A través del espejo retrovisor, Camille vio cómo la mano de Bravo se demoraba en la nuca de Jenny, cómo su mirada tenía una expresión remota. Finalmente, ella dijo con voz suave:
—Querido, por favor, cierra la puerta. Debemos seguir el viaje.
Bravo obedeció en medio de su aturdimiento, y acto seguido su mirada volvió a posarse en Jenny, sus pensamientos tan nebulosos y sombríos como la niebla que había seguido a la lluvia.
—Bravo —dijo Camille con ese tono de voz tranquilo que nunca dejaba de concitar la atención de su interlocutor—, el Mercedes llevaba matrícula alemana.
—La vi —respondió él automáticamente.
—Entonces debemos considerar la posibilidad de que nosotros estemos equivocados y Jordan tenga razón.
Camille condujo de prisa y eficazmente hasta un hotel que se encontraba en el lado más próximo a tierra de la calzada elevada que se extendía hacia el mont Saint Michel como una mano suplicante. Era allí adonde, a lo largo de los siglos, habían llegado peregrinos de todas partes para rezar en el monasterio del arcángel san Miguel, cuya estatua se alzaba desde el pináculo de la abadía medieval de piedra en el islote rocoso, a ciento cincuenta metros por encima del nivel de las aguas del canal de la Mancha.
Bravo se sentía de la misma manera que debían de sentirse aquellos antiguos caminantes cuando llegaban allí: agotados, enfermos, necesitados de un milagro. Sostuvo a Jenny más cerca de su cuerpo mientras Camille bajaba del coche y entraba en el hotel. Necesitarían un milagro para conseguir habitaciones allí en pleno verano.
Bravo observó a Camille cuando regresaba al coche, con un andar decidido y una sonrisa en los labios.
—Ven, cariño —dijo mientras abría la puerta—. Nuestras habitaciones nos esperan.
La estancia estaba limpia y perfectamente ordenada. Era moderna y anónima, pero debido a su situación en el tercer piso, la ventana panorámica daba al canal y tenía una magnífica vista de la Maravilla, como llamaban a veces los franceses al mont Saint Michel, ahora poco más que una sombra fantasmal en medio de la densa niebla. Junto a la ventana había un sofá y un sillón a juego tapizados con una tela escocesa oscura, con una mesa baja de madera entre ambos. En el centro de la pared trasera estaba la puerta del cuarto de baño y, a la derecha, se encontraba la cama, flanqueada por un par de mesillas de noche con sus respectivas lámparas. El suelo era de madera lustrada y las paredes de color arena. La luz que entraba en la habitación era pálida y acuosa, carente de toda definición, de modo que no arrojaba sombra alguna.
Bravo se sentó en la cama, sosteniendo a Jenny entre sus brazos, mientras Camille le limpiaba las manos y la cabeza heridas con una toalla mojada con agua caliente. Bravo esperaba que el impermeable que la había envuelto como una mortaja también la hubiese protegido de un daño mayor cuando el Mercedes la arrastró sobre el pavimento, porque ahora ambos tenían miedo de someterla a los movimientos necesarios para quitárselo.
Camille le aplicó una de las cremas antisépticas que había comprado en la farmacia y Bravo la acostó suavemente en la cama y la cubrió con una manta ligera.
—Camille, tenemos que buscar un médico. Cuanto más tiempo permanezca inconsciente, mayor es el peligro que corre.
La mujer se sentó en la cama junto a él, se inclinó hacia Jenny y, con sumo cuidado, le abrió los párpados.
—Sus pupilas no están dilatadas; está dormida, eso es todo.
—Pero…
—Ven, querido. —Camille se levantó y lo cogió del brazo—. Lo que Jenny necesita ahora es descansar… igual que nosotros.
—No quiero dejarla sola.
—Y no lo harás. —Bravo estaba demasiado aturdido como para percibir la pequeña pausa hecha por Camille—. Ahora debes dedicarte un poco de tiempo a ti mismo. Ve a lavarte. Y no te preocupes, yo cuidaré de Jenny.
Bravo asintió. Tan pronto como se hubo metido en el cuarto de baño, Camille revisó metódicamente la habitación. Sabía exactamente lo que debía buscar y, cuando encontró las pertenencias de Jenny, las examinó con el ojo experto de un prestamista. A primera vista no parecía haber nada que llamase la atención. Era lo que cabía esperar: Jenny Logan era un guardián. Pero precisamente porque lo era, Camille sabía que no podía ir totalmente desarmada. La chica debía de llevar una arma consigo, una arma que pudiese pasar sin problemas a través de los controles del aeropuerto. Camille llegó finalmente a un estuche de maquillaje, que parecía un poco más grande y bastante más pesado que un estuche normal. Al abrirlo no encontró ninguna base para maquillaje y tampoco una esponja, sino un pequeño cuchillo plegable. No se dejó engañar por su tamaño y tampoco por las incrustaciones nacaradas. Accionó el mecanismo de resorte y fue recompensada por la relampagueante aparición de una hoja de acero inoxidable de aspecto temible. Con la cámara digital incorporada en su teléfono móvil, tomó varias fotos del cuchillo abierto y cerrado, marcó un número de París y envió las instantáneas. Luego dobló con cuidado el cuchillo y lo devolvió al estuche de maquillaje un momento antes de que Bravo saliese del cuarto de baño.
—¿Cómo está Jenny?
El agua goteaba de su pelo mojado.
—No ha habido cambios. —Camille señaló el sofá que se encontraba junto a la ventana—. ¿Por qué no nos sentamos aquí, desde donde podemos vigilarla?
Fuera, la niebla se había asentado como un manto de nieve. La secular imagen de san Miguel matando al dragón hecho un ovillo a sus pies aún era visible, pero no se veía absolutamente nada de la imponente isla fortaleza que se extendía debajo, de modo que el fiero arcángel vengador parecía surgir a través del aire dotado de unas alas vaporosas.
Camille permitió que Bravo permaneciera sentado en silencio durante unos minutos y luego comenzó a hablar.
—Estamos agotados y debemos tomar algunas decisiones. ¿Eran ataques como éste de los que escapasteis en Estados Unidos?
—Sí, más o menos.
Bravo estaba inclinado hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas levantadas; tenía los ojos hundidos y el rostro inexpresivo.
—Entonces Jordan tenía razón. Los alemanes…
—¡Los Wassersturm no tienen nada que ver con todo esto! —estalló. Se levantó y regresó junto a la cama, donde permaneció contemplando el rostro pálido de Jenny. Las pecas parecían haber desaparecido; una tenue tela de araña de venas azules era visible en su sien.
Camille dejó que se quedase junto a ella unos minutos, pero no demasiados. Luego se levantó del sofá y se acercó a él.
—Bravo, estoy terriblemente desconcertada —dijo con voz suave—. ¿No crees que ya es hora de que me digas qué está ocurriendo?
Cuando él no le contestó, lo hizo girar para que la mirase.
—¿Por qué no confías en mí?
—Quiero que te marches ahora mismo.
—¿Qué?
Bravo la cogió del codo y la acompañó hasta la puerta.
—Sube al coche y regresa a París.
—¿Y dejaros aquí en este estado? ¡No puedes estar hablando en serio!
—Pero lo estoy haciendo, Camille. Estoy hablando muy en serio.
Ella intentó apartarse de él, pero Bravo la tenía cogida con fuerza. La mujer luchó sólo un momento y luego se quedó inmóvil. Ambos se miraron fijamente en una extraña contienda de voluntades que imitaba la lucha apasionada entre un adolescente obcecado y su madre.
—Esto no es un juego, Camille. Esa gente quiere sangre…
—¿Qué gente? ¿Sabes quién está detrás de esto? Bravo, me estás asustando.
—Entonces lo he conseguido, Camille, ya has corrido suficientes peligros por mi culpa. Y si te sucediese algo, jamás me lo perdonaría.
—¿Y qué me dices de tu amiga, Jenny Logan? ¿Te arriesgarías a perderla a ella?
En ese momento, un leve sonido llegó hasta ellos, como el tenue maullido de un gato al que no le han dado su comida. Ambos se volvieron y Bravo soltó a Camille para acercarse rápidamente a la cama. Jenny tenía los ojos abiertos y miraba alrededor de la habitación con expresión vacía.
—¿Bravo?
—Estoy aquí. —Le cogió la mano y se sentó a su lado—. Y también Camille.
Cuando la mujer entró en su campo de visión, Jenny dijo con voz rota:
—¿Dónde estoy?
—En un hotel —dijo Camille con una sonrisa—. Aquí estás completamente a salvo.
Los ojos de Jenny se clavaron en Bravo.
—¿El Mercedes?
—Completamente destruido —dijo—. Chocó contra uno de los surtidores de gasolina y estalló en llamas.
—Dios…
Jenny volvió la cabeza hacia un lado y un lágrima rodó por su mejilla hasta caer sobre el cubrecama.
—Gracias por salvarme la vida —dijo Camille, arrodillándose junto a ella—. Tu valor es extraordinario.
Jenny la miró pero no dijo nada.
Camille se inclinó hacia la mesilla de noche.
—Ahora debes descansar y reponer fuerzas. Te hemos traído al mont Saint Michel. Es un lugar sagrado, Jenny. Un lugar para la curación del cuerpo y el espíritu. Y lo ha sido desde que se construyó la primera abadía en el siglo xi. Pero el lugar en sí mismo es sagrado. El monasterio fue fundado en el año 708 por san Aubert, el obispo de Avranches, al que el propio arcángel san Miguel visitó en sueños. Desde entonces, el mont Saint Michel ha sido un auténtico imán para la gente necesitada de todos los rincones del mundo. Ahora duerme, necesitas tiempo para recuperarte. Llámame si quieres cualquier cosa y yo te la traeré.
Camille se levantó y, sonriendo, le dijo a Bravo que iba a acostarse un rato.
Bravo esperó a que Camille hubo cerrado la puerta y dijo:
—¿Cómo te sientes?
—Como si un tren de mercancías me hubiese pasado por encima.
—Estuviste a punto de que eso sucediera —dijo Bravo—, algo muy parecido. —Respiró profundamente—. Jenny, ¿alcanzaste a ver quién iba dentro del Mercedes?
—Sólo tuve una visión muy fugaz y fue… sigo recibiendo imágenes fugaces. Había dos personas.
—¿Masculinas o femeninas?
—El que tenía la pistola… era un hombre, estoy segura de eso. Tenía un rostro largo y afilado, el pelo y los ojos negros, treinta y pocos años. —Cerró los ojos un momento—. Todo me da vueltas.
—Ven —dijo Bravo—, veamos si puedes sentarte.
La ayudó a incorporarse y apoyarse en dos almohadas. Luego le dio un poco de agua. Jenny miró el fondo del vaso como si fuese la bola de cristal de un brujo en la que pudiesen conjurarse las imágenes de su encuentro con el Mercedes.
—El conductor también era un hombre.
De pie en su habitación, fumando un cigarrillo, Camille no pudo menos que admirar el ingenio de los microcircuitos del artilugio de escucha que había colocado en la parte inferior de la mesilla de noche cuando se arrodilló junto a la cama. Su conversación con Jenny había sido una maniobra de distracción mientras fijaba el diminuto aparato en la madera contrachapada sin pintar.
—Sí, era un hombre —dijo Bravo—. Lo vi tumbado sobre el volante después de que le disparases. Creo que podemos suponer razonablemente que tu recuerdo del otro hombre es acertado. —Un pequeño ruido interrumpió la conversación; luego volvió a oírse la voz de Bravo—: El Mercedes tenía matrícula alemana. Camille piensa que Jordan podría tener razón cuando dice que los Wassersturm van a por mí.
—Estoy segura de que tú no piensas eso.
—Por supuesto que no —dijo Bravo—, pero supongo que sería mejor asegurarse.
—Los Wassersturm son un callejón sin salida y potencialmente peligroso —repuso Jenny en una voz audiblemente más firme—. No podemos permitir que nada interfiera con nuestra búsqueda del escondite de los secretos.
—Dios mío, no, no podemos permitirlo —dijo Camille en el consiguiente silencio.
Cuando estuvo segura de que la conversación había terminado, sacó su teléfono móvil y marcó un número.
—Bravo no sabe dónde está el escondite —dijo cuando su hijo contestó la llamada—. Por otra parte, no va a decirme una sola palabra acerca del diabólico laberinto montado por Dexter.
—¿Esperabas realmente que lo hiciera?
—Siempre había una posibilidad.
Jordan se echó a reír con un sonido penetrante y profundamente desagradable.
—¡Cómo te habría decepcionado si Bravo hubiese demostrado ser tan estúpido!
—Después de todo es el hijo de su padre, ¿verdad?
Se produjo un breve silencio.
—No se tragará la historia de los Wassersturm, y Jenny tampoco. Te lo advertí —dijo Camille, cambiando bruscamente de tema—. Fue idea de Osman Spagna, ¿no es así?
—¿Y qué si fue idea suya? —replicó Jordan con cierto tono defensivo.
—No me gusta nada ese hombre, Jordan. Te lo he dicho muchas veces. Debes deshacerte de él.
—Yo tampoco pensé que Bravo fuese a tragarse la historia de los Wassersturm, pero ése no era el propósito —dijo él, evitando una respuesta que no quería dar—. Necesitábamos construir tu credibilidad con ellos.
—Sí, es un viejo truco de confianza. A la chica le caí fatal desde el primer momento, ahora hay un lazo de confianza entre las dos. —Hizo una pausa—. En cuanto al Mercedes, no hubo supervivientes.
—Sólo sobreviven los mejores —señaló Jordan—. Si hubiesen sido lo bastante buenos, Jenny no podría haber acabado con ellos.
—¿Cómo sabes que fue Jenny quien los mató?
Jordan se echó a reír otra vez.
—Tengo que guardar algunos secretos, madre, incluso contigo. De otro modo, sería un chico demasiado bueno.
—Pues asegúrate de que en adelante no haya más secretos entre nosotros —dijo Camille con dureza al tiempo que cortaba la comunicación.
Silencio.
Jenny, con los ojos entornados, musitó:
—¿Por qué me miras de ese modo?
Bravo no le contestó y desapareció en el cuarto de baño. Un momento después, Jenny oyó que corría el agua. El sonido contribuyó a que se relajara y su mirada se desvió hacia el ventanal, detrás del cual sólo podía verse la forma más grande, la del mont Saint Michel, aunque difusamente, apenas una sombra que se encumbraba sobre los lechos salinos de la marea invisible. La tarde de verano había continuado avanzando, pero dentro del vacío blanco de niebla no había ningún sonido, ningún movimiento, ni siquiera el mínimo atisbo de que el sol continuaba su viaje a través del cielo. Era como si el tiempo se hubiese detenido.
Jenny se acomodó en la cama y sintió pequeños dolores punzantes, como si un montón de escarabajos estuviesen caminando por su cuerpo, mordiéndola con sus pinzas. Del fondo de su garganta surgían ruidos incoherentes, como a menudo les ocurre a la gente cuando los sueños los superan.