El toro y la lanza (14 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El toro y la lanza
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Corum contempló el monte verde. Allí reinaba la primavera. Miró hacia atrás. Allá reinaba el cruel invierno. ¿Cómo se podía controlar de esa manera a la naturaleza?

Tuvo algunas dificultades con el caballo ya que sus cascos corrían peligro de resbalar sobre las rocas mojadas, pero el hombre y el caballo acabaron con el agua hasta el cuello y fueron avanzando cautelosamente buscando con los pies y los cascos los restos del viejo camino que había debajo de ellos. A través de las límpidas aguas, Corum podía distinguir vagamente las gastadas piedras que quizá fuesen las mismas que había pisado hacía mil años o más. Se acordó de su primera visita al Monte Moidel. Se acordó del odio que había sentido por aquel entonces hacia todos los mabden, y de que había sido traicionado muchas veces por los mabden.

La capa del hechicero Calatin flotaba detrás de él extendiéndose sobre la superficie de las aguas mientras el alto y delgado anciano precedía a Corum.

Fueron emergiendo lentamente del mar hasta que hubieron recorrido dos terceras partes del trayecto, y el agua ya sólo les llegaba a las pantorrillas. El caballo piafó de placer. Estaba claro que el agua había calmado bastante el dolor de sus heridas. La montura de guerra meneó la cabeza haciendo oscilar sus crines y sus ollares se dilataron. Ver la verde hierba que crecía abundantemente cubriendo las laderas del montículo quizá también hubiera contribuido a mejorar su estado de ánimo. No quedaba ni rastro del castillo de Rhalina, y en vez de fortificación lo que había sobre la cima del monte era una villa de dos pisos de altura construida con piedra blanca que brillaba bajo los rayos del sol. El tejado era de pizarra gris. Corum pensó que parecía una casa muy agradable y, desde luego, no era la morada típica que cabía esperar de alguien que se dedicara a las artes ocultas. Recordó su última visión del viejo castillo, incendiado por Glandyth como venganza.

¿Era ésa la razón por la que aquel mabden llamado Calatin le inspiraba tantas sospechas? ¿Habría algo en él que le recordaba al conde de Krae? ¿Algo en los ojos, en el porte y los modales o, quizá, en la voz? Hacer comparaciones era una estupidez, naturalmente. Cierto, Calatin no era un hombre al que resultara demasiado agradable tratar, pero cabía la posibilidad de que no hubiera nada malo en sus motivos. Después de todo, Corum no podía olvidar que le había salvado la vida. Juzgar al hechicero por la brusquedad y el aparente cinismo de sus modales no sería demasiado justo.

Empezaron a subir por el camino serpenteante que llevaba hasta la cima del monte. Corum podía oler los perfumes de la primavera, las flores y los rododendros, la hierba y los brotes de los árboles. Las viejas rocas de la colina estaban cubiertas de musgo aromático, y los pájaros anidaban en los alerces y los alisos y revoloteaban entre el follaje nuevo de un verde reluciente. Ahora Corum tenía otra razón para estar agradecido a Calatin, pues el paisaje muerto y silencioso ya había llegado a resultarle casi insoportable.

Por fin llegaron a la casa, y Calatin mostró a Corum dónde podía dejar su caballo y después abrió de par en par una gran puerta para que Corum pudiera entrar el primero en su morada. El primer piso consistía básicamente en una sola habitación de grandes dimensiones cuyas ventanas abiertas contaban con cristales y daban por un lado al mar abierto y por el otro a la tierra blanca y desolada. Corum pudo ver cómo las nubes se formaban sobre la tierra, pero no encima del mar. Las nubes parecían permanecer inmóviles en el mismo sitio, como si una barrera invisible les prohibiese pasar al otro lado.

Corum apenas había visto cristales en ningún otro lugar de aquel mundo mabden. Al parecer, Calatin había sabido extraer beneficios prácticos a sus estudios de la vieja sabiduría. Los techos de la casa eran bastante altos y estaban sostenidos por vigas de piedra, y cuando Calatin le fue mostrando las distintas estancias Corum pudo ver que estaban llenas de libros, tabletas, rollos de pergamino y aparatos experimentales. No cabía duda de que se hallaba en la morada de un hechicero.

Mas para Corum no había nada siniestro en las posesiones de Calatin y, de hecho, tampoco lo había en sus obsesiones. Aquel hombre se llamaba a sí mismo hechicero, pero Corum pensó que resultaba más adecuado decir que era un filósofo, alguien que disfrutaba explorando y descubriendo los secretos de la naturaleza.

—Aquí tengo casi todo lo que pudo salvarse de las bibliotecas de Lwym-an-Esh antes de que esa civilización dorada se hundiera bajo las olas —le dijo Calatin—. Muchos se burlaron de mí y me dijeron que me llenaba la cabeza con tonterías, que mis libros no eran más que la obra de locos que me habían precedido y que contenían tan poca verdad como mi propia obra. Decían que las historias eran meras leyendas, que los grimorios eran fantasías y pura ficción, que todo lo que se decía en ellos sobre dioses, demonios y entidades similares era meramente poético y metafórico. Pero yo creía lo contrario, y el paso del tiempo ha demostrado que tenía razón. —Los labios de Calatin se curvaron en una sonrisa helada—. Sus muertes han demostrado que yo estaba en lo cierto. —La sonrisa cambió—. Aunque el saber que todos los que podían haberme pedido disculpas han sido destrozados por los Sabuesos de Kerenos o han muerto congelados por los Fhoi Myore no es algo que me haga sentirme muy satisfecho, naturalmente...

—No sientes ninguna compasión por ellos, ¿verdad, hechicero? —dijo Corum tomando asiento sobre un escabel y contemplando el mar a través de la ventana.

—¿Compasión? No. Mi carácter no me permite sentir compasión, o culpabilidad, o cualquier otra de esas emociones que tanto importan a otros mortales.

—¿Y no te sientes culpable de haber enviado a tus veintisiete hijos y a tu nieto a una serie de empresas que no han dado ningún fruto?

—No fueron totalmente infructuosas. Ahora ya me queda muy poco por encontrar.

—Lo que quiero decir es que el hecho de que todos murieran debe haberte causado algún remordimiento.

—No sé con certeza que todos hayan muerto. Algunos simplemente no volvieron... Pero, sí, la mayoría murieron. Supongo que es lamentable. Preferiría que estuvieran vivos, pero las abstracciones y el conocimiento puro me interesan mucho más que las consideraciones habituales que mantienen encadenada a la inmensa mayoría de mortales.

Corum no siguió hablando del tema.

Calatin empezó a ir y venir por la gran estancia quejándose de lo molestas que resultaban sus ropas empapadas, pero sin hacer nada para sustituirlas por otras secas. Su atuendo ya se había secado cuando volvió a dirigir la palabra a Corum.

—Dijiste que ibas a Hy-Breasail.

—Sí. ¿Sabes dónde se encuentra esa isla?

—Si existe, sí. Pero se afirma que todos los mortales que se aproximan a la isla son afectados inmediatamente por un hechizo que afecta su vista... No ven nada, salvo quizá un acantilado o riscos imposibles de escalar. Sólo los sidhi ven Hy-Breasail como la isla que realmente es. Al menos, eso es lo que he leído en mis libros... Ninguno de mis hijos volvió de Hy-Breasail.

—¿Fueron en busca de la isla y perecieron? —Perdiendo varias buenas embarcaciones durante el proceso. Goffanon es el señor de Hy-Breasail, y no quiere tener nada que ver con los mortales o con los Fhoi Myore. Algunos afirman que Goffanon es el último de los sidhi... —De repente Calatin volvió la cabeza hacia Corum, le observó con expresión suspicaz y retrocedió ligeramente—. ¿No serás...?

—Soy Corum —dijo Corum—. Ya te lo he dicho. No, no soy Goffanon, pero si Goffanon existe es a él a quien busco.

—¡Goffanon! Es poderoso... —Calatin frunció el ceño—. Pero quizá lo que se dice sea verdad y tú seas el único que puede llegar hasta él. Quizá podríamos hacer un trato, príncipe Corum.

—Si va a ser en beneficio mutuo, estoy de acuerdo. Calatin adoptó una expresión pensativa y se acarició la barba mientras murmuraba algo ininteligible para sí mismo.

—Los únicos sirvientes de los Fhoi Myore que no temen la isla y no son afectados por sus encantamientos son los Sabuesos de Kerenos —dijo por fin—. Incluso el mismísimo Kerenos no osa acercarse a Hy-Breasail..., pero ese temor no es compartido por sus sabuesos. En consecuencia, los perros supondrán un peligro para ti incluso allí. —Alzó la cabeza y clavó la mirada en el rostro de Corum—. Podrías llegar a la isla, pero en cuanto lo hubieses hecho probablemente no vivirías el tiempo suficiente para encontrar a Goffanon. —Si es que existe.

—Cierto, cierto... Si es que existe. Cuando me hablaste de la lanza, creí adivinar en qué consistía exactamente tu empresa. Supongo que te referías a la lanza Bryionak, ¿no? —Bryionak es su nombre, sí.

—Y la lanza Bryionak era uno de los tesoros de Caer Llud, ¿verdad?

—Creo que eso es algo sabido por toda tu gente. —¿Y por qué quieres encontrar esa lanza? —Me resultará útil contra los Fhoi Myore. No puedo decirte nada más.

Calatin asintió.

—No hace falta que me digas nada más. Te ayudaré, príncipe Corum. ¿Deseas una embarcación para ir a Hy-Breasail? Dispongo de una embarcación que puedes tomar prestada. ¿Y protección contra los Sabuesos de Kerenos, quizá? Puedes tomar prestado mi cuerno.

—¿Y qué debo hacer a cambio de todo eso?

—Debes jurarme que me traerás algo a tu regreso de Hy-Breasail, algo que tiene un gran valor para mí... Algo que sólo podrás obtener del herrero sidhi llamado Goffanon.

—¿Una joya? ¿Un amuleto mágico?

—No. Es algo mucho más valioso. —Calatin hurgó entre sus papeles y su equipo hasta que encontró una bolsita de cuero suave y flexible—. Si se echa agua en ella no se pierde ni una sola gota —dijo—. Deberás utilizarla.

—¿Qué es lo que quieres? ¿Agua mágica de un pozo?

—No —dijo Calatin en voz baja y apremiante—. Debes traerme un poco de saliva del herrero sidhi Goffanon, y debes traérmela dentro de esta bolsita. Tómala. —Metió una mano entre los pliegues de sus ropas y extrajo el hermoso cuerno que había utilizado para hacer que los Sabuesos de Kerenos se marcharan del claro—. Y toma esto también. Hazlo sonar tres veces para ahuyentar a los sabuesos, y hazlo sonar seis veces para que ataquen a un enemigo.

Corum acarició el cuerno adornado con las bandas de oro y plata delicadamente trabajadas.

—Si puede producir los mismos efectos que el cuerno de Kerenos debe ser realmente muy poderoso —murmuró.

—En tiempos fue un cuerno sidhi —le dijo Calatin.

Una hora después Calatin le había llevado hasta la otra ladera del monte, donde seguía existiendo una minúscula cala creada por la naturaleza; y en la cala había una pequeña embarcación. Calatin le entregó un mapa y una piedra-imán. Corum ya llevaba el cuerno en el cinto, y las armas a la espalda.

—Ah, quizá por fin pueda ver satisfecha mi ambición... —dijo el hechicero Calatin acariciando su cráneo de nobles facciones con dedos temblorosos—. Triunfa en tu empresa, príncipe Corum. Te ruego por mi bien que no fracases.

—Intentaré no fracasar, hechicero, por el bien de las gentes de Caer Mahlod, por todas las personas que aún no han muerto a manos de los Fhoi Myore y por el bien de un mundo que ha sucumbido al invierno eterno y que quizá nunca vuelva a ver la primavera.

Y un instante después el viento marino ya había hinchado la vela, y la embarcación empezó a moverse rápidamente sobre las aguas cabrilleantes, avanzando con rumbo oeste hacia donde en tiempos había estado Lwym-an-Esh y sus hermosas ciudades.

Y Corum se imaginó durante un momento que encontraría a Lwym-an-Esh tal como la había visto por última vez, y que todos los acontecimientos que habían tenido lugar durante las últimas semanas resultarían no ser más que un sueño.

El Monte Moidel y el continente no tardaron en quedar muy lejos detrás de él, y después se esfumaron y las tranquilas aguas rodearon a Corum por todas partes.

Si Lwym-an-Esh hubiese sobrevivido, Corum ya la habría divisado; pero la hermosa Lwym-an-Esh no estaba allí. Las historias de que se había hundido bajo las olas eran ciertas. ¿Y serían también verdad las historias que se contaban sobre Hy-Breasail? ¿Sería realmente todo cuanto quedaba de aquellas tierras, y se vería afectado Corum por las mismas ilusiones que habían padecido los viajeros que le habían precedido?

Estudió su mapa. No tardaría en averiguar las respuestas a aquellas preguntas, pues dentro de poco más de una hora avistaría Hy-Breasail.

Séptimo capítulo

El enano Goffanon

¿Sería aquélla la belleza contra la que le había prevenido la anciana?

No cabía duda de que su hermosura era irresistiblemente seductora. Sólo podía ser la isla llamada Hy-Breasail. No era lo que Corum creía que iba a encontrar, a pesar de su parecido con algunas comarcas de Lwym-an-Esh. La brisa chocó con la vela de su embarcación y le fue acercando a la costa.

Un lugar semejante no podía esconder ningún peligro. ¿O sí?

El mar susurraba rozando las blancas playas y la suave brisa agitaba las verdes ramas de los cipreses, sauces, álamos, robles e higueras. Pequeñas colinas de laderas que subían y bajaban en perezosas ondulaciones protegían valles callados y apacibles. Los rododendros en flor relucían con tonos escarlata, púrpura y amarillo. Una luz cálida e intensa acariciaba el paisaje impregnándolo con un leve matiz dorado.

Corum contempló la isla y se sintió invadido por una profunda sensación de paz. Sabía que allí podría descansar para siempre y ser feliz con sólo tumbarse junto a los ríos serpenteantes de límpidas aguas que reflejaban el sol con mil destellos o pasear sobre la hierba disfrutando de su agradable olor mientras contemplaba a los ciervos, ardillas y pájaros que tanto abundaban en la isla.

Otro Corum —un Corum más joven— habría aceptado aquella visión sin recelo y sin hacerse preguntas. Después de todo, en tiempos lejanos hubo propiedades vadhagh que se parecían a aquella isla; pero eso había sido el sueño vadhagh y el sueño vadhagh ya había terminado. Ahora Corum moraba en el sueño mabden, y quizá incluso en el sueño de los Fhoi Myore que se imponía con una fuerza abrumadora. ¿Había lugar en alguno de esos sueños para la tierra de Hy-Breasail?

En consecuencia, Corum atracó su embarcación en la playa con cierta cautela y tiró después de ella hasta dejarla escondida entre unos rododendros que crecían cerca del mar. Colocó las armas en su arnés para poder cogerlas sin dificultad y después empezó a adentrarse en la isla, sintiéndose un poco culpable por invadir aquel lugar tan pacífico ofreciendo una apariencia tan marcial.

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