Entrecerré los ojos y dejé que una pausa se expandiera por el despacho. No se iba a salir con la suya. Si preguntaba, entraría más en el tema. Pero él aclaró el punto.
—A mi padre le robaron un millón de reales, más o menos. Doscientas cincuenta mil pesetas de las de entonces. ¿Sabe usted la fortuna que era? Eso ayudó a mantener las murmuraciones de la gente.
Una nueva trampa, si contestaba. Mantuve un silencio prolongado, que se interrumpió por el zumbido del comunicador interior. Descolgué.
—Dime, Sara.
—Tu hijo al teléfono.
—Dile que llame en media hora. O que le llamaré en cuanto termine de atender a un cliente —colgué.
—¿Soy su cliente, finalmente? —inquirió él. Negué con la cabeza.
—Verá, a ese hombre, si existe y tiene una edad acorde con la lógica, ningún juez lo meterá en la cárcel. Usted lo sabe. Demasiado viejo.
Su mirada pasó del pardo al acero.
—Perfecto. Entonces lo mataré yo mismo.
Sonreí sin alegría.
—No habla con el hombre indicado. Le recomendaré a algún colega especializado.
—No. Tiene que ser usted.
Su insistencia comenzó a intrigarme.
—¿Por qué? Puedo asegurarle que hay otros más capacitados que yo para este caso.
—Rafael Pérez Juan no opina lo mismo. Él me recomendó a usted.
Su masa y sus inquisitivos ojos me agobiaban. Estaba claro que para él era un asunto tan importante como para mí el mío. La diferencia estaba en que el mío era cercano, vivo, no una llamada de ultratumba. Volví a sentir el latido que me vinculaba a los insomnios de las últimas noches. Nunca me pregunté por qué le tuvo que suceder a Diana. Eran cosas que ocurrían casi a diario, como los accidentes de circulación. Uno lo lee en los periódicos, pero lo ve como algo ajeno hasta que nos coge por las pelotas. Me había llegado el turno. Era mi única hermana y su problema necesitaba una solución prioritaria.
—Ése no fue un caso de asesinato —contesté distraídamente.
—Usted le devolvió a su mujer, que había sido secuestrada y obligada a prostituirse. Fue una hazaña. Más que resolver un caso de asesinato.
—Mire, no soy su hombre.
—Rafael me contó también —prosiguió sin hacerme el menor caso— lo que hizo usted para rescatar a aquella chica de la influencia de aquella secta. Fue otro caso brillante. Es expeditivo, un hombre de acción. Se puede apostar por usted y por eso quiero que haga el trabajo.
—No se ofenda señor Vega, pero tengo la impresión de que tiene el oído desconectado.
—Le daré cinco millones de pesetas. Todos los gastos pagados.
—¿De dónde sale usted? —Tuve un amago de sonrisa—. ¿Cree que cinco millones es dinero para un caso de asesinato doble? Ni por diez lo aceptarían los especializados en esa rama.
—Treinta millones, cincuenta —indicó, imperturbable—. La mitad por adelantado.
—¿Qué le pasa? —dije, tratando de conservar la ecuanimidad—. ¿Se aburre o no sabe en qué gastar el dinero?
Cerró los ojos. Al abrirlos, una luz brotó de ellos como si algo se hubiera encendido dentro.
—Ni lo uno ni lo otro. Tengo bastantes años y ningún hijo. Sólo primos lejanos y una hermana soltera, allá, en el pueblo, a la que también le sobra todo menos juventud. Estoy en mi derecho de gastarme el dinero como quiera. Dentro de unos años no me servirá para nada.
El silencio se aposentó de la habitación como si tuviera cuerpo. Un relámpago antecedió al retumbante trueno. A través del ventanal se vio a las nubes arrojar su equipaje de agua.
—Lo siento. No puedo ayudarle. —Abrí un listín y saqué una tarjeta—. Tome. Llame a este detective.
El hombre se incorporó sin tomar la tarjeta, cogió el informe y la hoja de periódico y se puso la gabardina. Tomó su paraguas y me miró. Parecía un faro, allí, quieto, lanzando la luz de sus ojos como fuego incandescente.
—¿Quiere más dinero?
Negué con la cabeza.
—No es cuestión de dinero. Simplemente no puedo.
—Es usted desconcertante. Y no sólo por ese nombre tan raro. Está rechazando un buen dinero y la posibilidad de lucirse en un buen caso.
—Tengo mis razones.
Caminó pesadamente hacia la ventana y miró.
—Una vista para el águila culebrera de mi tierra —observó—. Como las que se ven desde mi pueblo, si cambiáramos los edificios por montes.
Me acerqué a él y miré a través de la lluvia hacia el grandioso paisaje exterior del que mi espíritu nunca quedaba saciado. Allá abajo está la plaza de España y luego el Palacio Real. En días sin nubes el horizonte huye hacia el sur por sobre los campos y se desdibuja en la lejanía.
—Tiene mi teléfono. Piénselo. Ha de ser usted —dijo.
No me dio la mano. Contemplé su tenue reflejo en el cristal tornasolado mientras se alejaba hacia la puerta. Al cerrarla tras de sí pareció que el despacho quedaba vacío.
Era el momento. Antes del ruido. Antes de que la desaparición de José Vega fuera un hecho consciente que motivara la alarma. ¿Quién imaginaría un robo en el pueblo, tan menguado de habitantes? En realidad, ¿quién se atrevería a robar en esos días aquí o en otro lugar? La dictadura era profunda y el terror, cotidiano para muchos. En altas esferas se larvaban fortunas y nada trascendía ni se castigaba. Pero el que robaba para comer era apaleado y llevado a prisión. La Guardia Civil de los pueblos de esa España en sombras era incansable a la hora de dar palizas. Había que mantener el orden en el inmenso cuartel. El hombre decidió ir primero a casa para dejarse ver. Entró y se quitó las madreñas, pero no el tabardo, cuya capucha echó para atrás.
—Hola —dijo, llevando unos troncos de leña.
—Vaya nochecita. ¿Terminasteis por hoy? —dijo la mujer.
—Sí. —Se dejó caer en una esquina del
iscanu
y se escanció un vaso de vino.
—Estarás cansado. Quítate el tabardo. Estás chorreando.
—Voy a la huerta un momento. Me acostaré pronto.
Salió y bajó a la puerta. Se puso las madreñas. La lluvia seguía imperturbable. Cruzó hasta la huerta y caminó hacia las afueras. Luego dio un rodeo, cruzando por delante de otras casas, de las que salían tenues resplandores de las llamas de los faroles. En algunas se oían débiles voces y risas de niños. En la oscuridad matizada vio a uno de casa Duque salir. El otro no le vio a él. Se acurrucó bajo un carro, fundiéndose en la sombra. El de los Duque se había bajado el pantalón, guarecido por un castaño, y estaba haciendo crepitar el culo. El hombre esperó inmóvil hasta que el otro terminó y volvió a su casa. El hombre permaneció unos segundos sin moverse. Luego se desplazó por entre las huertas y hórreos. Como en África, donde no había segunda oportunidad para quienes daban el paso equivocado. Entró en el establo de los Carbayones procurando pisar despacio para que el chapoteo sobre el barrizal de bostas no levantara ruido. Con maestría fue acariciando a las vacas, animales fácilmente asustadizos. Les musitó al oído y sobó sus lomos, para evitar movimientos bruscos, sin dejar de mirar a la pequeña puerta situada al otro lado del establo por donde podría venir alguien de los Carbayones, bajando de la casa. Agachado, buscó expectante bajo los pesebres. Había un hueco bajo cada uno de ellos, pero estaban taponados con el lodazal de las cagadas. Metió la mano en la masa y fue tocando las paredes una a una, sin prisas. En el cuarto pesebre notó un ladrillo más grande sobresaliendo del plano vertical. Un trueno retumbó en ese momento. No había visto el relámpago. El choque eléctrico había sido lejos. Sintió el movimiento de temor en los animales. Tiró del ladrillo hacia un lado y, arrodillándose, metió el brazo. Tocó botes y botellas de cristal. Sacó todas las botellas, siete en total. Las fue metiendo en pequeños talegos y luego las distribuyó entre sus ropas, en los bolsillos del capote. Colocó el ladrillo en su lugar original y con un manojo de hierbas se ayudó para empujar el lodo sobre el fondo, tapando el vestigio. Se levantó. Estaba cubierto de porquería. Caminó despacio con los oídos como antenas. Un relámpago iluminó la entrada. El trueno se abalanzó detrás. Notó que la lluvia arreciaba. Los relámpagos podían descubrirle, pero no tenía tiempo. Se asomó. Su mirada de águila no apreció ningún movimiento. Otro relámpago. Se pegó a la puerta y bajó el rostro. El estampido estaba encima. Salió y se desplazó, corriendo agachado sobre el terreno sin dejar de mirar a los lados. Dejó las casas y las huertas atrás. Otro relámpago. Se detuvo hecho un ovillo y prosiguió al volver la oscuridad. La lluvia era torrencial y lavaba sus ropas. Ayudó con sus manos a limpiar el pantalón de excrementos. Llegó al fondo de un prado y se pegó al muro, avanzando agachado. Otro relámpago. Nueva parada. Al fin se detuvo. Movió una piedra grande que dejó ver un hueco. Esperó un nuevo relámpago, que tardó más tiempo que el anterior. De inmediato, metió los talegos con las botellas cuidadosamente y los apoyo en el fondo. También metió la bolsita con los objetos recogidos del cuerpo de José. Puso la piedra en su sitio, la encajó fuertemente y la aseguró con piedras menores. Borró las huellas con hierba Y se aseguró de que la lluvia igualara la superficie. Desanduvo el camino, desplazándose encorvado a lo largo del muro. En un punto lo saltó y volvió al pueblo dando un rodeo, mientras de vez en cuando algún rayo aclaraba la lejanía. Llegó a las casas, pasó debajo del hórreo y entró en la casa. Se quitó las madreñas, el tabardo, el chaquetón, la chaqueta, el pantalón y la boina. Se echó en la cama, siempre a oscuras, y se tapó con la manta. Afuera la lluvia seguía cayendo.
—Tu hijo —habló Sara, pasándome la comunicación por la línea interior.
—Carlos, ¿cómo te va?
—Bien, pero no contestas a mis mensajes. ¿Problemas?
Dudé un momento. El muchacho era ya un adulto y no tenía sentido ocultar cosas que involucran a la familia.
—Sí. El mamón de Gregorio.
—¿Ha vuelto a…?
—Parece que le ha cogido el gusto.
—Hay que pararlo. Como sea.
—Me amenazó. Me dijo que me daría una paliza si intento algo. Y que me denunciaría para que me quiten la licencia.
Carlos guardó un silencio prolongado. Luego habló con furor.
—Si tú no puedes hacer nada, lo haré yo. Puedo reunir a unos colegas y joderle duro.
—No he dicho que no pueda hacer nada.
—Sabes que puedes contar conmigo.
—Lo sé, no te preocupes. ¿Llamabas para algo en particular?
—Sí, quiero que nos veamos para presentarte a mi novia.
—¿Cuál de ellas? ¿Seguro que no la conozco?
Rió a través del hilo.
—No la conoces. Esta vez va en serio.
—Esa canción la he oído antes.
—No, de verdad. Esto es definitivo. Cuando la veas lo comprenderás.
—Bien. ¿Qué te parece… —busqué en la agenda— la semana que viene? ¿El miércoles doce? ¿A las dos? Comeremos juntos.
—Vale. En el de Huertas.
—Venga.
Colgó. Me levanté y salí a la sala de recepción. El despacho de David estaba abierto. Entré.
—Hola.
David tiene treinta años, el pelo rubio largo y una permanente actividad en su cuerpo de altura media. No llama mucho la atención, lo que es bueno para su trabajo. Experto en electrónica, su curiosidad no encuentra meta. Es un buen ayudante. Estaba siguiendo los movimientos de un pez gordo de una gran empresa por encargo de su mujer.
—¿Cómo te fue?
—El tipo tiene un lío innegable. Le tenemos cogido. Estoy preparando el informe. ¿Quién es ese gigante que ha salido?
Le expliqué la entrevista.
—Coño, es un buen asunto para ti —dijo.
—Sí, pero el tema de Diana y ese cabrón me tienen absorbido.
—Dale una paliza a ese hijoputa.
—Es lo que deseo, pero debo hacerlo en su justo momento y de forma que no haga prosperar una posible denuncia suya.
Me miró dubitativamente.
—Ni acabas ese asunto ni te concentras en el trabajo. Debes resolver.
Tenía razón. Salí, y los ojos de Sara me atraparon.
—¿Tiempo para decirte las llamadas? —Sonrió.
—Luego —dije, y entré en mi despacho.
Miré los últimos informes de los casos abiertos. Pensé en Vega. Era en verdad un asunto de interés. Un reto más. Si tuviera tiempo… Sonó el móvil. Mensaje. Pulsé: «Ven, Diana». Era la clave de emergencia convenida, que nunca tuvo tiempo de usar. Me incorporé y noté la adrenalina inundar mi cuerpo. El asunto se había precipitado. Los acontecimientos marcaban el horario. La acción.
—Diana —susurré a Sara, cruzando como una exhalación frente a su rostro preocupado. Ya en la calle corrí hacia el aparcamiento de plaza de España, donde guardo el coche. Conduje el BMW 320 por la cuesta de San Vicente hasta la M–30 y salí luego a la avenida de América. Eran las once y cuarto de un viernes lluvioso. Me desvié a la avenida de Logroño y busqué Parqueluz, donde vivían. Sabía que estaban allí, porque el día anterior Diana me había llamado, después de recibir una paliza, para decirme que no iría a trabajar con la cara en tan lamentables condiciones. Busqué un hueco y lo encontré en la misma acera, algo alejado, detrás del hotel. Cogí un maletín del coche, me dirigí al portal y lo abrí con mi copia de llave. En ese momento la tensión había remitido en mi pulso. Mis movimientos eran rápidos, pero calculados. Subí hasta la sexta planta. Por las ventanas del pasillo se veían las pistas del aeropuerto y el movimiento de los aviones. Nunca entendí por qué les gustaba vivir en esa zona. Llegué a la puerta y escuché. Atenuados, se oían ruidos, voces y llanto. Introduje los pies en unas fundas de plástico, como las que se usan en los hospitales. Luego, me puse unos guantes de cirujano. Abrí con mi llave. El pasillo estaba libre. Oí el llanto desconsolado de mi hermana. Cerré con estrépito. Del dormitorio de la izquierda salió Gregorio. Estaba desnudo y empalmado. Era claro que se estimulaba con el daño ajeno.
—¿Qué haces aquí, cabrón? —exclamó al verme.
Se abalanzó hacia mí con su impresionante masa de músculos ejercitados, balanceando el falo como si fuera el badajo de una campana. Tengo un golpe favorito, que es la patada en el bajo vientre. Si se aplica bien, el receptor queda desarmado. Y yo soy un especialista. Gregorio cayó de rodillas, sujetándose sus partes y gritando. Le agarré por el cuello con ambas manos, le arrastré hacia la cocina e incrusté su cara contra un armario. Quedó inmóvil, boca abajo, mientras algunos platos y cubiertos caían sobre él y rodaban por el suelo.