—Es mejor que no le diga nada a Jordan —le había dicho Bravo desde la lejana Bruselas—. No le gustan los cambios.
—No me sorprende —había murmurado Shaw.
—¿Qué? Papá, habla más alto. No te oigo.
—He dicho que estás haciendo lo correcto, Bravo. Emma se hubiese sentido desolada. Sube al próximo avión que despegue hacia el JFK y acaba con ello.
A decir verdad, Bravo debía de tener ganas de regresar, porque desde el momento en que informó a Shaw de que había aceptado ese trabajo en la firma de consultoría multinacional de Lusignan et Cie., entre ambos se había producido una suerte de fisura. Nada que pudiese llamarse una guerra, exactamente, pero entre padre e hijo se había instalado una cierta frialdad en el trato: las con versaciones telefónicas eran más breves y sus encuentros menos frecuentes. No era eso lo que Shaw deseaba, ni mucho menos, pero la experiencia le había demostrado que su hijo podía ser tan obstinado como él. Aunque había dejado absolutamente claro su deseo de que Bravo continuase su trabajo de investigación en religiones medievales, su hijo, en cambio, había acabado por aceptar la lucrativa oferta de Muhlmann. Al menos, no había abandonado el riguroso programa de entrenamiento físico que Shaw le había instado a seguir.
Sin embargo, desde el momento en que Bravo conoció a Muhlmann, el aire apestó a traición, pero sólo para Shaw. Aunque nunca dejó de querer a su hijo, sí lo culpó y, además, Bravo era lo bastante inteligente como para saberlo. Pero, por otra parte, Bravo ignoraba la verdadera razón que había impulsado a su padre a mostrarse tan insistente para que continuase sus estudios. ¿Cómo podía saberlo?
Con expresión tensa, Shaw observó a la camarera que pasaba entre los estrechos pasillos que separaban las mesas redondas con un encantador contoneo de sus estrechas caderas. Le preguntó si quería pedir algo y él le respondió que aún no.
Más que cualquier otra cosa, Shaw quería resolver esa fisura que se había abierto entre ambos y que a él le resultaba más dolorosa de lo que nunca permitiría que Bravo supiese. Y le había parecido que ése era un buen momento para comenzar. La tradición de reunirse todos los Cuatro de Julio que había inaugurado la difunta esposa de Dexter, Stefana, había sido continuada por su hija Emma, la hermana mayor de Bravo, en su casa de la ciudad. Aun así, conociendo a su hijo como lo conocía, se había mostrado receloso de apresurar la reconciliación, pero ahora, de pronto, se le había agotado el tiempo. Algunas circunstancias que no dependían de él habían determinado que mantuviese la conversación que siempre había imaginado que mantendría con Bravo, aunque no en ese momento y, sin duda, no de ese modo precipitado.
No era que Shaw no hubiese hecho todo lo mejor a fin de preparar a su hijo para ese momento. Pero entonces Jordan Muhlmann había entrado en escena y lo había puesto todo patas arriba. Ahora no sólo era el jefe de Bravo, sino también su mejor amigo. No tenía importancia. Bravo se reuniría con él y, en unos momentos, las vidas de ambos cambiarían para siempre. Si Shaw albergaba algunas dudas acerca de su hijo, las había apartado a los escondrijos más alejados de su mente excepcionalmente ordenada.
Tenía fe en que Bravo estaría a la altura de la tarea que le esperaba, no importaba cuán peligrosa fuese. Tenía que estarlo. Cuando la camarera se apartó de su campo visual vio que un hombre cruzaba la calle en su dirección. A medida que se acercaba a la terraza del café, Shaw sintió que todo su cuerpo se ponía en tensión. El hombre aceleró el paso y alzó un brazo. Luego pasó junto a Shaw con una sonrisa en los labios y una mujer que lo estaba esperando lo abrazó con evidente pasión. Del mismo modo en que Steffi lo había abrazado una vez a él.
«No vayas allí», se reprendió. Pero allí estaba ella en su imaginación, tendida en la cama del hospital, casi un esqueleto, consumiéndose mientras él la contemplaba con una mezcla de furia e impotencia. ¿Qué era la vida cuando esperabas la muerte? ¿Podía ser alguna vez algo más que eso?
«Yo soy aquel que vivió y murió; y, mirad, estoy vivo por siempre jamás, amén…». Las palabras volvieron a él con la fuerza de un bumerang. Si Steffi no hubiese muerto, si… Pero no era su destino. Mientras su esposa yacía agonizando en el hospital, su corazón se había roto.
«Las llaves del infierno y de la muerte…». Entonces vio a Bravo que se dirigía hacia él y sintió que el corazón le daba un vuelco. Estaba seguro de que lo que había hecho, lo que estaba a punto de hacer, era lo correcto… la única respuesta a la única pregunta que realmente le importaba.
«¡Escribe las cosas que has visto, y las cosas que son, y las cosas que serán en el futuro!».
Él ya había hecho eso en la forma en que Bravo y él mejor sabían.
Desde el momento en que vio a su padre sentado al sol en el French Roast, Braverman Shaw se sintió embargado por toda una serie de emociones contradictorias. El niño que llevaba dentro quería echar a correr calle abajo con los brazos abiertos; el adolescente quería darle las gracias por el camino que había señalado para su hijo, porque Bravo no había olvidado ni un ápice de sus estudios sobre religión medieval, apenas si había perdido algo de la excitación que experimentó desde el primer día que su padre abrió el voluminoso libro ilustrado que conservaba junto a su cama, introduciendo al niño en los misterios que habrían de devorarlo en los años futuros. Pero el adulto, que sentía que había sido manipulado, se fijó en los atributos que más detestaba en su padre, de modo que no se reunieron como padre e hijo, sino como una fuerza incontenible y un objeto inamovible. Ese término —«objeto inamovible»— era muy apropiado, pensó Bravo, para el hombre cuya vida y cuyos motivos encontraba cada vez más opacos y desconcertantes.
—Papá.
Dexter Shaw se levantó de la silla.
—Me alegra volver a verte, Bravo.
Se estrecharon las manos, de un modo formal y bastante torpe, y luego se sentaron a la mesa.
Braverman Shaw tenía treinta años, era una cabeza más alto que su padre, y más delgado pero de espaldas anchas y piernas largas y poderosas de nadador. En su estilo era tan guapo como su padre. Tenía el pelo oscuro y rizado y los ojos de un azul deslumbrante. Tenía la singular apariencia de un explorador del saber, no de un asesor en gestión de riesgos. Emma le había puesto el apodo de Bravo cuando ella tenía seis años y Braverman cuatro. Y el apodo había cuajado.
Bravo miró la taza de café con leche prácticamente llena.
—¿Demasiado sabor para ti, papá? —comentó.
Lo dijo con un tono burlón, no sabía si para romper el incómodo silencio o como una forma de defensa propia.
En cualquier caso, el comentario irritó a Shaw, agitando unas aguas que hubiera preferido que se mantuviesen tranquilas, especialmente ahora.
—¿Por qué tienes que hacer eso?
Bravo llamó a la camarera.
—¿Hacer qué?
—Provocarme.
Bravo pidió un
espresso
doble. Cuando la camarera se hubo marchado, dijo:
—Tenía la impresión de que nos provocábamos mutuamente. —Miró fijamente a su padre y añadió—: ¿No lo disfrutas?
—A decir verdad, no.
La camarera trajo el
espresso
. Ya habían pasado seis meses desde la última vez que se habían visto. Entre ellos corría en ese momento una corriente subterránea de pérdida y cierta tristeza, ahora amplificada por el tenso intercambio de palabras. Era la clase de fricción que surge entre dos personas que son demasiado parecidas. Ahora, sin la mediación de su madre, que había muerto hacía diez años, las chispas saltaban a menudo entre ellos. Ésa era la situación incluso delante de Jordan Muhlmann, cuya mera presencia parecía haber agravado aún más el problema, posiblemente porque era francés y Bravo conocía muy bien la aversión que Dexter mostraba hacia ellos. «Los dos somos obstinados —pensó Bravo—. Por no mencionar que, además, somos enérgicos y decididos». Dexter se movió en su silla.
—Quiero hablarte acerca de tu futuro.
«No —pensó Bravo inmediatamente—, simplemente no puedo volver a pasar por esto».
—Papá, siempre quieres hablar conmigo sobre mi futuro. Ya soy bastante mayor para recibir sermones…
—En primer lugar, nunca eres demasiado mayor para aprender algo nuevo. Y en segundo lugar, esto no es un sermón. Quiero hacerte una proposición.
—¿Acaso ahora el Departamento de Estado te ha asignado la tarea de reclutar gente?
—Esto no tiene nada que ver con el Departamento de Estado. —Dexter Shaw se inclinó hacia adelante sobre la pequeña mesa metálica—. ¿Recuerdas tu viejo entrenamiento?
Nuevamente, en un gesto de clara defensa propia, Bravo miró su reloj.
—Ya llegamos tarde, papá. Emma debe de estar preguntándose qué nos ha pasado. Además, he venido directamente desde el aeropuerto y no he tenido tiempo de comprarle un regalo.
Dexter se echó hacia atrás y miró a su hijo fijamente.
—¿Sabes qué es lo que pienso? Que Muhlmann te envió a Bruselas deliberadamente.
Bravo levantó la cabeza. Era como un perro mostrando su presa.
—No empieces ahora…
—Muhlmann sabe perfectamente lo de tu reunión familiar anual.
Bravo se echó a reír.
—¿No estarás sugiriendo que organizó una conferencia internacional sólo para…?
—No seas absurdo, pero podría haber enviado a otra persona.
—Jordan confía en mí, papá.
Un incómodo silencio descendió sobre la mesa, cargado de la acusación implícita. Unas bocinas comenzaron a sonar entonces cuando un coche se incorporó súbitamente al tráfico, y las puertas traseras de un camión de reparto se abrieron con un ruido metálico.
Dexter Shaw suspiró.
—Bravo, ¿podemos firmar una tregua? Es urgente que hablemos. En apenas una semana el mundo ha cambiado…
—Después de cenar.
—Te dije que esto era urgente.
—Te oí cuando lo dijiste, papá.
—No quiero que Emma…
—No quieres que Emma lo oiga. Por supuesto que no. Saldremos a caminar, solos tú y yo, y podrás hacer tu jugada.
Dexter meneó la cabeza.
—Bravo, no se trata de ninguna jugada. Tienes que entenderlo…
—Es tarde y cada vez nos retrasamos más. —Bravo se levantó y dejó un billete encima de la mesa—. Tú ve a casa de Emma y yo iré a comprarle algo.
—Me gustaría acompañarte.
—¿Para que ella se cabree con los dos? —Bravo negó con la cabeza—. Ve a su casa, papá.
Cuando Bravo se volvió para marcharse, Dexter lo cogió del brazo. Había tantas cosas que decir, tanto que necesitaba ser comunicado y ahora, en la undécima hora, con las campanas repicando en su cabeza, sabía que debía sentirse más cerca que nunca de Bravo. En cambio, entre ambos se extendía una especie de abismo helado que él reconocía haber construido. Había intentado proteger a su hijo tanto como había podido de la terrible responsabilidad ante lo que se avecinaba, pero lo que finalmente había conseguido era que Bravo sintiera que no confiaba en él, que había sido manipulado por alguna razón desconocida. Pensó que, a veces, no había mucho que elegir entre secretos, mentiras y la verdad.
En cualquier caso, él había hecho su elección, pero no fue hasta ese momento que comprendió la profundidad de su fracaso. Steffi le había advertido que eso sucedería; Steffi, que lo conocía —y también a su hijo— mejor que nadie en el mundo. Steffi le había rogado que no implicase a Bravo en su vida oscura —había gritado, llorado, se había enfrentado a él con la fuerza de un huracán—, pero, a pesar de todo, él se había mantenido firme en sus convicciones. «Mi querida Steffi, dondequiera que estés, no me odies, por favor». Pero, naturalmente, ella lo había odiado, del mismo modo que sabía, completa e irrevocablemente, que lo había amado con todo el corazón y toda el alma. Steffi no pudo evitar sentir miedo ante ese otro Dexter Shaw, un hombre rígido, apegado a las reglas, intratable, que desaparecía durante días o semanas en un mundo que ella, por necesidad, sólo conocía vagamente. Finalmente, consumida y derrotada, ella le había dicho: «Eres como una roca, todos vosotros lo sois, no tenéis sangre, ni sentimientos, ninguna esperanza de cambio o movimiento. Ésta es la vida a la que condenarás a Bravo». Los ojos se le llenaron de lágrimas, la súbita embestida de emociones poco familiares lo dejó incapaz de reaccionar. Ahora había una posibilidad de cambiar todo eso, pero no, ya era demasiado tarde. Los dados habían sido lanzados, cualquier posibilidad que hubiese tenido alguna vez le había sido arrebatada. Ésa era la esencia que veía ahora en un momento de cegadora revelación, el quid de la cuestión que Steffi nunca entendió y él nunca pudo explicarle. En su mundo, la elección no era más que una peligrosa ilusión, ofrecida por un perverso demonio.
—Maldita sea, hijo.
Bravo se sorprendió. Su padre jamás maldecía. Sabía que lo que tenía en mente en ese momento era muy importante. Pero ahora, honestamente, no tenían tiempo para ello. Se desprendió cuidadosamente de la mano de su padre. Cuando habló, el tono de su voz era cálido y conciliador.
—Volveré pronto y entonces podremos hablar. Te lo prometo.
Dexter Shaw dudó, asintió con resignación, dio media vuelta y se dirigió al bordillo. Bravo siguió a su padre con la mirada mientras éste cruzaba la avenida y luego se alejaba hacia el sur. Pero ¿adónde iría él ahora? De pronto se dio cuenta de que no tenía idea de qué podía comprarle a Emma. Dexter era quien siempre sabía qué era lo que más les gustaba a sus hijos. Reacio a sentir una vez más la presión del juicio de su padre, no obstante, Bravo se tragó su orgullo y, corriendo entre el tráfico, atravesó la Sexta Avenida. Para cuando hubo llegado a la otra acera, Dexter subía ágilmente la escalera de entrada de la casa de piedra rojiza. Bravo lo llamó cuando atravesaba la puerta exterior.
Bravo aceleró la carrera, esperando llamar la atención de su padre antes de que Emma pulsase el botón que abría la puerta interior. Estaba subiendo los primeros escalones cuando se produjo la explosión que destrozó las ventanas de enfrente. La pesada puerta principal, arrancada de sus goznes, chocó contra él, lo levantó en volandas y lo lanzó en medio de la calle.
Inmediatamente, como si fuesen los chillidos de un cuervo, se oyó el ruido de los neumáticos que frenaban sobre el asfalto, voces alarmadas que se alzaban en gritos ansiosos, pero Bravo, inconsciente, no supo nada del creciente caos.
—¡No! —volvió a decirle su padre.