—Hemos llegado a ese punto.
—Pero hay algo más, ¿verdad?
—Sí. Dexter estaba tan seguro de que había un traidor en la orden que trasladó el escondite de los secretos sin decírselo a los otros miembros de la Haute Cour.
—Eso habría sido muy propio de mi padre. —Bravo apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y, por un instante, sus ojos se perdieron en la distancia—. Lo echo de menos. —Meneó la cabeza—. Pero es algo extraño: al volver la vista atrás, mi padre y yo teníamos lo que podríamos llamar una relación difícil.
—¿Por qué?
—Me exigía mucho y yo no entendía sus motivaciones.
Pero Bravo había dudado una fracción de segundo demasiado larga antes de contestar. ¿Había algo más que él no le estaba contando? Jenny no se habría sorprendido en absoluto. Había partes de su vida que ella no podía contarle.
—Ahora ya sé algo acerca de tu padre —dijo Bravo—, pero ¿qué me dices de tu madre? No vi ni rastro de ella en la casa.
Jenny apartó la mirada por un momento, como tenía la costumbre de hacer cuando la pregunta era particularmente delicada.
—Mi madre se marchó hace algún tiempo. Ahora vive en Taos. Es ceramista, tiene un maestro navajo que creo que también es su amante, aunque ella no lo haya dicho. No es que vaya a decirlo alguna vez, ella no es así. —Hizo una pausa y luego añadió—: Está aprendiendo a hablar su lengua, eso me ha contado.
—Quiere hablarle a su amante en su propia lengua.
—Qué romántico ha quedado eso —exclamó Jenny con una leve sonrisa—. Pero, lamentablemente, no es así. Lo más probable es que se deba al hecho de que se trata de una lengua extremadamente difícil de aprender. Mi madre tiende a definirse a través de los desafíos.
—¿A tu padre le afectó mucho que ella se marchara?
—Sí, pero a decir verdad no estoy segura de la razón. ¿Mi padre la amaba o simplemente dependía de ella? Ya sabes cómo son los hombres. Pueden conseguir cualquier cosa en el mundo de los negocios, pero en casa son tan indefensos como corderitos. Mi padre era absolutamente incapaz de prepararse una taza de té, y en cuanto a utilizar el lavavajillas… bueno, una semana después de que mi madre se marchó tuve que quitar una tonelada de espuma de la cocina cuando se equivocó de producto. —Jenny se movió en su asiento para estar más cómoda. Se había quitado los zapatos y estaba ligeramente encogida, con las rodillas dobladas y los pies debajo del cuerpo—. Por supuesto, poco tiempo después encontró a otra mujer, como era su costumbre. No podía vivir solo y yo no podía seguir cuidándolo, hasta él lo sabía.
—¿Sentían afecto el uno por el otro… tus padres? —preguntó Bravo.
—¿Quién sabe? Mi padre vivía en su propio mundo, y mi madre… te contaré una historia acerca de mi madre. Cuando yo tenía dieciséis años me enamoré de un tío. En esa época vivíamos en San Diego. Él estaba en primer año en la universidad, era dos años mayor que yo, un chico dulce y amable, e hispano. Mi madre se enteró de esa relación y acabó con ella rápidamente.
—¿Cómo lo hizo?
—Me envió al otro lado del país, a un internado en New Hampshire, donde estuve dos años. Allí aprendí a esquiar y a odiar a los chicos. Después regresé a casa, pero ya era demasiado tarde. Él se había marchado.
—¿No le escribiste o…?
Ella sonrió amargamente.
—No conoces a mi madre.
La luz que indicaba que debían abrocharse los cinturones se encendió con un leve tañido, y la misma azafata se acercó a ellos y le pidió a Jenny que se sentase erguida y se abrochase el cinturón.
—¿Confías en ese hombre al que has llamado? —preguntó Jenny cuando la azafata se marchó.
—¿Jordan? Le confiaría mi propia vida. Estamos unidos como hermanos; más unidos aún, ya que entre nosotros no existe ese rollo de la rivalidad entre hermanos.
Jenny asintió.
—Sé a lo que te refieres. Mi hermana Rebecca y yo siempre estábamos a la greña. Somos gemelas dicigóticas, pero nos parecemos mucho físicamente. No puedo decirte cuántas veces nos robamos mutuamente los novios, pero cuando se trataba de hacer frente a nuestros padres (especialmente a mi madre, que siempre trataba de enfrentarnos), nunca había ninguna duda acerca de dónde estaba nuestra lealtad. —Suspiró—. La echo mucho de menos. La echaba de menos cuando estaba en el internado en New Hampshire. Separarnos fue otra muestra de la crueldad de mi madre. Odiaba que nos uniésemos contra ella. —Volvió a suspirar—. Ahora Becca vive en Seattle con su compañero y tiene dos hijos. No nos vemos tanto como nos gustaría. —Se volvió hacia él—. ¿Cómo es Emma? Ella resultó herida en la explosión que mató a tu padre, ¿verdad?
—Emma está ciega —dijo Bravo—. Parece estar bien, pero ¿quién puede saberlo realmente?
—¿Muertos? ¿Los dos? —preguntó Jordan con un leve gruñido—. «Sorprendido» no es la palabra exacta. Ya lo sospechaba. —Con el auricular pegado a la oreja, contempló una pequeña pintura medieval de la Virgen y el Niño. Era un trabajo realizado con una evidente devoción, algo que, en su opinión, le confería un poder sobrenatural—. Lo que no alcanzo a comprender es por qué has esperado tanto para informarme?
Un discreto pitido electrónico acompañó a una luz que había comenzado a titilar en la consola de Jordan. Se volvió inmediatamente y vio que la llamada llegaba a través de la línea codificada. Sólo una persona estaba autorizada a llamarlo a través de esa línea confidencial y, en ese momento, era la última persona con la que deseaba hablar. Sin embargo, sabía que no tenía otra opción.
—¿La limpieza? —dijo, consciente de que debía terminar la conversación—. Sí, sí, por supuesto. Como siempre, se sobreentiende que la intervención de la policía debe evitarse a toda costa. Pero quiero que te marches de Washington de inmediato. Que regreses aquí, sí. —No dejaba de mirar la luz que parpadeaba en el teléfono. No debía hacerlo esperar, pensó—. Habrá más trabajo para ti, sospecho. Ahora me llaman por otra línea, ponte en contacto conmigo cuando llegues.
Colgó el auricular sin decir nada más y respondió a la llamada de la línea codificada.
—Cardenal Canesi, le ruego que me perdone. —Félix Canesi era la mano derecha del papa—. Estaba atendiendo una llamada de negocios de Pekín. Ya conoce a los chinos: sus formalidades son interminables.
—Soy un hombre de mundo, Jordan, entiendo los embrollos de la diplomacia —dijo el cardenal Canesi con su voz profunda y estentórea—, aunque detesto que me hagan esperar; no hablemos más del tema.
Jordan absorbió este duro reproche con su estoicismo habitual.
—No he tenido noticias suyas en tres días. ¿Cómo se encuentra Su Santidad?
—Ahora sí hemos llegado al propósito de esta llamada. —Ya fuese porque había pasado varias décadas dentro de los muros enclaustrados del Vaticano, o bien porque exhibía una vena pomposa, el discurso del cardenal Canesi era artificialmente formal, como si estuviese encarnando a un religioso del siglo xix—. Como ha sido puntualmente informado, su eminencia ha estado muy delicado durante los últimos diez días, pero esa situación está a punto de cambiar.
—Ruego porque sean buenas noticias.
—Me temo que no —dijo el cardenal Canesi en tono fúnebre—. Su salud se ha deteriorado de un modo alarmante. Francamente (e insisto en que esta información debe permanecer entre nosotros), el pontífice se está muriendo. Ni las plegarias ni los conocimientos médicos parecen dar resultado. —Con el astuto dominio escénico de un actor veterano, el cardenal hizo una pausa para enfatizar las palabras que pronunció a continuación—. Sin el…
—Por favor —lo interrumpió Jordan bruscamente.
—Sí, sí, de acuerdo —dijo el cardenal Canesi con un atisbo de irascibilidad. No le importaba que le recordasen las consideraciones relacionadas con la seguridad—. En cualquier caso, sin aquello que nos ha prometido no hay ninguna esperanza para él. Simplemente debemos tenerlo esta semana.
—No se preocupe, Félix —contestó Jordan serenamente—. Lo tendrá; el papa no morirá.
—Ha dado su palabra, Jordan. Se trata de un asunto de la máxima gravedad. A lo largo de los siglos, el Vaticano se ha mostrado ansioso por conseguir que el más precioso de sus objetos regresara al seno de la Iglesia de donde surgió. A lo largo de los siglos, muchos papas han convertido en el trabajo de su vida su recuperación de los gnósticos apóstatas que lo robaron, aunque en vano. Y así ha pasado a convertirse en una leyenda. Debo advertirle que dentro del consejo del papa hay quienes dudan de que… esa sustancia exista.
—La sustancia existe, excelencia, no debe tener ningún temor acerca de eso.
—No soy yo quien experimentará temor si usted nos falla —dijo el cardenal Canesi en tono sombrío—. En este momento nos encontramos en una peligrosa encrucijada, nada podría estar más claro. Es por esta razón por lo que hemos ejercido todo nuestro poder e influencia para ayudarlo en su sagrada misión. Pero no olvide esto: nos hemos arriesgado por usted.
»Su eminencia nunca ha declarado sus deseos en cuanto a su sucesor. El colegio de cardenales es un lugar conflictivo, lleno de individuos excesivamente ansiosos y ambiciosos, cada uno con su propia idea de la dirección que debe tomar la Iglesia.
»Vuelvo a decirle esto en la más estricta confidencialidad: o Su Santidad se recupera o la jerarquía de la Iglesia se verá sumida en un estado de anarquía del cual ni siquiera yo puedo decir con algún grado de certeza que no saldrá profundamente cambiada.
Jordan sabía a lo que se refería: la probabilidad de que no hubiese ningún otro Canesi, ninguna otra camarilla, ningún otro apoyo para él.
—No nos falle, Jordan. Recuerde: una semana, ni un minuto más.
Mientras colgaba el auricular, la mente de Jordan ya trabajaba furiosamente, analizando cada palabra, cada entonación que el cardenal había utilizado. Conocía a Canesi mejor de lo que él sospechaba. Su excelencia era el jefe de una camarilla de altos funcionarios del Vaticano que atendían al papa y dependían de sus favores para poder llevar a cabo su política. Canesi tenía tanto que temer como Jordan si el papa moría, quizá más. La camarilla necesitaba que ese papa continuase apoyándolos porque, a lo largo de los siglos, se habían investido de un velo de poder secreto que el pontífice ignoraba por completo; apoyar a Jordan había sido sólo una de sus actividades. El plan de Jordan, que llevaba años elaborándose, se había activado a causa del pánico de Canesi.
Jordan se frotó la barbilla con expresión grave. Cogió su teléfono móvil, marcó un número y habló con voz queda:
—Me ha llamado el cardenal. Me temo que se nos ha acabado el tiempo antes de lo que habíamos previsto. Una semana, ni un minuto más, eso fue lo que me dijo. Afortunadamente, Bravo tiene la llave; exactamente como lo habíamos planeado. Pero ahora estaremos obligados a correr más riegos.
—El riesgo forma parte del juego, mi amor —dijo la voz en el otro extremo de la línea.
—Riesgo es lo que corrieron Ivo y Donatella —repuso él sombríamente—, y mira cómo acabaron.
—Pero tengo un plan. Llevar a Braverman Shaw y a su ángel de la guarda por donde queramos, separarlos, hacer que se desesperen.
Jordan se irguió en su sillón y sintió un nudo en la garganta.
—¿Y después?
—Ella no tiene ninguna importancia —dijo la voz—, pero cuando él nos haya conducido hasta el secreto, morirá.
Jordan miró a través de la ventana, pero su mirada se había vuelto hacia su interior.
—Tal como lo planeamos —dijo—, desde el principio.
En la actualidad.
París, Saint Malo, Venecia, Roma
C
AMILLE Muhlmann, tan hermosa y amenazadora como lo había sido toda su vida, estaba esperando a Bravo y a Jenny en el aeropuerto Charles de Gaulle cuando ambos salieron de la zona de seguridad. Iba vestida con uno de sus clásicos trajes de Lagerfeld pero, en consideración al calor de pleno verano, estaba confeccionado con una tela ligera, al igual que la blusa, a través de la cual brillaba tentadoramente el encaje del sujetador. Agitó la mano al ver a Bravo y luego lo abrazó y lo besó cariñosamente en ambas mejillas.
—Mon Dieu, quel choc! —dijo suavemente mientras lo cogía del brazo—. Mi pobre Bravo, haber perdido a tu padre de un modo tan prematuro.
Él la besó con ternura y luego se apartó de ella, demasiado lentamente según el cálculo de Jenny. Pero antes de que pudiese separarse del todo, ella le cogió la cara entre las manos.
—¿Qué te ha pasado? ¿En qué terrible problema te has metido?
La preocupación en su voz era tangible, y Jenny sintió que le atacaba los nervios.
—Aquí no, ahora no —dijo Bravo con una brusquedad que pareció incomodar a Camille.
En cambio, hizo las presentaciones de rigor.
—Jenny Logan, ella es Camille Muhlmann, la madre de Jordan.
—De modo que tú eres la nueva novia de Braverman —dijo Camille.
Bravo frunció el ceño.
—Camille, le dije a Jordan…
La mujer levantó una mano y estudió el rostro de Jenny.
—Eres encantadora. Debemos encontrar la manera de curar tus heridas cuanto antes,
n'est-ce pas
? —Apretó la mano de Jenny con una intimidad que a ella le resultó sorprendente. Luego se volvió hacia Bravo—. Tienes toda mi aprobación, querido.
Camille se echó a reír, al tiempo que enlazaba el brazo de Bravo con el suyo.
—Espero que no pienses que soy demasiado atrevida, Jenny, pero cuando se trata de Bravo soy excesivamente protectora. No puedo evitarlo, ¿sabes?, es el mejor amigo de mi hijo y lo quiero mucho. Es un miembro más de la familia.
—Por supuesto que lo entiendo, madame Muhlmann.
—En un viaje así debemos olvidarnos de las formalidades, Jenny.
Alors
, debes llamarme Camille.
Jenny sonrió con los dientes apretados. Daba la impresión de que Camille había ajustado deliberadamente el ritmo de su paso con el de Bravo y su cadera se rozaba con la de él. Sin embargo, lo que más molestaba a Jenny era cuánto parecía disfrutar Bravo del hecho de ser el centro de la atención de Camille Muhlmann.
—¿Equipaje,
non
? —Camille pasó la punta de su dedo índice por la barbilla de Bravo—. Ah, ya entiendo, salisteis de Washington tan de prisa que es un milagro que cogierais los pasaportes.
—Ninguno de los dos se separa jamás del pasaporte —dijo Jenny.
Camille se volvió con una sonrisa en los labios.