Su padre, por supuesto, no lo había hecho, pensó Bravo, pero esa fe había sido puesta a prueba, y se había desmoronado, y desde entonces no había sido capaz de recuperarla.
—Dios mío —dijo ella con voz queda—, eres un tío muy complicado.
Jenny esperó hasta estar segura de que él no tenía intención de contestar, luego se dio media vuelta y cerró nuevamente los ojos.
Bravo acarició el Zippo en el bolsillo y volvió a examinar uno a uno todos los objetos, esta vez prestando mayor atención a los detalles: los dos paquetes de cigarrillos que había abierto, el pin de solapa esmaltado con la bandera de Estados Unidos, los gemelos cuadrados. De vez en cuando asentía para sí y sus labios se movían como si estuviese hablando solo a través de un complejo conjunto de fórmulas. Con el paso del tiempo, el murmullo del avión se convirtió en un sonido regular que adormeció a los pasajeros. La luz de su asiento, sin embargo, permaneció encendida. Finalmente, con una especie de reverencia, apartó los objetos que habían pertenecido a su padre. Eran algo más que simples efectos personales, por supuesto; cada uno de ellos escondía un propósito, y él ahora conocía o, al menos, podía adivinar cuáles eran esos propósitos.
Bravo tenía sobre el regazo la libreta de notas con las hojas ajadas y a continuación la estudió con mucho cuidado. En las últimas páginas se topó con una sección que llevaba un curioso encabezamiento: «La oreja de Murray». Es decir, curioso para cualquiera que pudiese encontrar esa libreta, salvo para Bravo. Las palabras lo hicieron sonreír. Murray era un personaje que su padre había inventado cuando Bravo era pequeño. Aparentemente, Murray era una fuente inagotable de historias que fascinaban al niño, pero su característica más prodigiosa, con diferencia, era su capacidad para sacar monedas de oro de su oreja, un acto de magia que nunca dejaba de deleitar a Bravo cuando su padre, disfrazado de Murray, se sentaba en el borde de su cama por las noches.
Debajo del encabezamiento de «La oreja de Murray» había una lista de cuatro palabras sin sentido
—aetnamin, hansna, ovansiers, irtecta
—, cada una de ellas seguida de una serie de ocho números. Reconoció las palabras de inmediato como anagramas y se concentró en descifrarlas, empleando para ello la metodología que su padre le había enseñado.
Una vez ordenadas las letras, cada una de ellas representaba una palabra en cuatro idiomas antiguos diferentes:
manentia
, en latín;
ashnan
, en sumerio;
vessarion
, en griego de Trapezunte; y
ticaret
, en turco. Bravo se apoyó un momento en el respaldo del asiento estudiando las palabras; su significado no resultaba inmediatamente evidente, ni siquiera para él.
Luego volvió a leer el encabezamiento: «La oreja de Murray». ¡Monedas de oro, dinero, por supuesto! Después reconoció
ticaret
, la última de las cuatro palabras, que formaba parte de Turk Ticaret Bankasi, el nombre de un banco.
A continuación se puso manos a la obra con las series de números. Utilizando nuevamente la metodología empleada por su padre, los escribió en orden inverso, ignorando el 0 y el 6, que su padre utilizaba como rayas para confundir aún más a cualquier aspirante a criptógrafo. Lo que tenía delante de los ojos era su propia fecha de nacimiento y las de su padre, su madre y su abuelo. Éstas, decidió, debían de ser las cuentas individuales en los respectivos bancos.
No sabía si estar tranquilo o preocupado, porque, o bien su padre había pensado en todas las contingencias posibles o, más ominosamente, esperaba que el viaje de su hijo fuese difícil y peligroso.
Perdido en sus pensamientos, apartó los objetos de su padre y se concentró en la guía Michelin de Venecia que había comprado en el quiosco de revistas del aeropuerto.
Bravo había estado dos veces en Venecia, en una ocasión acompañado de sus compañeros de la universidad y, en la otra, como parte de su trabajo en Lusignan et Cie. Mientras leía la guía iba memorizando diferentes páginas, volviendo a familiarizarse con una ciudad cuya historia y legado pertenecían tanto a Oriente como a Occidente.
Junto a él, Jenny fingía estar dormida. Paolo Zorzi, su mentor, le había enseñado desde el primer día que estuvo bajo su tutela que debía ver la situación en su conjunto. «Existe una tendencia, especialmente en las situaciones de gran tensión, a estrechar el punto de mira —le había dicho Zorzi—. Por supuesto, de una manera bastante natural, uno trata de encontrar el más mínimo detalle fuera de lugar. Pero nunca debes perder la noción del cuadro general, porque es ahí donde se manifestará tu sentido de lo que está bien y lo que está mal. Si la situación general parece estar mal, entonces puedes estar segura de que encontrarás algún detalle fuera de lugar». Ahora todos sus sentidos se encontraban en estado de alerta máxima. Había algo en el cuadro general que le chirriaba, pero el problema era que no tenía ni la más remota idea de qué podía ser. Por otra parte, toda la operación había sido diseñada por Dexter Shaw y, cuando se trataba de Dex, Jenny sabía que no podía confiar plenamente en su sentido de lo que estaba bien o mal. Dexter había tenido ese efecto sobre ella… siempre había sido así.
Era una completa idiota. Cuando Dexter había acudido a ella para que se encargase de la protección de Bravo, ni siquiera había puesto la más mínima objeción. ¿En qué demonios estaba pensando en ese momento? Trabajar con Bravo, implicarse emocionalmente con él, se estaba convirtiendo en la misión más difícil que jamás le habían encomendado. No cabía ninguna duda de que era la más ardua, plagada como estaba de mentiras, engaños y peligrosas trampas ocultas que seguramente aflorarían cada vez que hablasen de Dexter. ¿Había previsto Dex que eso iba a ocurrir? Jenny no podía apartar de su mente ese inquietante pensamiento, porque Dex siempre había hecho gala de un curioso talento para anticipar el futuro. Ella había tenido pruebas de ello en más de una ocasión, pero cuando le había preguntado por esa rara capacidad, Dex se había limitado a encogerse de hombros. Había una cosa que padre e hijo tenían en común: ambos guardaban secretos.
Maldijo en silencio a Dex por haberla metido en esa situación. Luego, invadida por los remordimientos, se sintió avergonzada de sí misma. Se acomodó lo mejor que pudo en el asiento y trató de dormirse. El cuerpo le dolía en todas aquellas partes donde era capaz de sentir dolor y varias más de las que nunca había sido consciente. La cabeza le latía en solidaridad con el resto, y se frotó las sienes antes de darse cuenta de que se suponía que estaba dormida.
Junto a ella oía pequeños sonidos y se preguntó qué demonios estaría haciendo Bravo. Él era un verdadero enigma, imposible de descifrar. Cada vez que Jenny pensaba que sabía quién era, surgía algo que le demostraba que estaba completamente equivocada. Esa fotografía de cuando era pequeño, por ejemplo. Cualquiera pensaría que Bravo había sido un niño feliz sabiendo que su padre lo llevaba a cualquier parte adonde fuese. En cambio, había podido percibir claramente su instantáneo repliegue. Pero, a decir verdad, ella sabía que Bravo no era el único culpable. Sus propios secretos también extendían su larga sombra y eran como un abismo que Jenny sentía que era cada vez menos capaz de superar para llegar hasta él.
Hizo un esfuerzo y apartó a Bravo de su mente y, nuevamente, dio ese paso mental hacia atrás, luchando por conseguir una perspectiva del cuadro general. Sí, era verdad, no le gustaba ese cuadro general, pero no sabía por qué.
—No estoy seguro de haber acertado en la elección de la persona que asigné para el trabajo en Venecia —le dijo Jordan a su madre.
Estaban deslizándose a través de la brillante noche parisina, en una de las limusinas de Lusignan et Cie. Bajo la tenue luz, sentados el uno junto al otro, podrían haber sido tomados por hermanos.
—Tal vez debería haber utilizado a Brunner —añadió Jordan.
—¿Ese tío de Lucerna? —dijo Camille en un tono desacostumbradamente áspero—. Estoy segura de que fue idea de Spagna. Como ya te he dicho muchas veces, querido, ese hombre tiene demasiada influencia sobre tus decisiones. Además, Cornadoro ya se encuentra de camino a Venecia para actuar como su protector.
Fuera, las aguas del Sena brillaban bajo la fría luz azulada de una media luna, vislumbrada entre las filas vigilantes de castaños de indias bajo cuyas ramas frondosas Bravo y Dexter Shaw habían paseado y hablado en secreto casi por última vez.
—Siempre puedo decirle que vuelva.
—La decisión ya ha sido tomada.
—No estás enfadada, ¿verdad, madre?
—Por supuesto que no.
Camille dedicó un momento a contemplar a través de la ventanilla a las parejas de enamorados que caminaban por las orillas adoquinadas y cruzaban los puentes ornamentados del Sena. Oh, ser jóvenes e inocentes y estar enamorados, pensó. Luego, con la misma rapidez con la que había evocado ese pensamiento, borró la imagen de su mente y volvió a tomar el control de la situación. Aquellos días habían desaparecido hacía ya mucho tiempo, formaban parte de otra vida, cuando ella era una persona completamente diferente. ¿O acaso nunca había sido diferente? Últimamente le resultaba cada vez más difícil saberlo. Camille ni siquiera sabía si deseaba recuperar aquella vida porque, al fin y al cabo, no había sido más que un cruel espejismo que se había deslizado como la arena entre sus dedos.
—Estoy sorprendida, sin embargo —continuó—. Tú conoces la reputación de Cornadoro tan bien como yo. Él es nuestro mejor hombre; el mejor de todos.
—Como señaló Spagna, Cornadoro posee una personalidad excepcionalmente fuerte y puede ser un hombre obstinado a la vez que voluntarioso.
—También es extremadamente inteligente, absolutamente despiadado y completamente leal. —Camille se inclinó hacia adelante y le susurró una dirección al chófer, que inmediatamente se apartó de la orilla del Sena y se dirigió hacia el elegante séptimo
arrondisement
en la margen izquierda—. Ahora que Ivo y Donatella están muertos, creo que se trata de la elección perfecta.
—No es lo bastante sutil como para ser capaz de engañar al guardián y alejarla de Bravo.
—A veces las mujeres no responden a la sutileza. Estoy segura de que conoces muy bien su reputación con las féminas —dijo Camille—. En mi opinión, Jenny Logan es una mujer terriblemente vulnerable en ese aspecto. Saint Malo me dio la medida de ese guardián. ¿Spagna se ha encontrado alguna vez con ella?
—Tienes razón.
—Esta no es una operación corriente, querido. Cualquier error podría ser irreparable.
Camille miró a través de la ventanilla cuando la limusina giró en la rue de la Comète, buscando las luces de la tienda.
—Bien, que sea Comodoro —asintió Jordan—. Pero con una condición.
La limusina se había detenido delante de una tienda cuyo cartel pintado a mano decía «Thoumieux Couteaux». Ambos bajaron del coche y Camille se dirigió hacia la tienda. Era un lugar pequeño y estrecho. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de cuchillos, y la pequeña vitrina que había en la parte trasera exhibía tres filas perfectamente ordenadas de elegantes cuchillos, todos ellos hechos a mano.
—Bonsoir, madame Muhlmann.
El hombre, de baja estatura, salió de detrás de la vitrina. Era calvo, y tenía los dedos largos, elegantes como sus cuchillos, de un cirujano.
—¿Está listo? —preguntó Camille.
—Bien sûr, madame. —El hombre sonrió tímidamente—. He seguido específicamente las indicaciones de
madame
. —Sostenía un pequeño cuchillo en la palma de la mano.
Camille lo cogió. Era una pequeña navaja de acero inoxidable con escamas de perlas. Accionó el mecanismo oculto y la hoja apareció al instante. Luego deslizó sobre el mostrador unas copias de las dos fotografías que había tomado y enviado a través de su teléfono móvil. Las estudió detenidamente y pareció satisfecha con la réplica exacta del cuchillo que había encontrado en el estuche de maquillaje de Jenny.
Luego le pagó al hombre al tiempo que le daba las gracias por el excelente trabajo que había hecho. Una vez que hubo salido de la tienda, se volvió hacia Jordan.
—¿Cuál es tu condición para que utilicemos a Damon Cornadoro en esta misión?
—Le he dicho que use el nombre de Michael Berio. Jenny Logan reconocería su verdadero nombre, estoy seguro. —Jordan esbozó la sonrisa secreta que sólo reservaba para su madre. Era una expresión de intimidad y de complicidad al mismo tiempo—. Tienes razón: hemos esperado pacientemente, planeando esto durante demasiado tiempo como para cometer un error en esta etapa. Tú te encargarás de controlarlo sobre el terreno, con la correa tensa. Ten cuidado.
—Sabes que lo tendré —dijo Camille, entrando en la limusina con él.
El coche, largo y negro, se apartó del bordillo y giró en la esquina. Un momento después se había esfumado en medio del denso tráfico nocturno.
B
RAVO y Jenny llegaron a Venecia más o menos puntuales. Tal como Jordan le había prometido, en el aeropuerto Marco Polo los estaba esperando un hombre que se presentó como Michael Berio. Era alto y de aspecto atlético, hombros anchos, piernas fuertes de corredor y ni un gramo de grasa visible. El pelo, cortado largo según la moda veneciana actual, era grueso y prematuramente canoso, rizado en la nuca. El rostro era ancho, con los pómulos y la barbilla marcados y los ojos del color de la laguna por la noche. Iba vestido con ropa suelta y cómoda de color negro, y parecía moverse sobre balancines, a la manera de los expertos en artes marciales. Sus ojos se demoraron sobre Jenny, no sólo en el rostro, sino también en el cuerpo.
Berio condujo fuera del aeropuerto hacia la noche húmeda de Venecia.
—Tengo un
motoscafo
privado que nos está esperando —dijo con una voz suave que contradecía su poderosa presencia física.
Y allí estaba, meciéndose morosamente en su embarcadero, a unos cientos de metros de las puertas de la terminal, la madera de caoba lustrada y los apliques de latón brillando bajo la luz de la luna.
Cuando Jenny estaba a punto de subir a bordo, Berio la enlazó por la cintura y la depositó en cubierta. La retuvo durante un momento demasiado largo mientras la miraba fijamente y luego fue a encargarse de los cabos de amarre mientras Bravo subía a bordo. El sonido gutural de los motores reverberó contra la fachada de piedra del escotillón y la embarcación se adentró en el agua negra.