Subió por la escalera de cuerda y continuó subiendo hasta percibir la multitud de olores procedentes del bosque. Había, sin embargo, otro olor más intenso que los demás, un olor ácido que le resultaba familiar…
Una mano poderosa lo cogió del hombro para ayudarlo a salir por la boca del pozo.
—No os mováis y manteneos en silencio —susurró fray Kent en su oído.
—¿Cómo habéis…?
—Por aquí —dijo fray Kent en tono apremiante, ignorando la pregunta—. Hemos sido traicionados. Nuestros enemigos están al acecho.
Y, efectivamente, pudo ver las oscilantes luces de las antorchas que delataban la presencia de las partidas de búsqueda.
Fray Leoni siguió a su guía, quien lo alejó de las luces adentrándose en el bosque, hasta que las antorchas desaparecieron en la distancia. La luna, enorme y brillante, se alzó en el cielo. Bajo la estela de su luz monocromática, fray Leoni vio el semblante del alto y corpulento monje, que estaba tenso y terriblemente demacrado. Sin embargo, había un atisbo de emoción porque habían conseguido despistar a sus enemigos.
Fray Leoni se volvió hacia su compañero y le cogió el brazo con fuerza a modo de ferviente muestra de gratitud.
—No desesperéis —dijo fray Leoni—. Hemos podido escapar, la orden vivirá un día más.
Por un momento pensó que la luz de la luna le estaba gastando una broma, porque la expresión de emoción de fray Kent parecía haberse convertido en un gesto demoníaco. Luego, éste le clavó la punta de su cuchillo en el hombro. Cuando se tambaleó hacia atrás, sintiendo el dolor como una lengua de fuego en su interior, fray Kent se abalanzó sobre él.
—¿Qué… qué estáis haciendo?
Fray Kent lo cogió con fuerza y lo sacudió como si fuese una hoja. La expresión de obsesiva concentración de su rostro resultaba aterradora. Pero no tenía ningún interés en la momentánea confusión de fray Leoni. De hecho, ya no tenía ningún interés en el puñal que había clavado en la espalda de su compañero. Buscaba frenéticamente las llaves entre las ropas de fray Leoni.
En ese momento, fray Leoni consiguió vencer el dolor de la herida y su estado de confusión. Contra todo pronóstico, fray Kent era el traidor. También se dio cuenta de que el monje había traicionado a todo el mundo, incluidos sus nuevos amos, los caballeros de San Clemente. Por la expresión de absoluta codicia en su rostro, resultaba obvio que estaba decidido a robar para sí los secretos de la orden.
Fray Leoni consiguió apartarse de las manos que revisaban su hábito y, con un grito de dolor, se arrancó el puñal de la espalda. La sangre comenzó a manar inmediatamente de la herida y sintió que se mareaba. Fray Kent se abalanzó sobre él y apartó el puñal de un puntapié. Fray Leoni alzó las manos para protegerse, aunque un segundo tarde. El puño de fray Kent lo alcanzó con violencia en barbilla y lo derribó.
Su cerebro se llenó de puntos de luz, y la oscuridad se abatió súbitamente sobre él, separándolo de la noche iluminada por la luna llena. Podía oír el canto de los pájaros y, a lo lejos, el ulular de un búho, ¿o acaso eran los gritos del enemigo mientras derribaban a sus hermanos? Con un esfuerzo de voluntad supremo, se sacudió las telarañas, metió ambos brazos entre los de fray Kent y clavó los nudillos en la tráquea de su rival. Una sucesión de horribles sonidos emanó de la boca de fray Kent mientras retrocedía, con su enorme torso encumbrándose encima de fray Leoni.
Fray Leoni lo apartó de un manotazo, se puso de rodillas y sus manos tantearon el suelo en busca del puñal. La luz de la luna le proporcionó un reflejo, todo lo que necesitaba, y cogió la empuñadura dispuesto a clavárselo a fray Kent.
Pero su rival, sin dejar de toser, le cogió con fuerza el hombro, como lo había hecho cuando fray Leoni emergió a través de la boca del pozo. Pero esta vez el pulgar, ancho y chato, se hundió en la herida abierta. Fray Leoni lanzó un alarido de dolor y su mano paralizada aflojó la presión sobre el puñal.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de fray Kent. Con un movimiento casi lánguido, éste cogió el puñal e hizo girar la punta hacia fray Leoni. Apretó con fuerza el mango, colocó la hoja del cuchillo en posición para cortar el cuello de fray Leoni y, en ese momento, una sombra surgió de entre los árboles y se abalanzó sobre ambos.
En la actualidad.
Nueva York, Washington, D. C.
E
RA un Cuatro de Julio excepcionalmente caluroso y húmedo. Dexter Shaw dobló una esquina y, de pronto, se encontró nuevamente en los días tensos y las noches inquietas de su juventud. La causa de ello tal vez fuera la visión de una bella joven que llevaba un top sin mangas apenas más grande que un sujetador, o del joven pasado de vueltas que estaba sentado a la sombra de un edificio de ladrillo blanco, con un perro somnoliento a su lado y un cartel de cartón sostenido entre sus rodillas huesudas y costrosas en el que había garabateado: «Ayuda, por favor. Lo he perdido todo». No obstante, tal vez se tratara de algo completamente diferente. Al enfrentarse a la multitud que paseaba por Union Square Park, se sintió como un nadador, lejos de la costa atestada de gente, guiado y controlado por vientos y corrientes que sólo él era capaz de ver. Experimentó esta separación de un modo más agudo cuando se abrió paso a través de la marea humana. Los secretos tienen una forma especial de hacer que te sientas solo incluso en medio de una muchedumbre. Cuanto más profundos son esos secretos, más profunda es también la sensación de aislamiento e incomunicación. El murmullo de los enamorados, la charla de los amigos, las conversaciones en clave de los hombres de negocios a través de sus teléfonos móviles, expresiones absolutamente mundanas todas ellas y, sin embargo, a él le resultaban exóticas, alejadas por completo de su propia vida. Ésta, por supuesto, había sido su realidad durante décadas, pero hoy su ansiedad había convertido esas diferencias en hojas de cuchillos cuyos filos sentía contra su piel rosada como una amenaza inminente.
De pronto vio que un hombre alto, delgado y demacrado, con una barba descuidada que ocultaba la mayor parte de su rostro, se acercaba a él.
—¡Yo soy aquel que vivió y murió; y, mirad, estoy vivo por siempre jamás, amén; y tengo las llaves del infierno y de la muerte! —le gritó el hombre, citando el Libro de las Revelaciones. Sus ojos profundamente hundidos taladraron los de Shaw, como si exigieran su atención—. ¡Escribe las cosas que has visto, y las cosas que son, y las cosas que serán en el futuro!
Shaw se alejó, pero la voz, aguda y dura como el cemento, lo siguió:
—¡El misterio de las siete estrellas que viste en mi mano derecha, y los siete candeleras de oro! ¡Las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candeleras que viste son las siete iglesias!
Era la voz de la guerra, el heraldo del juicio final. Al enterarse de la enfermedad del papa, un escalofrío lo había recorrido de pies a cabeza, antes incluso de que comenzaran a producirse los asesinatos. A menos que fuese capaz de encontrar un modo de detenerlos, la cuenta atrás hacia el Armagedón había comenzado.
El nauseabundo hedor de la muerte invadió su nariz, la visión de la sangre derramada llenó sus ojos. Sacudiéndose las visiones, Shaw se abrió paso a través del gentío en Greenmarket, donde, momentos más tarde, divisó al europeo del Este. Era un «caballero de campo», un elemento operativo encargado del trabajo sucio, es decir, matar a los enemigos de su organización, categoría a la que indudablemente pertenecía Shaw. Un segundo después se había confundido entre la multitud.
Shaw abandonó el mercado de inmediato y entró en unos de los grandes almacenes de la parte sur de la calle Catorce, donde pasó casi veinte minutos moviéndose sin prisas de una sección a otra. El caballero de campo lo encontró en la sección de artículos para el hogar, donde Shaw examinaba un juego de utensilios de cocina. Su perseguidor era muy paciente y, si las habilidades de Shaw no hubieran sido perfeccionadas al máximo, era probable que no lo hubiese detectado. El caballero tenía una apariencia diferente, se había quitado la chaqueta deportiva y ahora llevaba un polo de colores neutros. Parecía fascinado por una vajilla de porcelana fina y, un momento después, volvió a esfumarse para reaparecer en la sección de ropa deportiva para hombres en el extremo de la visión periférica de Shaw. En ningún momento lo miró, ni siquiera atisbo en su dirección. Era muy bueno.
Shaw eligió varias camisas de etiqueta y se dirigió a la parte trasera de la tienda, donde estaban los probadores. El caballero de campo fue tras él, alertado por la salida de emergencia que había en el extremo del corredor.
Los tres primeros probadores estaban ocupados, una circunstancia que favorecía el propósito de Shaw, quien continuó andando sin perder de vista la salida de emergencia. El caballero lo siguió, estrechando la distancia que los separaba. Shaw podía sentir la proximidad del hombre y aceleró el paso. Su perseguidor, tratando de mantener la distancia, se acercó entonces demasiado de prisa.
Shaw se volvió y arrojó las camisas al rostro del caballero al tiempo que le hacía un corte en la mejilla con un pelapatatas que había cogido de un expositor de la sección de artículos de cocina. Luego cogió al caballero de la pechera del polo, lo lanzó al interior del probador vacío que había a la derecha y cerró la puerta. Ningún caballero lo seguiría allí donde debía reunirse con su hijo, lo había prometido.
—¿De qué sirve esto? —dijo el caballero, enjugándose la sangre de la mejilla—. ¿Acaso crees que puedes detenernos? —Se echó a reír—. Ya es demasiado tarde. Nada podrá detenernos.
Shaw lo golpeó en un costado, justo en el borde de la caja torácica. El caballero se inclinó hacia adelante pero no se dobló por sí mismo, sino que se volvió rápidamente y lanzó el codo contra la barbilla de Shaw. Había apuntado a la garganta, pero Shaw tenía suficiente espacio para esquivar el golpe. Aun así, sintió un estallido de dolor en la cabeza. El caballero aprovechó la ventaja momentánea para atizarle en los riñones. Y Shaw contraatacó con un violento golpe en el esternón.
Debajo de la cruda luz del probador, sus reflejos como dos manchas, ambos lucharon de un modo silencioso e intenso, atacando y defendiéndose como artistas marciales, fintando y parando como esgrimistas, lanzando golpes cortos, sólidos, viciosos, condicionados por el reducido espacio.
Hasta que ambos quedaron unidos en una especie de abrazo de amantes.
—Estás acabado —dijo el caballero—. Es el fin.
Shaw consiguió liberar una mano y enterró el pulgar en la zona blanda debajo de la oreja izquierda del caballero, donde latía la arteria carótida. Este, consciente de su inminente final, luchó romo una bestia enloquecida; pero no importaba lo que hiciera, Shaw mantuvo la presión con la tenacidad de un bulldog. Finalmente, el caballero perdió el conocimiento y cayó al suelo.
Shaw se tomó un momento para tranquilizarse mientras se arreglaba la ropa, y pensó en lo que había dicho el caballero: «Ya es demasiado tarde. Nada podrá detenernos». ¿Era posible que fuese verdad?, se preguntó. ¿Podrían los caballeros haber llegado más lejos de lo que él sabía? Esa posibilidad hizo que un profundo escalofrío lo recorriera de arriba abajo. Ahora era más imperativo que nunca que hablara seriamente con Bravo. Debían dejar de lado cualquier diferencia que pudiera haber entre ambos.
Regresó rápidamente al corredor. Sin perder un segundo, y mirando hacia todas partes en busca de otros posibles caballeros, abandonó los grandes almacenes a través de la entrada de los empleados de la calle Trece.
Desde allí se adentró en el corazón de Greenwich Village, girando al sur hacia University Place, y luego al oeste por la calle Once. Podría haber aminorado el paso, ya que estaba nuevamente solo, pero continuó andando a la misma y apremiante velocidad. La brisa del parque había desaparecido. Una neblina de pleno verano hacía palidecer el color del cielo, y el aire estaba cargado, algo que, combinado con la quietud, se aferraba a él con una intimidad no deseada.
De modo que, a pesar de todas las precauciones que había tomado, ellos sabían dónde estaba. Aunque quizá no fuese algo tan sorprendente, si tenía en cuenta la meticulosa planificación que había detrás de los ataques concertados que se habían producido en las dos últimas semanas y que habían culminado con la captura de Molko. A Molko lo habían torturado y, cuando ese método demostró ser inútil, lo mataron… quizá una hora antes, tal vez menos, de que Shaw hubo organizado una misión de rescate.
Una suerte terrible. Molko y él habían discutido esa cuestión más de seis meses antes del primer asesinato. Molko, lo que decía mucho en su favor, había aceptado el plan de Shaw sin protestar. Pero pocas horas después de aquella reunión, había sido secuestrado, torturado y asesinado. Shaw no tenía más remedio que suponer que la segunda llave estaba en poder del enemigo.
«Las llaves del infierno y de la muerte».
Pocos minutos después encontró el French Roast, el café que Bravo había sugerido, y entró. Su hijo aún no había llegado, de modo que le pidió una mesa en la terraza a la mujer pálida que le atendió. Shaw se sentó a la pequeña mesa metálica bajo el sol, pidió un café con leche y pensó en el caballero de campo y en las profecías de las Revelaciones. Él sabía mucho acerca de las profecías, más que la mayoría de la gente. «Las cosas que has visto, y las cosas que son, y las cosas que serán en el futuro…». Imaginó que las palabras que había escupido aquel fanático religioso se referían a la guerra que él estaba librando.
La camarera le llevó su café con leche y Shaw desgarró los tres pequeños sobres de azúcar. Cogió la taza con ambas manos, dio un sorbo y de inmediato pensó: «Maldito café francés. Es lo bastante fuerte como para destrozarme la mucosa del estómago. ¿Dónde hay un buen Maxwell House cuando lo necesitas?». Era típico de Bravo haber sugerido ese lugar para encontrarse, se dijo. Pero Bravo había pasado los tres últimos años en París, para disgusto de Shaw. Quizá se le había pegado un poco del virulento sentimiento antifrancés de sus colegas, pero ésa no era razón para su desagrado.
Apartando la taza del ofensivo café, echó un vistazo al reloj. ¿Dónde diablos estaba Bravo? Veinte minutos tarde. Bueno, acababa de llegar de Bruselas. Gracias a Dios, había consentido en asistir a la reunión familiar, después de todo. Jordan Muhlmann, el presidente de Lusignan et Cie., lo había enviado a Bruselas a una importante conferencia sobre gestión de riesgos, pero, tan pronto como hubo regresado, Shaw lo persuadió para que se reuniese con él.