El testamento (37 page)

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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
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—Escúchame bien, Braverman Shaw. Cada vez que ha aparecido un traidor, se ha producido una terrible estela de muertes, y la orden se ha visto gravemente retrasada en su misión. Y en todas esas ocasiones sabemos que fueron los caballeros de San Clemente quienes organizaron el plan, seduciendo a uno de los nuestros para que cambiase de bando. Ahora nos encontramos en uno de esos períodos y, en esta ocasión, nuestra propia existencia pende de un hilo.

»Como tú mismo has dicho (como creía fervientemente tu padre), hay un traidor entre nosotros. Pero lo que tal vez tú ignores es que era la misión de Dexter Shaw descubrir a ese traidor y capturarlo para que, a través del consiguiente interrogatorio, pudiésemos seguir el rastro hasta su origen y destruir su cabeza de una vez y para siempre.

—Interrogatorio —dijo Bravo—. Quiere decir tortura, ¿verdad?

—La información debe obtenerse por cualquier medio.

Bravo negó con la cabeza.

—Mi padre jamás hubiese consentido que se torturase a otro ser humano.

—El plan fue idea suya —dijo el padre Mosto—. Nació de una situación desesperada, pero todos nosotros en la Haute Cour (incluido el traidor, irónicamente) estuvimos de acuerdo. Esto es una guerra, Braverman. Aquí, hoy, en este preciso momento, se trata de la supervivencia o la muerte. —Hizo un amplio gesto con la mano—. Por ello debo insistir en que todo lo que acontezca a continuación sólo sea entre tú y yo.

Jenny se levantó como movida por un resorte.

—Yo no soy una traidora.

—No hay duda de que Braverman cree que no lo eres —dijo el padre Mosto—, pero hoy, en este momento, yo no puedo permitirme ese lujo, estoy lleno de sospechas hacia cualquiera que no sea el hijo de Dexter Shaw.

—¿Cómo podría ser yo la traidora? —dijo Jenny en tono airado—. Todos sabemos que el traidor es un miembro de la Haute Cour.

—Aliado, tal vez, con un miembro de aquellos que protegen a la Haute Cour.

Bravo lo miró.

—No creerá eso realmente, ¿verdad?

—La mitad de los miembros de la Haute Cour han sido asesinados en menos de dos semanas. ¿Dónde estaba su tan vanagloriada protección en esos momentos? —El padre Mosto meneó la cabeza—. El tiempo de hacer suposiciones simples o correr riegos ya ha pasado. Tu padre lo entendería, Braverman, y tú también debes hacerlo.

Bravo hizo una pausa y pensó por un momento. Finalmente, se volvió hacia Jenny y dijo:

—Por favor, espera fuera.

—Bravo, no puedes hablar en serio…

—Necesito que te asegures de que nadie nos moleste.

La expresión de Jenny se endureció; luego asintió brevemente y salió de la rectoría sin mirar al sacerdote.

Una vez que estuvieron a solas, el padre Mosto le preguntó:

—¿Confías en ella?

—Sí —contestó Bravo sin vacilar.

—¿Completamente?

—Mi padre la eligió. Fue su expreso deseo que…

—Ah, sí, sí, tu padre. —El padre Mosto entrelazó los dedos—. Deja que te diga algo acerca de tu padre. Él anticipaba el futuro de un modo que ninguno de nosotros era capaz de entender. Yo no diría que podía ver el futuro, exactamente, pero parecía saber cómo acabarían las cosas.

—Eso he oído.

—Si, como dices, fue él quien te condujo hasta Jenny, entonces puedes estar seguro de que había una razón.

Bravo se encogió de hombros.

—Ella es el mejor guardián.

—No, no lo es, pero dejando esa cuestión a un lado de momento, aun cuando lo fuese, tu padre te llevó hasta ella por otra razón, por algo que sentía o vio, algo relacionado con el futuro que sabía que no viviría para ver.

Bravo lo miró sorprendido.

—No puede hablar en serio.

—Oh, sí, estoy hablando completamente en serio, Braverman.

—Nunca lo hubiese tomado por un místico.

—Yo creo en el bien y el mal, en la inmortalidad del espíritu, en el estricto orden jerárquico de Dios. Los místicos creen en el bien y el mal, en la inmortalidad del espíritu, en un poder superior y en un estricto orden jerárquico, de modo que, en el sentido más fundamental, no creo que seamos muy diferentes.

—La Iglesia lo consideraría un hereje.

—¿Y me quemaría en la hoguera? Me atrevería a decir que hace trescientos años lo habrían intentado —dijo el padre Mosto—. Pero piensa en esto: tanto el místico como el sacerdote son conscientes de que en este mundo hay mucho más que el hombre y sus creaciones. Yo respeto eso, y tú también deberías hacerlo. —Frunció los labios—. ¿Dónde está tu fe, Braverman?

El eco de la pregunta que le había hecho Jenny fue como un disparo en la frente de Bravo y, avergonzado por su incapacidad para responder a una cuestión tan vital, permaneció en silencio.

Después de una pausa reflexiva, el padre Mosto continuó:

—En cualquier caso, es sumamente importante que tengas presente lo que acabo de decirte acerca de esa capacidad de tu padre para anticipar el futuro a medida que avances a través del laberinto que creó para ti. Es así como lo ves, ¿verdad? Un laberinto.

Bravo asintió.

—Bien. Porque eso es precisamente: un laberinto para atrapar a los incautos y los falsos a medida que lo recorres. Yo conocía muy bien a tu padre. Creo con toda mi alma y mi corazón que fue él quien construyó ese laberinto para hacer frente a cualquier posibilidad. Suena improbable, incluso imposible, pero, a pesar de lo cerca que pudiste haber estado de Dexter Shaw, no llegaste a conocerlo tan bien como yo. Su mente, bueno, no funcionaba como la tuya o la mía, te lo aseguro.

—Lo sé, mi padre y yo teníamos un juego de claves que él había creado…

—No estoy hablando de juegos ni de claves, Braverman —repuso el padre Mosto con firmeza.

Había algo en el tono del sacerdote que alertó a Bravo, por lo que se inclinó ligeramente hacia adelante, concentrándose con los cinco sentidos en lo que le decía. El padre Mosto se dio cuenta y, hasta donde era capaz de hacerlo, pareció estar complacido.

—Como ya he dicho, tu padre tenía la capacidad de anticipar lo que iba a suceder. Dexter supo que había un traidor dentro de la orden antes que cualquiera de nosotros. De hecho, al principio, algunos de ellos no lo creyeron.

—Pero usted sí.

—Sí. Él habló primero conmigo acerca de sus sospechas.

—¿Le dijo mi padre de quién sospechaba?

—No, pero estoy convencido de que lo sabía.

—¿Por qué no actuó entonces?

—Porque creo que tenía miedo —respondió el sacerdote.

—¿Miedo? Mi padre no tenía miedo de nada. —En el silencio que siguió a sus palabras, Bravo añadió—: ¿A qué le temía?

—A la identidad del traidor. Creo que afectó a su confianza en sus propias habilidades. Era alguien a quien tu padre conocía muy bien y en quien confiaba totalmente.

El padre Mosto sacó de entre sus ropas una hoja de papel doblada.

Bravo la cogió.

—¿Qué es esto?

—La lista de los sospechosos —dijo el padre Mosto.

Bravo desplegó la hoja y estudió los nombres.

—El nombre de Paolo Zorzi figura en esta lista —dijo, y acto seguido se le hizo un nudo en la garganta—. Y también el de Jenny. —Frunció el ceño—. Usted ha dicho que el traidor era alguien a quien mi padre conocía muy bien y en quien confiaba totalmente.

El sacerdote asintió.

—Dexter y Jenny tenían… cierta clase de relación.

—Por supuesto, ellos trabajaban juntos.

El padre Mosto negó con la cabeza.

—La relación que mantenían iba más allá de lo estrictamente profesional —dijo—. Era algo personal e íntimo.

Camille Muhlmann pensó que había algo muy excitante en el hecho de vestirse con ropas masculinas… ¡y más aún con las de un sacerdote! Llevaba los pechos vendados y un relleno alrededor de la cintura para dar una apariencia gruesa debajo del hábito. Giancarlo, uno de los hombres de Cornadoro, había asumido esa expresión eclesiástica neutra que a ella le resultaba tan familiar cuando él se había puesto la sotana. Pero luego Cornadoro le confió que la ilusión de Giancarlo era ser actor.

—Es una puta de cine —se había quejado Cornadoro cuando ella le anunció su intención de utilizar a Giancarlo en lugar de a él.

—Siempre que llega a Venecia algún equipo de rodaje norteamericano, Giancarlo los sigue a todas partes como si fuese un perro mendigando algo que comer.

—¿Es de confianza? —había preguntado ella.

—Por supuesto que es de confianza, de otro modo lo hubiese echado a patadas hace ya meses.

No había sido difícil ignorar la ira de Cornadoro. Giancarlo era prescindible y Cornadoro no, era tan simple como eso, una ecuación matemática a la que Camille había llegado con un mínimo esfuerzo.

La excitación de que fuese un hombre había ido aumentando a medida que Giancarlo y ella habían caminado desde el crucero norte de la iglesia de l'Angelo Nicolò, observando a los incautos Bravo y Jenny, que se encontraban cerca de la ventana con triple mirador. Con los pechos vendados y el relleno en la cintura se sentía como un caballero enfundado en una armadura, impaciente por que comenzara la batalla, y una intensa sensación de alegría se disparó a través de su cuerpo como el estampido de un trueno.

Giancarlo y ella habían esperado a la sombra de la estatua de mármol blanco de Jesús, observando al padre Mosto, que acompañaba a la pareja hacia la rectoría. Ambos habían salido tras ellos a una discreta distancia y siguiendo un camino aproximadamente paralelo.

Ahora se encontraban muy cerca de la entrada practicada en el mural cuando otro sacerdote pareció materializarse aparentemente de ninguna parte. Era muy mayor y tenía el pelo largo y blanco y una barba desaliñada que necesitaba un corte con urgencia. Cuando se aproximó a ellos, sus ojos negros parecieron perforar a Camille hasta el tuétano, hasta el punto de que tuvo un momento de pánico, convencida de que había sido capaz de ver debajo de su disfraz y descubrir que se trataba de una mujer. Pero el sacerdote pasó junto a ellos como si no los hubiese visto y, finalmente, pudieron abrir la puerta y seguir al padre Mosto hasta su guarida.

Una vez en el fétido corredor de piedra, Camille vio a Jenny fuera de la puerta cerrada de la rectoría. Entonces susurró unas breves instrucciones y, asintiendo, Giancarlo se alejó.

Ella observó cuando Giancarlo se acercó a Jenny y asintió levemente. Luego él continuó su camino y ella se quitó los zapatos. Cuando Giancarlo se encontraba a cuatro o cinco pasos más allá de Jenny, se volvió y pareció preguntarle algo. «¿Qué está haciendo aquí?», tal vez. Camille le había insistido en que era imperativo que consiguiera que Jenny se pusiera inmediatamente a la defensiva, de modo que no tuviera otra opción más que responder, mantener una conversación con él, y relajase su atención.

Cuando Jenny se volvió para contestar a Giancarlo, Camille corrió por el corredor sin hacer ruido con sus pies descalzos. Cuando llegó junto a ella, calculó tanto el ángulo del golpe como la potencia del mismo. Sus ojos estaban centrados en el hueso occipital en la base del cráneo de Jenny, y allí fue donde la golpeó, afirmando los pies, girando desde la cintura, la potencia contenida detrás del golpe proyectándose desde su muslo derecho completamente tenso, subiendo por la pelvis y el torso, infundiendo a su brazo derecho la fuerza justa para dejarla inconsciente.

Camille estaba preparada y cogió a Jenny en sus brazos. Vio entonces que Giancarlo se acercaba para ayudarla con su carga, pero ella meneó la cabeza y él se frenó en seco, esperando, paciente como un perro fiel.

Por un instante tuvo a Jenny para ella, apoyada contra sus pechos vendados, la cabeza colgando sobre su hombro, el cuello completamente expuesto. Era un momento terriblemente íntimo. Apoyó suavemente una mano en la nuca de Jenny. Al percibir el lento palpitar de la arteria carótida, Camille extendió el índice como si fuese la hoja de un cuchillo. Sería tan fácil acabar allí mismo con su vida, en ese mismo instante, pensó. Pero eso sería un error. La orden enviaría a otro guardián —a alguien que ella no conocería—, y el meticuloso plan psicológico que había puesto en marcha tendría que volver a empezar. Y eso era algo que no podía permitir. Jordan se encontraba bajo una tremenda presión por parte del cardenal Canesi para que encontrase la Quintaesencia y el Testamento. Si ellos fracasaban, toda su base de poder estaría en peligro, quizá de un modo irrevocable. No, su forma de proceder era la correcta, de eso estaba completamente segura.

Su mano volvió a moverse, esta vez buscando debajo de la ropa de Jenny como si fuesen amantes en un apasionado abrazo amoroso. Sacó un teléfono móvil y se lo lanzó a Giancarlo. Luego, felizmente, encontró el arma. Por un momento, la luz arrancó reflejos rojos y verdes de la madreperla de la empuñadura de la navaja de la chica. Camille sonrió. Se había tomado el trabajo de hacer un duplicado de la pequeña navaja de Jenny porque no tenía modo de saber si la joven la llevaría consigo o si ella sería capaz de encontrarla cuando la necesitara. Ahora no tendría que usar el duplicado, pensó, mientras guardaba el pequeño cuchillo de Jenny debajo de su hábito, pero sería un agradable recuerdo para la colección secreta que había ido formando a lo largo de los años, pequeños objetos, posiblemente incluso insignificantes, excepto por el hecho de que cada uno de ellos poseía una siniestra intimidad, ya que se los había robado a Jordan, a Bravo, a Anthony y a Dexter.

Su momento acabó y le hizo una breve seña a Giancarlo. Juntos llevaron a Jenny a una pequeña habitación que había en el corredor y allí la dejaron. De regreso en el pasillo, Camille recuperó sus zapatos y se los calzó. Después de despachar a Giancarlo con nuevas instrucciones, se fundió en las sombras.

Mientras Giancarlo regresaba rápidamente a la iglesia alcanzó a oír a sus espaldas el suave ruido de la hoja de la navaja al abrirse.

En el interior de la rectoría, Bravo se sentó súbitamente, el duro borde de la silla clavándosele dolorosamente en la parte posterior de los muslos. «¿Cómo ha podido hacer algo así? —pensó—. ¿Cómo ha podido no decirme nada?». Cuando levantó la vista, el padre Mosto estaba observándolo con una mirada incisiva.

—No tengo idea de si Jenny es el traidor o no, Braverman, pero sí sé que tu padre estaba demasiado implicado como para hacer un juicio objetivo. Creo que fue por eso por lo que te envió a que conocieras a Jenny, para que tú dieras ese siguiente paso que él no pudo dar, para que pudieras descubrir la verdad acerca de ella.

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