El toro y la lanza (12 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El toro y la lanza
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Pero se obligó a seguir avanzando mientras rezaba para que el clima mejorase un poco más allá del bosque, allá donde se extendía el mar.

Corum siguió atravesando el Bosque de Laahr durante dos días más hasta que acabó teniendo que admitir ante sí mismo que se había extraviado por completo.

El frío parecía un poco menos intenso, cierto, pero no había ninguna indicación realmente clara de que estuviera avanzando en dirección oeste; y también cabía la posibilidad de que sencillamente se estuviera acostumbrando al frío.

Pero aunque quizá hiciera un poco más de calor, el avance se había vuelto agotador y terriblemente difícil. De noche Corum tenía que quitar la nieve del suelo para poder dormir, y ya hacía tiempo que había olvidado su cautela anterior concerniente a encender hogueras. Una gran hoguera era la forma más rápida y sencilla de derretir la nieve, y Corum esperaba que los árboles cargados de nieve dispersarían el humo lo suficiente como para que no pudiera ser visto desde la periferia del bosque.

Una noche había acampado en un pequeño claro. Preparó su hoguera con ramas secas, usó nieve derretida para abrevar a su caballo y hurgó bajo la capa de nieve buscando los escasos tallos de hierba que habían sobrevivido al frío para que la montura pudiera alimentarse, y ya había empezado a sentir el beneficioso efecto de las llamas sobre sus huesos medio congelados cuando creyó detectar un aullido familiar procedente de las profundidades del bosque en lo que le pareció era el norte de éste. Corum se levantó al instante, arrojó puñados de nieve sobre la hoguera para extinguirla y aguzó el oído para captar lo mejor posible el sonido si volvía a llegar hasta él.

Y el sonido llegó.

Era inconfundible. Había por lo menos una docena de gargantas caninas ladrando al unísono, y las únicas gargantas que podían emitir ese sonido pertenecían a los perros de caza de los Fhoi Myore, los Sabuesos de Kerenos.

Corum cogió su arco y su aljaba de flechas de donde los había dejado con el resto de sus armas y arreos cuando desensilló el caballo. El árbol que tenía más cerca era un viejo roble. Aún no había muerto del todo, y Corum pensó que sus ramas probablemente serían capaces de sostener su peso. Ató sus lanzas con un cordel, se puso el cordel entre los dientes, quitó toda la nieve que pudo de las ramas más bajas y empezó a trepar por el tronco.

Llegó lo más arriba que pudo, resbalando a cada momento y estando a punto de caer al suelo dos veces durante la escalada, y sacudió cautelosamente las ramas hasta que logró quitar un poco de la nieve acumulada en el árbol para poder contemplar el claro que se extendía debajo de él sin ser visto con facilidad desde allí.

Había albergado la esperanza de que el caballo intentaría escapar en cuanto captara el olor de los sabuesos, pero estaba demasiado bien entrenado. Su montura le esperó, mordisqueando confiadamente los escasos tallos de hierba que asomaban del suelo. Corum oyó aproximarse a los sabuesos. Ya casi estaba seguro de que habían detectado su presencia. Colgó la aljaba de una rama a la que podía llegar fácilmente con la mano y escogió una flecha. Podía oír el estrépito de los sabuesos abriéndose paso por el bosque. El caballo piafó y echó las orejas hacia atrás, y sus ojos se movieron frenéticamente a un lado y a otro buscando a su amo.

Corum vio cómo una masa de niebla empezaba a formarse alrededor del claro, y creyó distinguir una silueta blanca que avanzaba pegada al suelo. Empezó a tensar su arco, acostado de bruces sobre la rama apoyándose en el tronco con los pies.

El primer sabueso entró en el claro. Su roja lengua colgaba de sus fauces, sus rojas orejas se estremecían de un lado a otro y sus ojos amarillos ardían con el fuego de la sed de sangre. Corum tomó puntería a lo largo del astil de la flecha, enfilándola hacia el corazón de la bestia.

Soltó la cuerda del arco. Hubo un chasquido ahogado cuando la cuerda chocó con su muñeca protegida por el guante, y un tañido cuando el arco se libró de la tensión que había acumulado. La flecha salió disparada en línea recta hacia su blanco. Corum vio cómo el sabueso se tambaleaba y clavaba la mirada en la flecha que sobresalía de su flanco. Estaba claro que no tenía ni idea de dónde había podido surgir aquel proyectil mortífero. Se le doblaron las patas. Corum alargó la mano para coger otra flecha.

Y entonces la rama se partió.

Corum pareció quedar suspendido en el aire durante un momento mientras comprendía lo que acababa de ocurrir. Después hubo un chasquido y un golpe distante, y de repente Corum se encontró precipitándose hacia el suelo mientras hacía inútiles intentos de agarrarse a otras ramas durante la caída en la que le acompañaba un pequeño alud de nieve, causando un estrépito terrible. El arco fue arrancado de su mano; la aljaba y las lanzas seguían en la copa del árbol. Corum aterrizó sobre su hombro y su muslo izquierdos con un doloroso impacto. Si la capa de nieve no hubiera sido tan gruesa, se habría fracturado algún hueso casi con toda seguridad. Eso no había ocurrido, pero el resto de sus armas se encontraba al otro lado del claro, y más Sabuesos de Kerenos estaban entrando en él después de haber superado la sorpresa momentánea producida por la muerte de su hermano y el repentino derrumbarse de la rama del árbol.

Corum se levantó y empezó a medio correr y medio caminar hacia el tronco en el que había dejado apoyada su espada.

El caballo relinchó y trotó hacia él, interponiéndose entre Corum y su espada. Corum intentó apartar a la montura a gritos. Un prolongado aullido de triunfo resonó a su espalda, y un hilillo de saliva caliente y pegajosa goteó sobre su cuello. Corum intentó levantarse, pero el perro gigante ya le tenía atrapado bajo su peso, y un instante después el sabueso volvió a aullar anunciando su victoria. Corum había visto hacer lo mismo a otros sabuesos. Un instante más y la bestia abriría las fauces para revelar sus colmillos y desgarrarle la garganta.

Pero entonces Corum oyó el estridente relinchar del caballo, tuvo una fugaz visión de unas pezuñas que se movían a toda velocidad y el peso del perro dejó de oprimir su cuerpo, permitiéndole rodar sobre sí mismo a tiempo de ver cómo el enorme corcel de guerra se sostenía sobre sus patas traseras y golpeaba al sabueso, que gruñía con sus pezuñas recubiertas de hierro. La mitad del cráneo del sabueso se combó hacia dentro, pero el sabueso seguía gruñendo e intentando morder al caballo. Un instante después otra pezuña chocó con el cráneo y el sabueso se derrumbó con un gemido.

Corum ya había empezado a avanzar cojeando a través del claro, y un momento después su mano de plata se posaba sobre la vaina y su mano de carne y hueso aferraba la empuñadura de su espada, y la hoja salió de la vaina con un siseo metálico mientras Corum giraba sobre sí mismo.

Zarcillos de niebla habían empezado a adentrarse sinuosamente en el claro como si fueran dedos fantasmales en busca de una presa. Dos sabuesos ya estaban atacando al valeroso corcel de guerra, que sangraba a causa de las dos o tres mordeduras superficiales que había recibido, pero que de momento estaba defendiéndose muy bien.

Y un instante después Corum vio cómo una silueta humana emergía de entre los árboles. Iba totalmente vestida de cuero, con una capucha de cuero y los hombros protegidos por gruesas placas de cuero, y empuñaba una espada.

Al principio Corum pensó que la figura había venido en su ayuda, pues el rostro era tan blanco como los cuerpos de los sabuesos y sus ojos brillaban con un resplandor rojizo. Se acordó del extraño albino al que había conocido en la torre de Voilodion Ghagnasdiak. ¿Sería Elric?

Pero no... Los rasgos no eran los mismos. Los rasgos de aquel hombre eran toscos y su expresión la de un alma repugnante y corrompida, y el cuerpo era muy robusto y no se parecía en nada a la esbelta silueta de Elric de Melniboné. El recién llegado empezó a avanzar por entre la nieve que le llegaba hasta las rodillas con la espada en alto preparada para lanzar un mandoble.

Corum se agazapó y esperó.

Su oponente hizo bajar la espada en un torpe mandoble que Corum paró sin ninguna dificultad, después de lo cual devolvió el golpe lanzando una estocada e impulsando la espada hacia arriba con todas sus fuerzas para atravesar el cuero y clavar la punta de su hoja en el corazón del hombre. Un sonido peculiar mezcla de gemido y gruñido escapó de los labios del guerrero del rostro blanco, y Corum vio cómo daba tres pasos hacia atrás hasta que la espada emergió de su cuerpo. Después empuñó su espada con las dos manos y volvió a hacerla girar en un nuevo ataque dirigido a Corum.

Corum se agachó con el tiempo justo de esquivar el ataque. Estaba horrorizado. Su estocada había dado limpiamente en el blanco y el hombre no había muerto. Lanzó un tajo contra el brazo izquierdo desprotegido de su oponente, infligiéndole una profunda herida. Ni una gota de sangre brotó de ella. El hombre pareció no enterarse de que acababa de ser herido, y lanzó un nuevo mandoble contra Corum.

Mientras tanto más sabuesos surgían de las tinieblas y entraban dando saltos en el claro. Algunos se limitaron a sentarse sobre sus cuartos traseros para observar el combate entre los dos hombres. Otros se lanzaron sobre el corcel de guerra, cuyo aliento creaba nubéculas de vapor en el frío aire de la noche. El caballo estaba empezando a cansarse, y aquellos perros horrendos no tardarían en lograr arrastrarle al suelo.

Corum contempló con asombro el pálido rostro de su enemigo y se preguntó qué clase de criatura era realmente aquélla. No podía ser el mismísimo Kerenos, ¿verdad? Kerenos le había sido descrito como un gigante. No, tenía que ser uno de los esbirros de los Fhoi Myore de los que había oído hablar... Un jefe de jauría, quizá, que controlaba a los sabuesos durante las cacerías de Kerenos. El hombre llevaba una pequeña daga de cazador colgando de su cinto, y la espada que utilizaba se parecía bastante a los sables de hoja gruesa que se usaban para despedazar la carne y romper los huesos de las presas de mayor tamaño.

Los ojos del hombre no parecían estar fijos en Corum, sino en algún objetivo lejano; y posiblemente ésa era la razón por la que sus reacciones resultaban tan lentas y mal coordinadas. Aun así, Corum aún no se había recuperado del todo de los efectos de su caída y si no conseguía matar a su oponente, uno de aquellos torpes mandobles acabaría dando en el blanco más tarde o más temprano y Corum perecería.

El guerrero del rostro blanco avanzó hacia él balanceando implacablemente su enorme sable de un lado a otro, y Corum apenas si consiguió parar los mandobles.

Estaba retrocediendo lentamente, sabiendo que los sabuesos aguardaban a su espalda en el borde del claro. Y los sabuesos estaban jadeando dominados por una nerviosa expectación con las lenguas colgando de sus fauces, tal como hace cualquier perro doméstico normal cuando espera ser alimentado de un momento a otro.

En aquellos momentos a Corum no se le ocurría ningún destino peor que el de convertirse en alimento para los Sabuesos de Kerenos. Intentó recobrar la iniciativa y atacar a su enemigo, y de repente su talón izquierdo chocó con una raíz oculta. Se le torció el tobillo y Corum cayó mientras oía las notas de un cuerno que resonaban en el bosque..., un cuerno que sólo podía pertenecer al más grande y temible de los Fhoi Myore, Kerenos. Los perros se habían levantado y avanzaban hacia Corum mientras éste luchaba por incorporarse con la espada levantada para detener el diluvio de mandobles que el guerrero del rostro blanco hacía caer sobre él.

El cuerno volvió a sonar.

El guerrero se quedó inmóvil con el sable en alto, y una expresión de aturdida perplejidad fue apareciendo poco a poco en sus toscos rasgos. Los perros también se habían detenido y tenían las rojas orejas pegadas al cráneo, como si no estuvieran muy seguros de qué se esperaba que hicieran.

Y el cuerno volvió a sonar por tercera vez.

Los sabuesos empezaron a retroceder de mala gana hacia las profundidades del bosque. El guerrero dio la espalda a Corum y se tambaleó. Después dejó caer su arma, se tapó los oídos y dejó escapar un débil gemido mientras él también empezaba a salir del claro siguiendo a los sabuesos. Se detuvo de repente, y sus brazos quedaron colgando fláccidamente junto a sus costados, y la sangre empezó a brotar de repente de las heridas que Corum le había infligido.

El guerrero se desplomó sobre la nieve y se quedó totalmente inmóvil.

Corum se levantó despacio y con gran cautela, pues no estaba muy seguro de qué debía hacer. Su montura de guerra fue hacia él y le rozó el rostro con el hocico. Corum sintió una punzada de culpabilidad por haber pensado en dejar que el valeroso animal se enfrentara a su destino sin ninguna ayuda por su parte cuando trepó al árbol, y le acarició el hocico. El caballo sangraba a causa de las varias mordeduras que había recibido, pero no se encontraba herido de gravedad, y tres perros demoníacos yacían sobre el suelo del claro con las cabezas y los cuerpos destrozados por las pezuñas del caballo.

Un silencio absoluto había caído sobre el claro. Corum utilizó lo que consideraba como una mera pausa en el ataque para buscar el arco que se le había escapado de la mano durante su caída, y acabó encontrándolo cerca de la rama rota; pero las flechas y sus dos lanzas seguían estando en la rama del árbol donde las había colgado. Corum se puso de puntillas e intentó hacer caer las armas empujándolas con el extremo del arco, pero estaban demasiado arriba.

Entonces oyó un movimiento a su espalda, y giró sobre sí mismo con la espada preparada para atacar.

Una silueta muy alta acababa de entrar en el claro. Llevaba una larga capa de cuero flexible teñida de azul oscuro. Había joyas en sus esbeltos dedos y un collar de oro adornado con gemas en su garganta, y bajo la capa de cuero se podía ver una túnica de seda y lino sobre la que había bordados dibujos misteriosos. El rostro era apuesto y de considerable edad, y estaba enmarcado por una larga cabellera canosa y una barba gris que terminaba justo encima del collar de oro. El recién llegado sostenía un cuerno en una de sus manos, un gran cuerno de caza adornado con varias bandas de oro y plata que habían sido trabajadas hasta darles la forma de otros tantos animales del bosque.

Corum se incorporó. Dejó caer su arco y empuñó su espada con ambas manos.

—Me enfrento a ti, Kerenos, y te desafío —dijo el Príncipe de la Túnica Escarlata.

El hombre alto sonrió.

—Son muy pocos los que han llegado a enfrentarse a Kerenos. —Su voz era afable y melodiosa, y estaba impregnada de cansancio y sabiduría—. Ni siquiera yo me he enfrentado a él.

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