia "La única flor del otoño" — , eso me habría consolado.»

Era injusto.

Creando al ser humano, el universo había traicionado a las razas antiguas.

Pero se trataba de una injusticia tan perpetua como familiar. Los seres conscientes pueden percibir el universo y amarlo, pero el universo no puede percibir y amar a los seres conscientes. El universo no ve distinción alguna entre la multitud de criaturas y elementos que comprende. Todos son iguales, y ninguno es favorecido por encima de los demás. El universo, equipado únicamente con los materiales y el poder de la creación, continúa creando: un poco de esto, un poco de aquello... No puede controlar lo que crea y, al parecer, no puede ser controlado por sus creaciones (aunque algunas puedan engañarse a sí mismas creyendo lo contrario). Quienes maldicen el funcionamiento del universo maldicen algo que está sordo a sus maldiciones. Quienes se enfrentan al universo luchan contra aquello que no puede ser afectado o violado. Quienes agitan sus puños los agitan ante las estrellas ciegas.

Pero esto no significa que no haya algunos que intentarán enfrentarse en combate a lo invulnerable y destruirlo. Siempre habrá criaturas que no podrán soportar el vivir en un universo indiferente, y a veces serán criaturas de una gran sabiduría.

El príncipe Corum Jhaelen Irsei era una de ellas, quizá el último de los vadhagh, a veces llamado el Príncipe de la Túnica Escarlata.

Ésta es la segunda crónica que narra sus aventuras. La primera crónica, conocida como «Los Libros de Corum», contó cómo los seguidores mabden del conde Glandyth-a-Krae mataron a los parientes del príncipe Corum y a sus familiares más cercanos y enseñaron con ello al Príncipe de la Túnica Escarlata cómo odiar, cómo matar y cómo desear la venganza. Hemos oído contar cómo el conde Glandyth torturó al príncipe Corum y le despojó de una mano y de un ojo, y cómo Corum fue rescatado por el Gigante de Laahr y llevado hasta el castillo de la margravina Rhalina, un castillo edificado sobre una montaña rodeada por el mar. Rhalina era una mabden (de las gentes más amables y civilizadas de Lwym-an-Esh), pero Corum y ella se enamoraron. Cuando Glandyth puso en pie de guerra a las Tribus del Pony, los bárbaros del bosque, para atacar el castillo de la margravina, ella y Corum buscaron ayuda sobrenatural y debido a ello cayeron en manos del hechicero Shool, señor de la isla llamada Svi-an-Fanla-Brool, el Hogar del Dios Saciado. Corum por fin tuvo una experiencia directa de aquellos poderes malévolos que actuaban en el mundo con los que hasta entonces no había mantenido ninguna clase de contacto. Shool le habló de sueños y de realidades. («Veo que estás empezando a hablar y argumentar como un mabden —le dijo a Corum—. Mejor para ti, si es que deseas sobrevivir en este sueño mabden.» «¿Es un sueño...», preguntó Corum. «Es algo parecido a un sueño, pero es lo bastante real. Es lo que podrías llamar el sueño de un dios, y también podrías decir que se trata de un sueño al que un dios ha permitido que se convirtiera en realidad. Me refiero al Caballero de las Espadas, naturalmente, quien tiene poder sobre los Cinco Planos...».)

Con Rhalina prisionera suya, Shool podía hacer un trato con Corum. Le dio dos objetos mágicos —la Mano de Kwll y el Ojo de Rhynn — para que sustituyeran a los órganos que había perdido. En tiempos pasados, esos artefactos enjoyados habían sido propiedad de dos dioses hermanos, conocidos como los Dioses Perdidos porque se habían desvanecido tan repentina como misteriosamente.

Armado con esos objetos, Corum inició su gran empresa, que le llevaría a enfrentarse con los tres Señores de las Espadas —el Caballero, la Reina y el Rey de las Espadas—, los poderosos Señores del Caos. Y Corum hizo muchos descubrimientos concernientes a esos dioses, la naturaleza de la realidad y la naturaleza de su propia identidad. Se enteró de que era el Campeón Eterno, y de que era misión suya luchar contra esas fuerzas que atacaban la razón, la lógica y la justicia, y supo que debía enfrentarse a ellas bajo mil apariencias y en mil eras distintas sin importar qué forma adoptaran sus enemigos. Y, finalmente, Corum consiguió vencer a esas fuerzas (con la ayuda de un aliado misterioso) y expulsar a los dioses de su mundo.

La paz reinó en Bro-an-Vadhagh y Corum llevó a su prometida mortal hasta su viejo castillo, que se alzaba sobre un acantilado dominando una ensenada. Mientras tanto, los pocos vadhagh y nhadragh que habían sobrevivido volvieron a ocuparse de sus asuntos, y la tierra dorada de Lwym-an-Esh floreció y se convirtió en el centro del mundo mabden, y se hizo famosa por sus eruditos, sus bardos, sus artistas, sus arquitectos y sus guerreros. Los mabden conocieron el amanecer de una gran era, y prosperaron; y a Corum le complació la prosperidad del pueblo de su esposa. En las raras ocasiones en que un grupo de viajeros mabden pasaba cerca del Castillo Erorn, Corum lo acogía espléndidamente y su corazón se llenaba de alegría cuando les oía hablar de la belleza de Halwyg-nan-Vake, capital de Lwym-an-Esh, cuyas murallas se hallaban cubiertas de flores durante todo el año; y los viajeros hablaban a Corum y Rhalina de los nuevos navíos que traían gran prosperidad a todas las tierras, por lo que en Lwym-an-Esh nadie sabía lo que era el hambre. Después les hablaban de las nuevas leyes gracias a las que todos tenían voz y voto en la dirección de los asuntos de Lwym-an-Esh, y Corum escuchaba y se sentía orgulloso de la raza de Rhalina.

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