El testamento (25 page)

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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
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Una hora después habían llegado a la A-11. La lluvia se había convertido en una intensa llovizna, y el mundo exterior parecía consistir en colores que habían sido embadurnados con un pincel impresionista. Cuando estaban llegando a Avranches, Jenny comenzó a quejarse de fuertes retortijones en el estómago. Bravo se volvió hacia ella y vio que tenía el rostro pálido y perlado de sudor. Unos minutos más tarde divisaron uno de esos restaurantes que se encuentran en los puentes que cruzan la autopista. En la misma área de servicio había lavabos y, unos cientos de metros más adelante, una gasolinera.

Camille detuvo el coche y Bravo ayudó a bajar a Jenny. La mujer mayor cogió un impermeable y, colocándolo sobre los hombros de Jenny, insistió en acompañarla. Jenny no tenía fuerzas ni ánimo para discutir y, juntas, las dos mujeres corrieron hacia el edificio bajo y cuadrado. Bravo rodeó el coche por delante y se instaló en el lado del conductor del Citroën, la mejor posición para vigilar el tráfico. La lluvia era ligera y fría, y disfrutó de su contacto en la cara mientras sacaba el teléfono móvil y marcaba un número del extranjero.

En Nueva York ya sería de noche, el estallido de luces artificiales velando las estrellas, la enorme energía de la ciudad fluyendo sin cesar a través de las calles mientras los pisos superiores de los rascacielos se perdían entre las nubes.

Emma contestó a la primera, como si hubiese estado esperando la llamada.

—Bravo, ¿dónde estás?

—En Francia —dijo él—. De camino a la Bretaña.

—¿Qué estás haciendo ahí?

—Un recado para papá. Me habló de ello poco antes de que… justo antes del fin. —Por un instante se hizo un incómodo silencio entre ambos—. ¿Cómo te encuentras, Emma?

—Estoy bien. He vuelto a cantar, mi profesor está ahora aquí.

—Eso es maravilloso, ¿y tus ojos? ¿Ha habido algún cambio?

—Aún no. Pero eso no importa, estoy preocupada por ti.

—¿Por mí?

—Puedo percibirlo en tu voz —dijo ella.

—¿Percibir qué?

—Problemas. Lo que sea que papá te haya pedido que hicieras, te ha metido en problemas, ¿verdad?

—¿Por qué habría de…?

—Porque no soy idiota, Bravo, y me molesta que me trates como si lo fuese. El presidente de la empresa de ingeniería que contraté me leyó el informe. La instalación de gas no estaba mal hecha, sino que fue manipulada.

Bravo miró a su alrededor para ver si las mujeres ya habían salido de los lavabos, pero no las vio por ninguna parte.

—Parece que la noticia no te ha alterado.

—Papá estaba metido en un negocio peligroso, Bravo. ¿Creías que yo no me había dado cuenta? Y, una vez que lo deduje, él confió en mí.

—¿Qué?

—De hecho, yo lo ayudaba ocasionalmente en su trabajo. Él sabía, y yo también, que su actividad con los observantes gnósticos encerraba un alto grado de riesgo.

Hubo una breve pausa, durante la cual Bravo pudo oír que Emma bebía un sorbo de algo, té tal vez. Estaba haciendo un gran esfuerzo por adaptarse a esa nueva realidad.

—Ahora que estás en esta nueva misión —continuó Emma—, quiero que sepas que puedo serte muy útil.

—Emma…

—Supongo que crees que ahora las cosas han cambiado porque estoy ciega, pero te equivocas. Soy totalmente capaz de cuidar de mí misma… y también puedo cuidar de ti. Siempre lo he hecho.

—Creo que no te entiendo.

—¿Quién crees que controlaba tus movimientos e informaba a papá cuando él y tú no os hablabais? Ese alejamiento no fue precisamente idea suya.

—¿Quieres decir que me espiabas?

—No me vengas ahora con ésas, Bravo. Hice lo que creía que era lo mejor para todos… incluido tú. ¿Acaso sigues creyendo que papá tenía algún designio perverso para ti? Estaba muy preocupado y, francamente, no lo culpo. Actuabas como un adolescente, hermanito, como si él fuese el enemigo, cuando todo lo que papá intentaba hacer…

Braverman apartó el teléfono de su oreja y cortó la comunicación.

Se sentó pesadamente en el asiento del conductor. Tenía la mente embotada y el tráfico que discurría por la A—11 era un zumbido distante. Un coche se detuvo y una pareja de turistas acompañados de unos adolescentes ruidosos corrieron hacia el edificio bajo la pertinaz llovizna. Un camión se alejó de la gasolinera para reincorporarse al resbaladizo asfalto de la A—11. Sus ojos registraron estas pequeñas llegadas y partidas sin ningún comentario de su mente, como si estuviese en un cine mirando una película.

Su teléfono móvil comenzó a sonar.

—No te atrevas a tratarme a mí como tratabas a papá. —La voz de Emma sonó áspera en su oído—. Y no vuelvas a colgarme.

—De acuerdo, de acuerdo, lo lamento. —Bravo se sintió avergonzado y como si tuviese resaca—. Pero me has dejado totalmente desconcertado, Emma. Quiero decir, aquí estaba yo, preguntándome cómo demonios lo harías para ir de una habitación a otra, y tú me dices que puedes ayudarme del mismo modo que hacías con papá.

—Sí, supongo que ha sido demasiado para soltártelo de golpe, pero, realmente, Bravo, a veces eres tan ignorante… Si me conocieras un poco mejor te habrías dado cuenta de que he estado luchando toda mi vida para cumplir con las expectativas que teníais papá y tú. Si pude con eso, puedes estar seguro de que también podré hacer frente a esto.

Bravo pensó en la forma lamentable en que Jenny había sido tratada por la orden, pero no le pareció muy diferente de la forma en que las mujeres eran tratadas en la vida empresarial o en cualquier otra parte.

—Escucha, Emma, yo… bueno, ya sabes, cuando me lo dijiste, pensé, aquí estamos otra vez… todo el mundo sabía cosas de papá excepto yo.

—Había una buena razón para ello, Bravo. Ahora ya debes de saber de qué se trataba. Papá te estaba preparando para que lo sustituyeras. Por eso te entrenó, por eso siempre se mostraba tan exigente contigo. Quería que estuvieses preparado cuando llegase el momento, pero, hasta entonces, no quería que tuvieses nada que ver con los observantes gnósticos. Era vital que sus enemigos creyesen que no tenías absolutamente ninguna relación con la orden, que tu vida se había desarrollado por un camino completamente diferente. Si los caballeros de San Clemente hubiesen sospechado por un instante lo que papá tenía pensado para ti, habrías corrido un grave peligro.

—Hay una mujer conmigo… Jenny…

—Así es, el guardián. Papá tenía un alto concepto de ella.

—Lo sé. Él me envió a verla. Jenny dice que papá estaba convencido de que había un traidor dentro de la Haute Cour. ¿Tienes alguna idea de quién podría ser?

—No. Creo que en los últimos días papá había conseguido reducir la lista a un par de sospechosos, pero nunca tuvo la posibilidad de decirme quiénes eran.

—Muy bien. —Bravo se volvió y comprobó que Jenny y Camille salían del edificio—. Tal vez podrías hacer algunas averiguaciones.

—Por supuesto, no hay ningún problema. —La tensión había desaparecido de su voz—. Me encantaría volver al trabajo.

—Pero ¿cómo…?

Emma se echó a reír.

—Oh, Bravo, antes del correo electrónico ya existía el teléfono. Tengo facilidad para las voces: si escucho una cinta grabada, puedo ser quienquiera que desee. No te preocupes, lo hacía todo el tiempo para papá. Y funcionaba muy bien; hoy la gente está paranoica con los correos y los archivos electrónicos.

Jenny llevaba el impermeable sobre los hombros y Camille la cogía pasándole un brazo por encima.

—Escucha, Emma, en cuanto a lo de antes…

—Olvídalo. Ahora que nos hemos entendido…

Bravo no alcanzó a oír el final de su comentario porque, en ese momento, vio un Mercedes negro de cuatro puertas y matrícula alemana que enfilaba hacia las dos mujeres. Cuando estuvo cerca de ellas, Jenny empujó a Camille para apartarla del camino. El Mercedes giró para colocarse entre ellas y el edificio, y en el último instante redujo la marcha. El cristal tintado de una de las ventanillas comenzó a bajar, la puerta trasera se abrió, y Bravo vio el destello oscuro del metal cuando asomó una mano que empuñaba una pistola.

Antes de que Bravo atinase a moverse, Jenny se apoyó en la pierna izquierda y con la derecha pateó la puerta, cerrándola. Luego se lanzó hacia adelante, golpeó la mano que sostenía la pistola, cogió el arma y disparó tres veces en el interior del Mercedes.

El coche se estremeció como si hubiera recibido los disparos y salió disparado hacia adelante. Jenny fue levantada en vilo, y entonces Bravo vio que el borde inferior de su impermeable había quedado cogido en la puerta cerrada.

Emma estaba gritando a través del móvil cuando él lo lanzó al asiento del acompañante, hizo girar la llave en el contacto y puso el Citroën en marcha. Bravo le gritó a Camille, que corría detrás del Mercedes mientras el coche arrastraba a Jenny por el área de descanso. El vehículo se dirigía directamente hacia los surtidores de gasolina, como si no hubiese nadie al volante.

Cuando Bravo pisó brevemente el freno, Camille, que estaba de su lado del coche, abrió la puerta trasera. La mujer saltó al asiento trasero, Bravo aceleró y el Citroën resbaló sobre el asfalto mojado.

—Nunca lo conseguiremos —dijo Camille sin aliento—. Jenny se convertirá en una bola de fuego junto con esos asesinos.

Bravo vio que Jenny daba vueltas cogida al impermeable y luchaba para liberarse, aunque sin éxito. Entonces el Mercedes chocó contra algo y la sacudida hizo girar a Jenny, haciendo que su cabeza golpease contra el pavimento. Sus ojos se pusieron en blanco y el cuerpo quedó fláccido, moviéndose de forma grotesca.

—La puerta es la única solución —dijo Bravo.

—¡Estás loco! Si te acercas demasiado para que yo intente abrirla, corres el riesgo de aplastarla.

—Jenny morirá si no lo intento —contestó Bravo sombríamente—. Baja el cristal de tu ventanilla y prepárate.

Esquivando a otro coche por centímetros, Bravo se colocó junto al flanco derecho del Mercedes. Ahora venía la parte más difícil. Concentrándose sólo en Jenny, redujo la velocidad y se acercó lentamente al otro coche. Por suerte, Bravo tenía la física de su parte; el rebufo del Mercedes tiraba de Jenny hacia su chasis, y a él le permitía un mayor margen de maniobra. Por otra parte, se veía forzado a imprimir al Citroën una velocidad poco segura; los surtidores de gasolina se encontraban ahora a menos de doscientos metros. Se obligó a no pensar en los golpes que estaba sufriendo Jenny. En cambio, se concentró en el contorno de su cuerpo como si éste fuese parte de un rompecabezas que tenía que resolver. Y, sin embargo, dudaba en acercar más el Citroën hacia ella. «Corres el riesgo de aplastarla», había dicho Camille, y tenía razón. Pero apenas le quedaba tiempo; tenía que actuar ahora. Maniobró desesperadamente el Citroën de modo que quedase paralelo al Mercedes y luego ajustó la velocidad y la trayectoria a la del otro coche. La dirección hacia los surtidores de gasolina no había variado, y no había nada que Bravo pudiera hacer para detenerlo. Se arriesgó a volver levemente la cabeza y entonces vio que el conductor del Mercedes estaba desplomado sobre el volante.

—¡Venga! —le gritó a Camille—. ¡No puedo acercarme más!

Jenny podía quedar debajo de sus ruedas en un abrir y cerrar de ojos.

Camille, arrodillada en el asiento trasero, estiró el cuerpo a través de la ventanilla. Balanceando las caderas en la parte inferior del marco de la ventanilla, extendió el brazo y consiguió coger la manija de la puerta del Mercedes. Jenny estaba directamente debajo de ella, envuelta de tal modo en el impermeable que no podía ver su rostro. Camille tiró de la manija una vez, maldijo entre jadeos y volvió a intentarlo.

—¡Ahora! —gritó Bravo.

La mujer tiró nuevamente de la manija de la puerta y ésta cedió en parte, pero la misma ley física que mantenía el cuerpo de Jenny cerca del Mercedes dificultaba la apertura de la puerta.

—¡Camille! ¡Por el amor de Dios!

Con un esfuerzo tremendo, Camille consiguió abrir la puerta. El cuerpo de Jenny, liberado súbitamente, rodó a través del aparcamiento azotado por la lluvia. Su rostro estaba terriblemente pálido y Bravo no sabía si respiraba o no.

Pisó el freno y el Citroën se detuvo con un chirrido de los neumáticos sobre el asfalto mojado. Camille abrió la puerta y recogió a Jenny. Antes incluso de que la hubiera cerrado, Bravo aceleró.

De pronto, el Citroën se encontró casi encima de los surtidores de gasolina. Bravo giró el volante hacia la derecha y los neumáticos volvieron a protestar mientras coleaba. La gente gritaba y corría en todas direcciones. Bravo volvió a torcer el volante en la dirección del derrape y luego aceleró. El coche saltó hacia adelante como un caballo de carreras cuando se abren las puertas en el hipódromo. Justo detrás de ellos, la parrilla del Mercedes chocó contra el surtidor más próximo, arrancándolo de su base. La gasolina brotó en un grueso chorro y, con un sonido absorbente y un terrible fogonazo, el coche y la gasolinera quedaron envueltos en una bola de fuego llena de metales retorcidos y humo negro.

La onda expansiva alcanzó al Citroën y a punto estuvo de hacer que volcase. Luego un trozo de metal negro golpeó al sedán cuando estaba a punto de entrar en la A-11, y Bravo se vio obligado a aferrar el volante con todas sus fuerzas, esquivando por los pelos a dos coches cuando se internó en la corriente de tráfico, hasta que finalmente consiguió controlar el vehículo.

—¿Cómo está Jenny? —preguntó ansiosamente mientras se abría paso en medio del laberinto de coches.

—Está inconsciente, es todo lo que sabemos. —Camille le buscaba el pulso—. Está viva. El pulso es fuerte.

—Gracias a Dios —dijo Bravo.

La policía aún no había llegado, pero lo haría pronto. A través del espejo retrovisor pudo ver que la nube de humo negro se iba reduciendo gradualmente, pero ahora las llamas ascendían hacia el cielo lluvioso y plomizo.

—Pásame el teléfono. Está ahí, justo a tu lado —dijo Bravo, casi sin aliento—. Tengo que cortar una llamada.

—Querido, ¿cómo te encuentras? —preguntó Camille.

Cuando Bravo cogió el teléfono que le tendía la mujer, su mano temblaba visiblemente.

Capítulo 11

D
ESPUÉS de que hubieron recorrido varios kilómetros, Camille hizo que Bravo detuviese el coche para que ella cogiese el volante. Bravo bajó y rodeó la parte trasera del Citroën con las piernas rígidas como ramas. Se inclinó, extrajo parte del Mercedes de la carrocería del Citroën y, dejando escapar un grito amortiguado, lanzó el trozo por el aire. Subió al asiento trasero, colocando el cuerpo fláccido de Jenny junto a él y la cabeza apoyada en su regazo. Luego apartó suavemente unos mechones de pelo de sus mejillas tiznadas, acariciando la suave piel detrás de su oreja.

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