Fray Leoni se interrumpió bruscamente, volvió la cabeza y, como si fuese un animal cauto, sacó la punta de la lengua, absorbiendo las nuevas que llegaban a él a través del viento.
—¿Pero? —preguntó fray Próspero con visible irritación.
Fray Leoni se volvió. Era un hombre que en ocasiones poseía la enervante habilidad de dirigir todo su escrutinio sobre cualquiera que estuviese con él, una cualidad que a menudo había demostrado ser más de lo que algunos podían tolerar.
—Pero el enemigo no es tonto, es mucho más inteligente de lo que pensamos. Fray Próspero, no hay duda de que tenemos a un traidor entre nosotros. A menos que podamos descubrir su identidad y detenerlo, esta noche Sumela puede dejar de ser nuestro santuario y convertirse en nuestra tumba.
Los ojos de fray Próspero echaban chispas mientras meneaba la cabeza.
—Sabéis muy bien que nunca he sido partidario de que hubiese un único custodio.
—Y, no obstante, ahora sois capaz de ver su fuerza —dijo frayLeoni—. Hemos sido traicionados desde dentro de la Haute Cour. Siete monjes, incluidos vos y yo, conocen nuestros secretos, pero sólo dos saben dónde están y tienen la llave del escondite. De otro modo, esos secretos ya estarían hace tiempo en manos de los caballeros de San Clemente. Vamos, el tiempo se acaba.
Fray Próspero vaciló a pesar de las palabras de fray Leoni, pero entonces, desde la muralla más alta de Sumela, el grito del centinela frustró el intento de fray Leoni y vació la sangre de su corazón.
—¡Allí vienen! ¡Los caballeros están encima de nosotros!
Y, efectivamente, cuando ambos se volvieron para mirar desde lo alto de las murallas, vieron claramente a los caballeros de San Clemente, su emblemático estandarte con su cruz púrpura de siete puntas ondeando junto al del papa de Roma, avanzando a caballo, las armaduras lanzando destellos bajo la luz menguante, hacia las puertas del monasterio.
El
magister regens
se inclinó hacia adelante aferrando con fuerza el borde del parapeto.
—Un ataque frontal —dijo, echándose a reír—. Eso les llevará varios días y, mientras tanto, podemos enviar un aviso a Lorenzo Fornarini, que nos ayudó con tanta valentía en Trebisonda y ahora…
Fray Leoni lo interrumpió de forma ruda y apremiante en mitad de la frase con un apretón de hierro en el brazo. Había estado contando a los caballeros y había descubierto que su número era escaso. La única explicación…
—Es demasiado tarde para que sir Fornarini o cualquier otro pueda acudir en nuestra ayuda. —Apartó a fray Próspero de la pared cuando las primeras flechas pasaron zumbando por encima de sus cabezas—. La fuerza principal nos ha rodeado por detrás. Por eso les ha llevado varios días llegar hasta aquí. —Corrió hacia la escalera que llevaba al interior—. Ya están dentro, de otro modo ese grupo jamás se habría mostrado como lo está haciendo.
—¡Imposible! Me niego a creer…
—¡De prisa! —Fray Leoni chasqueó los dedos—. ¡Vuestra llave!
El
magister regens
metió la mano entre sus ropas, pero fray Leoni la cogió de su puño y la arrancó de la cadena a la que había estado sujeta a un crucifijo de madera. Ahora estaba en la palma de su mano, una llave que no se parecía a ninguna otra, salvo a su gemela, que estaba en su poder. La llave exhibía un extremo extrañamente nudoso y, a lo largo del cuerpo, siete muescas en forma de estrellas de diferentes anchos y profundidades.
El
magister regens
clavó los dedos en el hábito de fray Leoni.
—Un día vuestra insolencia será vuestra perdición.
—Tal vez —dijo fray Leoni—. Pero no hoy.
Sin quitar la vista de los ojos color obsidiana de fray Próspero, alzó una mano y lentamente, un dedo tras otro, se liberó del puño que le aferraba el hábito.
—Hoy vuestras sinceras plegarias están conmigo,
magister regens
, porque ahora soy el único custodio de nuestros secretos. Si yo muero, la orden morirá conmigo.
En ese momento se oyeron gritos procedentes de la planta inferior de la ciudadela; a través del aire llegó el sonido del acero, alaridos y terribles gemidos.
—Ahí tenéis vuestra prueba —dijo fray Leoni lacónicamente—. Hemos sido traicionados otra vez. Nuestra fortaleza ha sido asaltada.
Los ojos de fray Próspero parpadearon con un atisbo de temor. Con el rostro barbado encendido, hizo un esfuerzo por retomar la conversación.
—¿Y qué hay de ese secreto —dijo en voz muy baja—, el único que vuelve insignificantes a todos los demás, el secreto cuya existencia ignoran incluso quienes nos atacan, que ignora incluso quien los envía? ¿Estará a salvo con vos?
—Por esa razón me nombraron custodio. La confianza es sagrada; nunca puede violarse. Protejo todos los secretos con mi vida, especialmente ése.
Fray Próspero asintió. Aunque no complacido, al menos estaba satisfecho. Tenía que estarlo; no tenía otra alternativa.
—Entonces, que Dios vaya con vos, hijo mío. En el nombre de Cristo, tened cuidado.
—Y si ambos conseguimos sobrevivir, ya sabéis dónde encontrarme.
—Dentro de un año —dijo fray Próspero—. Sí.
—Entonces volveremos a vernos y reanudaremos nuestro debate.
—Si Dios quiere.
Fray Leoni se sujetó el borde del hábito en el cinturón y bajó por la escalera de caracol de la parte occidental de la muralla. La tela estaba rígida y le resultaba incómoda allí donde la sangre se había secado. Al pasar por delante de la primera de una fila de ventanas, pudo ver la mancha oscura de la noche que ascendía hacia la bóveda azul cobalto del cielo. A tiro de piedra estaba el estrecho borde empinado del tejado de la cocina y, más allá, las terrazas del ala real sostenidas con pilares. Un inquietante destello de luz llamó su atención. Alguien había iniciado un fuego junto a los muros.
Justo debajo de él comprobó que los hombres habían entablado un feroz combate. Al ver que dos de sus hermanos estaban siendo atacados por cuatro caballeros, sacó su espada y se lanzó contra ellos, repeliendo a un caballero que a punto había estado de partir en dos el cráneo de fray Benedetto. No era eso lo que debía estar haciendo en ese momento. Su primera y única obligación era ponerse a salvo y, de ese modo, mantener en lugar seguro los secretos de la orden. El problema era que no podía evitarlo. Sus hermanos estaban en un terrible apuro; ¿cómo podía abandonarlos a su suerte?
Paró un golpe débilmente, dando a su enemigo una falsa noción de su habilidad y luego, cuando el caballero se lanzó en una estocada a fondo, desvió limpiamente el acero y clavó la punta de su espada en medio del pecho de su rival. Otro caballero lo atacó por la derecha sólo para recibir un terrible corte en la cintura. Pero ahora otros seis caballeros llegaron desde la planta inferior y se vio obligado a dejar la defensa en manos de sus hermanos, replegándose escaleras arriba hasta el nivel de la ventana trebolada. Repelió la estocada de un caballero que se había separado del grupo para seguirlo y le asestó lo que parecía ser un golpe torpe con la parte plana de su espada. Consiguió el efecto deseado y el caballero perdió el equilibrio. Entonces, aprovechando su posición ventajosa, fray Leoni le golpeó con fuerza en el hombro. El caballero giró, su bota no consiguió afirmarse en el borde del escalón, y cayó pesadamente sobre dos de sus compañeros.
Fray Leoni no perdió un segundo y, ganando el alféizar de piedra de la ventana, saltó hacia las tejas del techo de la cocina. Desde allí podía ver claramente el patio inferior, infestado ahora de caballeros de San Clemente. También veía el muro que había estado permanentemente ennegrecido por las hogueras de los asedios sarracenos. «Traicionados —pensó amargamente—, desde dentro de nuestro lugar más íntimo y sagrado». En ese mismo instante, una pesada saeta lanzada por una ballesta pasó a escasos centímetros de su cabeza, fray Leoni se arrojó de cabeza hacia la izquierda y quedó tendido sobre el tejado. Tan pronto como se alzó apoyándose en un codo, otra saeta lo buscó desde la distancia, aunque no pudo ver a su enemigo. Sin embargo, no importaba demasiado; su rival estaba fuera de su alcance.
Pegando nuevamente su cuerpo contra las tejas, procuró arrastrarse a través del techo de la cocina. Su intención inicial era llegar hasta allí y luego salir a través de un pasadizo subterráneo. Pero un vistazo al sangriento caos en el que se había convertido el patio principal lo persuadió: jamás conseguiría llegar a esa sección de las plantas inferiores, y menos aún a la cocina. De modo que, siendo ése el caso, ahora necesitaba llegar a la biblioteca. Cambió de dirección, reptando nuevamente hacia la parte superior del tejado de la cocina. Este movimiento tenía la desventaja de que lo convertía en un blanco perfecto durante los tres o cuatro segundos que le llevaría alzar su cuerpo por encima de la cumbrera y pasar al otro lado, ya en el ala oriental del vientre del monasterio.
No tenía otra alternativa; si quería llegar a la biblioteca, el único camino era ése. Pero necesitaba aumentar sus posibilidades, necesitaba una diversión. Esperó justo debajo de la cumbrera del tejado, reponiendo fuerzas, respirando pausadamente. Buscó con su mano libre hasta encontrar una teja suelta. La quitó con cuidado y la lanzó hacia la dirección opuesta a la que pensaba ir. De inmediato oyó cómo se rompía contra los adoquines del patio y los gritos de advertencia de los caballeros. Acto seguido, se arrastró hacia la cumbrera, pasando al lado oriental del techo de la cocina. Ninguna saeta le buscó el cuerpo y, sin detenerse para recuperar el aliento, avanzó tan de prisa como pudo, descolgándose finalmente sobre la terraza de la biblioteca. Al bajar había perturbado el nido de un pájaro y, sabiendo que durante algún tiempo no tendría otra posibilidad de sustento, comió los tres huevos que allí había, ya que una vez que su olor los contaminara, la madre no se sentaría sobre ellos y los desecharía, del mismo modo que su orden había sido expulsada del seno de la iglesia.
Atravesó rápidamente la gran habitación, colmada de estanterías con valiosos volúmenes. Incluso ahora le aterrorizaba la idea de que los caballeros incendiasen el monasterio y todo ese conocimiento se perdiera para siempre.
Fray Leoni recorrió cuidadosamente todas las habitaciones, siempre avanzando hacia la parte oriental del monasterio. Tenía que llegar al muro oriental. De vez en cuando, como la marea que avanza temerariamente sobre playa de duros guijarros, alcanzaba a oír un ascenso súbito en los terribles sonidos de la batalla que le ponía los pelos de punta: el choque de los aceros, los gruñidos animales de los guerreros que combatían cuerpo a cuerpo, los insultos, los juramentos y los profundos gritos y gemidos de los heridos y los que estaban al borde de la muerte.
En medio de la penumbra consiguió llegar a su meta, el muro oriental que estaba completamente embaldosado siguiendo un maravilloso modelo griego. Buscó con sus dedos callosos el mecanismo que le permitiría acceder a la escalera oculta —un azulejo, el quinto desde el suelo, el tercero por la izquierda—, y estaba punto de presionarlo cuando un sonido llegó hasta él, bajo y agudo. Se quedó inmóvil y permitió que sus sentidos se orientasen hacia el exterior. Al principio nada, luego volvió a oírlo, el sonido del acero rascando contra la piedra. Alguien estaba con él en la cámara. Pero, en lugar de atacar, estaba observando y esperando.
Fray Leoni reprimió el impulso de abrir la puerta secreta y huir. No podía permitir que el enemigo conociera la existencia de esa ruta de escape, porque, si lo hacía, los caballeros irían tras él con todo lo que tenían.
Movió la mano sobre la pared embaldosada y se apartó de ella tratando de no despertar sospechas. Luego hizo lo último que su enemigo podía esperar: avanzó directamente hacia él o, más correctamente, ya que no podía verlo, hacia el punto de origen del sonido. Había acertado, y una pequeña sonrisa de triunfo se dibujó en su rostro cuando el fugaz destello del acero que se alzaba cruzó su campo visual. Pero en ese momento vio que el caballero lo apuntaba con un arcabuz. Fray Leoni saltó hacia adelante en el mismo instante en que el caballero apretaba el gatillo de su arma de fuego más de prisa de lo que había sido su intención. El estampido alcanzó el oído del monje como si de un enjambre de abejas se tratara y, por un instante, tuvo la sensación de que su cabeza se había llenado de plomo.
Acto seguido se abalanzó contra su enemigo y el arcabuz saltó por los aires. Usó los puños y luego sacó la espada. El caballero de San Clemente y él cruzaron los aceros.
Ahora que estaban en igualdad de condiciones se sintió mejor, pero casi de inmediato su enemigo lo obligó a retroceder con una serie de violentos golpes. Fray Leoni combatía de manera peculiar: defendiéndose. De esta forma, podía evaluar la habilidad del caballero sin revelar el nivel de su propia capacidad para el combate. Su rival era más grande y más poderoso que él… y también se mostraba seguro y diestro en el manejo de la espada. FrayLeoni, obligado a seguir retrocediendo ante la lluvia de golpes, permitió que la confianza del caballero creciera aún más. Un penúltimo golpe, propinado a dos manos, le hizo hincar la rodilla. Con una sonrisa de triunfo, el caballero levantó la espada para asestar el golpe mortal. Fray Leoni sacó entonces un puñal de entre sus ropas e hizo un profundo corte en el talón de Aquiles de su enemigo. El caballero cayó al suelo de inmediato mientras hacía girar su espada sin orden ni concierto. Fray Leoni le dio un golpe y la arrojó lejos de su rival. Luego se colocó encima del caballero, confiando en que no sería herido, y clavó el puñal a través de una brecha en la armadura.
Se levantó entonces jadeando de encima del hombre muerto, se acercó tambaleándose hasta la pared embaldosada, accionó el mecanismo y, antes de que apareciera nadie más, se esfumó a través de la abertura en la pared, cerrando la puerta secreta tras de sí.
Bajó por una empinada escalera de caracol en la más absoluta oscuridad. Fray Próspero y él habían recorrido ese mismo camino muchas veces, al principio provistos de antorchas de juncos cuando habían explorado el pasadizo, y luego, totalmente a oscuras, para prepararse precisamente para esa situación.
Llegó al pie de la escalera sin problemas y, desde allí, continuó hasta la muralla oriental. Desde una esquina avanzó quince pasos, luego buscó el mecanismo de apertura que se hallaba al nivel de la pared. Allí había otra puerta secreta que conducía a una escalera de hierro que discurría a través de los gruesos muros de Sumela —a través de la propia piedra labrada—, hasta emerger aproximadamente a un kilómetro de los terrenos que ocupaba el monasterio. Sin perder un segundo, fray Leoni se adentró por el estrecho pasadizo subterráneo, que apestaba a moho y al intenso olor mineral del agua que goteaba a través de la piedra. Trataba de hacer el menor ruido posible pero, dadas las circunstancias, era prácticamente imposible guardar silencio absoluto. No obstante, la urgencia lo obligó a correr y, finalmente, encontró la escalera de cuerda que pendía en el interior del viejo pozo, que nunca había sido realmente un pozo, sino una posibilidad cierta de escape en el caso de que alguna vez el monasterio fuese tomado por fuerzas enemigas.