El testamento (34 page)

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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
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—Mañana por la mañana, cuando vayas al hotel —dijo ella—, no entres y no permitas que ellos te vean.

Él hizo una pausa al ser cogido desprevenido.

—Pero el señor Muhlmann…

—No te corresponde a ti recordarme lo que dijo el señor Muhlmann.

—Él fue muy específico.

—Yo también lo soy. —Camille giró la muñeca y sus largos dedos se movieron en círculos por su espalda—. ¿Qué piensas hacer? Te enfrentas a un dilema. Sólo puedes seguir unas órdenes, sólo puedes tener un amo. —Lo atrajo hacia sí y luego lo obligó a detenerse—. ¿A quién le otorgarás tu lealtad?

Mientras luchaba por controlarse, Cornadoro sintió unos diminutos espasmos en las caderas.

—Dímelo ahora, por favor, de prisa. —Tenía los ojos cerrados y se mordió el labio inferior hasta hacerse sangre—. ¿Quién ganará esta guerra?

—¿Acaso ves alguna guerra, Damon? —dijo Camille con una sonrisa—. Ah, es el romano que llevas dentro. Los romanos llevan la guerra en la sangre, sí, así es, desde los tiempos de los césares, cuando gobernabais el mundo. —Cogiéndolo con más fuerza aún entre sus piernas, Camille alzó la cabeza, observándolo con no poca curiosidad—. Debes de preguntarte, ¿cómo puedo yo ganar esta guerra? Si no soy más que una mujer.

Camille pronunció esa última palabra como si fuese una bofetada en pleno rostro.

Él la miró mientras las gotas de sudor entraban en sus ojos, quemándolos.

—Tú sabes muy bien lo que eres —dijo él con una voz arrebatada por el deseo a punto de estallar—, y yo sé lo que eres.

—Muy bien. —La voz de Camille era seria, casi grave—. Has tomado tu decisión, ¿verdad?

—Por la victoria —declaró él.

—Por el amargo final —contestó ella.

La frente inclinada de Cornadoro se apoyó entonces con fuerza en el fragante valle de sus pechos. Camille lo liberó y, con un estremecimiento, él perdió el control y la embistió con fuerza, penetrando completamente en su interior. Mientras él eyaculaba, ella le acariciaba suavemente la nuca como si de un niño se tratase.

La botella de vino vacía descansaba sobre la bandeja de plata junto a las copas igualmente vacías. Las luces de la habitación estaban apagadas, pero las cortinas estaban descorridas y varias lentejuelas de luz vagaban por las paredes y el techo. El sonido del agua podía oírse claramente, como si estuviesen junto al mar. Luego el ruido gutural del motor de una embarcación se inmiscuyó brevemente, al tiempo que unas voces que hablaban en italiano llegaban hasta la ventana mientras descargaban provisiones para el restaurante del hotel. Poco después volvió a oírse el suave sonido del agua golpeando contra la orilla.

Bravo y Jenny estaban tendidos en la cama, uno junto al otro, desnudos pero sin tocarse. Estaban exhalando los vapores del vino y los recuerdos.

De pronto, Jenny dejó escapar una breve risita.

—¿Qué?

—Me ha gustado que estuvieses celoso.

—No estaba celoso —dijo él bruscamente.

—No, por supuesto que no.

Ella no pudo evitarlo y otra risita escapó de sus labios.

Luego siguió un pequeño silencio, los sonidos nocturnos de Venecia entrando a hurtadillas nuevamente en la habitación, haciendo que, de alguna manera, se sintieran seguros y protegidos, como si estuviesen alejados del resto del mundo.

—¿Por qué te gustó? —preguntó él finalmente.

—Adivina.

—Me siento como si tuviese quince años —dijo él.

La mano de ella se movió con los dedos serpenteando alrededor de su cintura.

—Tengo miedo —dijo ella en la oscuridad.

—¿De qué?

Jenny tenía un carácter muy cambiante.

—De lo que siento cuando estoy cerca de ti.

Se mordió el labio; era impensable que ella le revelase el origen de ese miedo.

—Está bien —dijo él—. Lo entiendo.

El problema, pensó Jenny, era que Bravo entendía sólo lo que ella había dispuesto que él entendiera. No que fuese mentira que su madre la hubiese enviado lejos de su casa y por qué. En absoluto. Era simplemente que, al contarle esa historia, ella lo había despistado deliberadamente; su miedo tenía un origen completamente diferente.

Bravo estaba satisfecho e interpretó el silencio de Jenny como un asentimiento, lo que lo llevó a bajar la guardia.

—Esa fotografía que viste —dijo por fin.

—Esa fotografía de ti que tu padre llevaba consigo. Me preguntaba por qué…

—No soy yo. —Estiró la mano, cogió el encendedor Zippo de la mesilla de noche y lo abrió. Sostuvo la foto en alto; el rostro del niño apenas si se discernía en la penumbra de la habitación, como si la imagen no estuviese realmente allí o ya se hubiese vuelto borrosa. Pero quizá ello se debiera a que se trataba de una instantánea en blanco y negro que luego había sido coloreada—. Es mi hermano, Junior.

—No lo sabía.

—No tenías por qué saberlo —dijo Bravo—. Junior está muerto.

—Bravo, lo siento mucho.

—Ocurrió hace mucho tiempo, cuando yo tenía quince años. —Colocó nuevamente la funda del Zippo y lo devolvió a la mesilla de noche—. Era invierno y los dos estábamos patinando en el hielo. Junior sólo tenía doce años. Un grupo de chicos y chicas mayores también estaban patinando, y entre ellos había una chica a la que había visto ya un par de veces antes. Ella me gustaba, pero yo nunca me había atrevido a abordarla. Ya sabes cómo son esas cosas.

—Sí —susurró ella—. Lo sé.

—Vi que ella me miraba y, de inmediato, comencé a ejecutar una serie de piruetas. Por supuesto, estaba alardeando, pero pensé que nunca volvería a tener otra oportunidad, y el patinaje sobre hielo era una de las cosas que hacía realmente bien. Mientras yo me dedicaba a fanfarronear delante de ella, Junior debió de aburrirse y… como sea, se alejó de donde estaba. Fue más allá de dónde debía ir y cayó en una zona donde la capa de hielo era muy fina. —Se había producido entonces un estallido fantasmal, maligno, el sonido seco del estampido de un fusil o del cielo al abrirse. El ruido perforó el aire limpio y seco, perforó también sus tímpanos, un ruido terrible que Bravo no podía olvidar y del que tampoco podía hablar. En aquel momento había comprendido que la vida era frágil como una cáscara de huevo—. Junior nunca volvió a salir a la superficie. Me quité los patines y me lancé al agua. Honestamente, no sé qué sucedió después… el agua estaba tan fría que estaba en estado de
shock
. Pero los chicos llegaron hasta allí y me sacaron de ella. Luché con ellos hasta quedar agotado, dos de ellos me sujetaron de los brazos mientras el tercero se sentaba sobre mi pecho y me repetía una y otra vez: «No seas estúpido, chico», como si fuese una nana. Todavía…

Junto a él, Jenny se agitó en la cama como si la tragedia hubiese hecho que su corazón latiese tan de prisa que no pudiera quedarse quieta.

—Vuelvo a vivir aquel momento una y otra vez —dijo Bravo—, y no puedo evitar pensar que, si esos tíos no me hubiesen sacado del agua, podría haber salvado a Junior.

—Sabes que eso no es verdad. —Jenny se incorporó apoyándose en un codo y lo miró con los ojos brillantes—. Bravo, sabes que eso no es verdad. Tú mismo has dicho que estabas en estado de
shock
. Y tu hermano llevaba los patines puestos, el peso debió de arrastrarlo hacia abajo. No había ninguna posibilidad.

—Ninguna posibilidad, eso es… —Su voz se perdió en el sonido del agua que lamía el costado del hotel.

—Oh, Bravo —susurró ella—, así fue como perdiste tu fe, ¿verdad?

—Era mi hermano pequeño. Se suponía que debía cuidar de él.

Ella meneó la cabeza.

—Sólo tenías quince años.

—Bastante mayor.

—¿Bastante mayor para qué?

—Ahora todo parece tan estúpido y egoísta… Nunca podría haber conquistado a una chica tres años mayor que yo.

—¿Cómo podías saberlo entonces? Tus hormonas estaban desbocadas.

Él alzó la vista y la miró fijamente.

—¿Eso crees? ¿De verdad?

—Sí. —Jenny apoyó la mano sobre su pecho y luego la retiró, súbitamente sin aliento ante la violencia con que latía su corazón—. De verdad.

La noche fue envolviéndolos lentamente y, aunque las lentejuelas de luz continuaban su viaje a través de las paredes y el techo, se durmieron con los cuerpos entrelazados.

Capítulo 15

L
OS despertó la pálida luz de la mañana, o quizá fuesen los sonidos musicales de las voces estridentes de los barqueros, que resonaban como las campanas de la iglesia sobre el agua. Bravo miró a través de la ventana y vio que el canal bullía de actividad: barcos, transbordadores y demás, el tráfico diario de la ciudad medieval. El cielo y la laguna tejidas en un todo inconsútil, con el agua por todas partes, moviéndose sin cesar.

Jenny se reunió con él junto a la ventana y ambos permanecieron un momento contemplando la mañana vaporosa, a través de la cual los ricos colores de los
palazzi
—ocre, tierra de sombra, siena rojizo y rosa— palpitaban como un sol apegado a la tierra.

Una vez duchados y vestidos bajaron al vestíbulo. Agradecieron que Berio no hubiese hecho aún acto de presencia y salieron rápidamente del hotel en dirección a la pintoresca
piazetta
flanqueada de tiendas que aún no habían levantado sus persianas. Bravo la llevó a un pequeño café en una estrecha calle lateral. En su interior se estaba fresco y oscuro, como si el tiempo se hubiese detenido en las vigas bajas. Eligió una mesa situada cerca de una de las pequeñas ventanas enmarcadas en madera que daban al canal.

Mientras esperaban a que llegase el desayuno que habían pedido, Bravo abrió el periódico que llevaba y, como era su costumbre, lo estudió detenidamente.

De pronto, alzó la vista.

—Ya es oficial: el papa tiene gripe.

—Si lo han hecho público, entonces su enfermedad es casi terminal —dijo Jenny—. Ahora la camarilla del Vaticano presionará aún más a los caballeros.

—Por no mencionar los recursos y la influencia globales. —Bravo dobló el periódico y la miró—. Se nos está acabando el tiempo, Jenny.

Ella asintió con expresión grave.

—Tenemos que encontrar el escondite de los secretos antes de que lo hagan los caballeros.

Bravo apartó el diario, le pasó la guía Michelin de Venecia y le dijo que la abriese por una página determinada. Venecia está dividida en siete
sestieri
, o distritos, cada uno de los cuales posee su propio carácter. Jenny abrió la guía en la página de I Mendicoli, una zona a las afueras del distrito del Dorsoduro, un barrio de clase obrera poco frecuentado por los turistas.
I Mendicoli
significa «los mendigos»: sus habitantes originales —pescadores y artistas— eran extremadamente pobres.

Mientras ella leía la guía, Bravo sacó la moneda que había encontrado en la caja de seguridad submarina en Saint Malo. La estudió por ambas caras, la sostuvo por el canto y pasó el dedo por su superficie rugosa con una sonrisa. Pensó nuevamente en el sistema de criptografía que su padre le había enseñado y se sintió inmensamente agradecido tanto por las lecciones como por su inclinación al estudio.

Jenny lo interrogó con la mirada.

—¿Qué es lo que debería buscar?

—Vuelve la página —dijo él.

Jenny lo hizo y se encontró con una fotografía de la iglesia de L'Angelo Nicolò. Justo debajo se veía un detalle de una pintura:
San Nicolò dei Mendicoli
, obra de Giambattista Tiepolo.

—Es la pieza central de la iglesia —dijo Bravo—. Ahora mira la cara de esta moneda.

Jenny hizo lo que él le pedía. Era una copia del rostro de san Nicolò.

Bravo dio media vuelta a la moneda y mostró las palabras grabadas en la otra cara: «Ix vtbekfqn sokxrrb addssvmk». Su sonrisa furtiva se convirtió en una mueca.

—Al principio pensé que la moneda era antigua, pero luego vi estas palabras.

En ese momento les llevaron el desayuno y ambos comieron vorazmente, vaciando el contenido de los platos tan de prisa como pudieron.

Bravo anotó esas palabras sin aparente sentido en un trozo de papel; debajo escribió una simple operación aritmética: «54—42 = 8.»—En el borde de esta moneda hay cincuenta y cuatro muescas —explicó—. Como sabes, en el antiguo alfabeto latino hay veintiuna letras. Si las multiplicas por dos, obtienes cuarenta y dos. —Señaló la primera palabra de la frase—. Mi padre comenzó utilizando el código creado por César, que consiste en sumarle cuatro a cada letra del mensaje original; de modo que si en un mensaje en clave nos encontramos con que la primera letra es una
d
, para descodificarlo, deberemos retroceder cuatro posiciones en el alfabeto y sustituirla por una
a
.

—Es un código bastante fácil de descifrar —dijo ella.

Bravo asintió.

—Ahí es donde entra la operación aritmética. Sólo la primera letra es sustituida de esa manera. Luego la clave es ocho.

—De modo que la segunda letra del mensaje es sustituida por la octava en el alfabeto antes de ésa.

—Sí, y luego seguimos avanzando. A la tercera letra del texto hay que restarle nueve, a la cuarta letra diez, y así hasta que llegamos a veintiuno. Luego regresamos al ocho y así sucesivamente.

—¿Qué fue lo que escribió entonces tu padre?

Bravo acabó de descifrar el texto y luego le mostró el resultado.

—«En limosnas armario monedero». —Jenny meneó la cabeza—. ¿Sabes lo que significa?

—Creo que tendremos que ir a I Mendicoli para averiguarlo.

Bravo pagó la cuenta y ambos abandonaron el café.

Con la salida del sol, el alba se había disuelto en una mañana que ya se presentaba húmeda y calurosa. Los niños ya estaban en la escuela y los estudiantes de arte marchaban a sus facultades en edificios asombrosamente medievales, con los cuadernos de bocetos bien afirmados debajo del brazo mientras hablaban por sus móviles.

—Dios, cómo apesta —exclamó Jenny arrugando la nariz al pasar sobre un canal.

Bravo se echó a reír.

—Ah, sí, la pestilencia de Venecia es un gusto adquirido.

—No cuentes conmigo.

—Con el tiempo cambiarás de idea, te lo garantizo —dijo él.

En varias ocasiones, Jenny aminoró el paso, mirando a su alrededor como si no estuviese segura del camino que debían seguir, aunque era Bravo quien la guiaba.

—¿Qué ocurre, es que no confías en mí? —preguntó él—. Pareces estar perdida.

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