La gerente del banco regresó con una caja de metal gris, larga y chata, la dejó encima de la mesa delante de él y se marchó. Bravo sacó la llave y la abrió. En su interior encontró varios fajos de billetes, cuidadosamente envueltos y sujetos: su dinero secreto, otra cosa que Dexter Shaw le había enseñado. Había dos capas, cada fajo doble firmemente atado. Desató la esquina inferior izquierda y sacó de entre los fajos la llave que su padre le había entregado hacía seis meses.
El encuentro había sido breve pero inaudito por cuanto Dexter había volado a París, algo que Bravo no recordaba que su padre hubiese hecho antes. No se habían sentado en ninguna parte, sino que, a sugerencia de Dexter, habían cruzado el Sena a través del pont d'Iena, caminando de prisa por el poco atractivo quai de Grenelle. La mañana era inusualmente cálida por tratarse de un febrero normalmente desapacible y ventoso, y se podía ver a la gente que paseaba felizmente con sus abrigos abiertos o colgados de los brazos. Una vez que hubieron pasado frente al hotel Nikko, los turistas desaparecieron y el número de parisinos se redujo, lo que era aparentemente el objeto del ejercicio. Fue entonces cuando Dexter le entregó la llave, un objeto antiguo, extraño tanto en su forma como en su diseño.
—Si algo me sucede —había dicho Dexter—, necesitarás esto.
—¿Si sucede qué? Papá, ¿de qué diablos estás hablando?
Otro secreto oscuro e insondable, otro trozo de metralla alojado en su pecho, tan cerca del corazón que podía sentir cómo latía.
El cielo era de color alquitrán. El tiempo excesivamente caluroso hacía que una fina neblina se alzara desde el río, emborronando el perfil de los edificios en la orilla derecha. Los halos parecían palpitar alrededor de las luces en movimiento. Una sirena sonó tristemente cuando una barcaza se deslizó lentamente junto a ellos. En el muelle inferior, un perro corría suelto, con la lengua colgando. Las hojas de los castaños de Indias se agitaban como si estuvieran ansiosas.
—Sólo escúchame, Bravo. Guarda esta llave en un lugar seguro, ¿me lo prometes? Y, si ocurriera algo, coge el otro juego de llaves que te di y ve a mi apartamento. —Dexter Shaw había sonreído, apretando levemente el hombro de su hijo—. No pongas esa cara. Lo más probable es que nunca lleguemos a eso.
Pero había ocurrido. El detective Splayne pensaba que la explosión había sido provocada por una fuga de gas, y esa conclusión había sido confirmada por el Departamento de Bomberos. Ahora, allí sentado mientras contemplaba la llave con la rebaba redonda en un extremo, las siete incisiones en toda su extensión, cada una de ellas en forma de estrella, Bravo no pudo evitar examinar lo que le había estado rondando la cabeza desde el principio: ¿y si tanto el detective Splayne como el Departamento de Bomberos estaban equivocados? Hacía seis meses, Dexter Shaw había viajado hasta París, un lugar que detestaba, para transmitirle a su hijo el presentimiento de su muerte inminente. Imbuido de los auténticos misterios de las religiones medievales, Bravo no creía en lo oculto. Su padre no era vidente; él sabía algo o, al menos, tenía la profunda sospecha de que su muerte estaba a la vuelta de la esquina.
Sacudiéndose la lúgubre telaraña de sus pensamientos, Bravo se guardó la llave junto con dos fajos de billetes. Luego cerró la caja con llave y, saliendo del reservado, se la entregó a la gerente, que lo esperaba pacientemente.
No era la primera vez que consideraba la posibilidad de que el trabajo que realizaba Dexter Shaw en el Departamento de Estado fuese sólo una tapadera y que, en realidad, fuera un espía.
—Creo que es muy mono —dijo la muchacha con el rostro de gata hambrienta.
Rossi sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió.
—Donatella, nunca dejas de sorprenderme. Tienes que ser más selectiva.
—No te pongas celoso, cariño. —Le acarició los bíceps con sus largos dedos—. No tengo ninguna intención de dejarte por Braverman Shaw.
—Pero no descartarías un polvo de una noche, ¿verdad?
Cuando ella apoyó la mano sobre su camisa de seda negra, hizo presión con las uñas para que él pudiera sentirlas a través de la fina tela mientras le recorría el pecho.
—¡Qué nostálgico! —murmuró ella—. Recuerdas nuestra primera cita.
—¿Cómo podría olvidarla?
Rossi desvió la mirada hacia la entrada del banco.
Estaban sentados a la mesa de un café situado en diagonal frente al banco en cuyo interior Bravo había desaparecido hacía diez minutos. Habían elegido una mesa ligeramente apartada de la ventana, para poder vigilar la calle sin ser vistos. Rossi y Donatella hablaban un inglés perfecto, sin un ápice de acento, pero cuando nadie más podía oírlos caían en el hábito de comunicarse en la versión precisa, casi formal, de la lengua empleada por todos los romanos.
De pronto, Rossi cogió con fuerza la muñeca de porcelana de Donatella.
—¡Me haces daño! —exclamó ella, pero él no aflojó la presión.
Rossi hizo girar lentamente la muñeca hasta que la mano de Donatella reveló lo que contenía: el colgante que él llevaba en la cadena de oro alrededor del cuello.
—Te lo dije, ¿verdad? ¿Qué fue lo que te dije?
Donatella frunció los labios mientras sus dedos acariciaban suavemente la cruz púrpura de siete puntas.
—Pero es tan hermosa…
Rossi sabía que quería decir «poderosa». Ella siempre decía «hermoso» cuando, en realidad, quería decir «poderoso».
—Razón de más para mantenerla oculta. —Sin quitar los ojos de su rostro, él abrió sus dedos de modo que el colgante desapareciera bajo la abertura de su camisa—. ¿Cuáles crees que serían las consecuencias si nuestro señor Shaw pudiese ver siquiera fugazmente la cruz?
Donatella volvió la cabeza, sus ojos de gata examinando la calle bañada por el sol.
—Él lo sabría —dijo en un tono inconfundiblemente irrevocable—. Braverman Shaw lo sabría todo.
Cuando salió del banco, un golpe de calor recibió bruscamente a Bravo. Después de haber permanecido en la penumbra fría y metálica de la bóveda acorazada del subsuelo, la luz era cegadora, pero aun así se preguntó si ya había visto antes al hombre que estaba al otro lado de la calle. Le resultaba vagamente familiar, pero Bravo no podía situarlo con exactitud.
Echó a andar y el hombre se puso en movimiento. Cuando volvió la esquina, vio al desconocido reflejado en el cristal del escaparate de una tienda, contra un abigarrado fondo de brillantes platos turcos y cacharros de cerámica de Marruecos. Fue la manera de andar lo que lo delató, el detalle que devolvió a su mente la sonrisa felina de aquella muchacha mientras su novio hablaba con el policía que estaba apoyado en el coche. El contacto visual de ella había sido deliberado, estaba intentando impedir que él pudiese recordar a su novio, que ahora se había hecho cargo de la vigilancia.
¿O acaso lo estaba imaginando todo? No estaba paranoico, y tampoco era un espía. Quizá tampoco su padre lo había sido. Pero él no creía eso, en realidad, no. La evidencia estaba aumentando y ahora, con aquella extraña llave en su poder, se había convertido en parte del juego. Si sólo tuviese alguna pista acerca de qué juego se trataba…
Emma había alquilado una suite en un pequeño y exclusivo hotel a pocas manzanas del St. Vincent mientras reparaban los daños que la explosión había provocado en su casa. Ahora los vendajes que cubrían su rostro eran más pequeños, y Bravo comprobó que había comenzado a crecerle el pelo. Martha, quien le había abierto la puerta, estaba ocupada preparando el almuerzo en la cocina.
Bravo había pasado quince minutos alejándose del hotel y luego había regresado, siempre andando, ocultándose en alguna tienda y saliendo súbitamente de ella, hasta que se convenció de que ni el hombre ni su compañera lo estaban siguiendo. Sólo entonces entró en el hotel.
Al llegar, besó a su hermana en la mejilla.
—¿Cómo estás?
—Mejor. —Emma sonrió—. ¿Y tú?
—Listo para entrar en acción.
Sin dejar de sonreír, Emma dijo:
—¿Sabes?, tengo la sensación de que hace días que quieres decirme algo. Ahora que estás a punto de marcharte, creo que ha llegado el momento de que me lo cuentes.
Bravo miró a su alrededor, pero Martha estaba en la cocina, canturreando por lo bajo y concentrada en lo suyo.
—Se trata de papá. Yo…
Ella levantó la cabeza.
—Bravo, soy yo. —Dio unas palmadas en el sofá y suspiró cuando sintió que su hermano se sentaba. Al notar su calor junto a ella, dijo suavemente—: No pasa nada. Sea lo que sea, te ayudará si me lo cuentas. Debes tener fe.
Bravo se apretó los párpados con los pulgares, como si así pudiese aliviar la presión que se acumulaba en su cabeza.
—Aquel día, papá debía decirme algo. Era importante, al menos para él. Y yo no dejaba de posponerlo con cualquier pretexto. Le dije que ya hablaríamos de ese asunto después de la cena.
Como si fuese un corredor más veloz que siempre acababa por superarlo, aquel terrible día volvió a darle alcance, enmudeciéndolo.
—Quizá lo que papá tenía que decirte era algo realmente importante —señaló Emma—, pero ésa no es la cuestión. Tienes que seguir con tu vida y no serás capaz de hacerlo a menos que puedas perdonarte a ti mismo. —Emma le rodeó los hombros con el brazo—. ¿Crees que puedes hacerlo?
Bravo se quedó en silencio, sabiendo que ella no quería ni necesitaba una respuesta. Él simplemente escuchaba, entregado por completo a lo que Emma decía. La verdad era que, a pesar de todas las peleas de hermanos que habían tenido cuando eran pequeños, siempre la había admirado, no sólo por su talento, sino también por su inteligencia innata.
—Antes de que decidieras dedicarte a la gestión de riesgos, eras un estudioso, un erudito. El hecho es que sigues siendo un erudito, del mismo modo que yo soy una cantante lírica. Somos quienes somos, Bravo, elijamos creerlo o no, porque lo llevamos grabado desde que nacimos. ¿Por Dios? Sí, por Dios, a través de la genética. Trabajas como gestor de riesgos pero en realidad no lo sientes; y papá eso lo sabía, aun cuando tú mismo perdías de vista ese hecho.
Bueno, eso era algo, pensó Bravo mientras abandonaba el hotel. Más que algo. Y en ese momento era todo lo que tenía.
B
RAVO viajó a Washington, D. C., en el puente aéreo, estudiando las caras y el comportamiento de los demás pasajeros tanto en la terminal como a bordo del avión. Llevaba consigo las dos llaves —la llave de las siete estrellas, como había dado en llamarla, y la más prosaica llave Medeco del apartamento de su padre— y nada más, excepto el dinero que había cogido de su caja de seguridad. No sabía por qué había decidido llevar consigo ese dinero; una corazonada, o quizá un presentimiento similar al que había llevado a su padre hasta el quai de Grenelle hacía seis meses. Y otra cosa: también llevaba en la cabeza una creciente constelación de hechos en los que encontrar un patrón.
La densa humedad del sur que avanzaba por el borde del Chesapeake intentó sofocarlo en el instante en que salió de la terminal. A mitad de camino de la fila de taxis, Bravo se detuvo súbitamente, como si no estuviese seguro de sí mismo. El cielo era uniformemente blanco, teñido apenas por un azul pálido en el horizonte, lejos del sol ardiente. Pequeños remolinos de viento agitaban puñados de hollín y envoltorios de caramelos, alzándolos en breves espirales temblorosas. Sin aviso previo, volvió sobre sus pasos. Una vez en el interior de la terminal, pasó junto a los enormes paneles de cristal, observando a la multitud que entraba y salía. En ese momento no podría haber dicho qué estaba buscando pero, como si fuese un animal con el morro dirigido hacia el viento, había respondido a un peculiar hormigueo que había sentido entre los omóplatos. Fue hasta una de las máquinas expendedoras, se sirvió un vaso de café y lo bebió a pequeños sorbos sin dejar de vigilar los rostros de las personas que pasaban cerca de él. Una parte de sí se sentía ridícula, pero otra, una parte cada vez mayor, no le permitía relajarse.
Finalmente, después de haber satisfecho algún instinto profundamente enterrado, tiró el vaso de cartón a la papelera y se alejó en busca de un taxi.
Dexter Shaw había vivido en un modesto apartamento de un solo dormitorio en Foggy Bottom, el curioso barrio de Washington, D. C. que se extendía entre la Casa Blanca y la Universidad de Georgetown. Hace un siglo, toda esa zona baja era húmeda y pantanosa debido a su proximidad con el Potomac. La niebla que ascendía del río se combinaba a menudo con una densa y grasienta masa transportada por el aire, una especie de
smog
industrial londinense que emanaba de la cercana Washington Gas & Light Company, los hornos de cal de Godey y la Cranford's Paving Company. En la actualidad era el hogar de muchos legisladores y un buen lugar para la creación de contactos, algo que, después de todo, era la moneda corriente que engrasaba el mecanismo del curiosamente anticuado motor de la ciudad.
El complejo de apartamentos se encontraba en un enorme edificio de ladrillo rojo que ocupaba la mayor parte de la manzana en la calle H. Era una estructura moderna, completamente anónima, sin detalles o adornos que resultasen interesantes o atractivos a la vista, cuyas formas dependían de la función, el resultado típico de una desafortunada escuela de arquitectura posmoderna.
Después de identificarse ante el conserje uniformado, Bravo subió en el ascensor hasta el piso doce y recorrió el pasillo enmoquetado de azul. Una vez frente a la puerta del apartamento de su padre, introdujo la llave Medeco en la cerradura, pero no consiguió abrirla. Volvió a intentarlo, haciéndola girar a ambos lados como si sólo necesitara un pequeño estímulo para cumplir con su función.
Estaba a punto probar por una tercera e infructuosa vez cuando oyó una voz a su espalda y, al volverse, se encontró con un hombre pequeño, de rostro oscuro, que se acercaba por el pasillo.
—Soy Manny, el supervisor. Johnny, el conserje, me llamó para avisarme. —Le tendió la mano—. Usted es el hijo del señor Shaw, ¿verdad?
—Así es —dijo Bravo.
—Todos nos sentimos muy afectados cuando supimos de la prematura muerte del señor Shaw. Era muy apreciado en todo el edificio. Era un hombre reservado, ¿sabe?, introvertido… pero siempre amable.
«Mi padre, el político, siempre dando buena imagen», pensó Bravo al tiempo que le agradecía al hombre sus palabras.