Bravo tenía la sensación de que estaba frente a un espejo que le mostraba cómo funcionaba en realidad el mundo, que arrojaba una luz diferente sobre su vida. Todo lo que había experimentado hasta el momento, todo lo que había sucedido antes, no era más que un preludio que lo había llevado hasta ese momento.
Depositó las gafas con suavidad encima de la mesa.
—Antes has dicho algo acerca de una iniciación. Creo que será mejor que sigamos adelante con ello, ¿de acuerdo?
—Imagino que sabes lo que es el método de las ventosas, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Bravo—. Los médicos medievales creían que las enfermedades (lo que ellos llamaban «humores») residían en el interior del cuerpo y que necesitaban ser sacadas a la superficie para poder expulsarlas.
Jenny asintió. Estaban sentados en las sillas plegables, que habían acercado a la cocina junto con la mesa de juego. Aparentemente ella había encendido uno de los fogones hacía rato, quizá cuando había ido a ducharse, porque había una tetera con agua hirviendo.
—Apoya el brazo derecho sobre la mesa —dijo ella—, de modo que la parte interna del antebrazo quede hacia arriba.
Cuando Bravo hubo hecho lo que ella le pedía, Jenny cogió un par de largas tenacillas de metal. Luego las introdujo en el agua hirviendo y sacó tres objetos de vidrio que parecían hueveras diminutas. Acto seguido, las colocó una a una sobre una toalla de papel para que se secasen.
—¿No crees que sería más práctico emplear un esterilizador eléctrico? —dijo Bravo.
Jenny sonrió.
—A veces los métodos antiguos son los mejores.
Luego llevó las tres ventosas a la mesa y se sentó detrás de él.
—¿Preparado?
Bravo asintió.
Colocó una de las ventosas sobre la parte interna del brazo, encendió un largo fósforo de madera y sostuvo la llama junto a la base del vidrio. El calor del aire del interior comenzó a succionar y la zona de piel dentro del anillo de vidrio se tornó gradualmente roja.
—No son los «humores» lo que queremos quitarte en la iniciación, sino la obligación. Una vez que formes parte de nosotros no podrás cambiar de idea, no hay vuelta atrás. Formarás parte de la orden para siempre.
Jenny apagó el fósforo justo cuando la ventosa de cristal comenzaba a quemar la piel de Bravo. Él la observó cuando se levantó y, abriendo un cajón que había debajo del fregadero, regresó con un frasco pequeño de peltre. Le quitó el tapón y le dio la vuelta. Tres semillas cayeron en el centro de su palma.
—Éstas son las semillas de tres árboles: ciprés, cedro y pino, todos ellos siempre verdes y, a su manera, símbolos de la vida eterna. —Las colocó una a una en la boca de Bravo—. Cuando Adán yacía al borde de la muerte, su hijo Set colocó debajo de su lengua unas semillas de ciprés, cedro y pino que le había regalado un ángel. Ahora debes masticarlas y tragarlas —le dijo. Mientras él lo hacía, Jenny añadió—: Se dice (y algunos miembros de la orden han visto la prueba de ello) que la cruz en la que murió Jesucristo estaba hecha con la madera de estos tres árboles. Éste, el primero de los tres ritos, es un símbolo de tu muerte, tu separación de la sociedad, del mundo que conocías. ¿Juras que una vez que hayas entrado en el Voire Dei nunca intentarás marcharte?
—Lo juro —dijo Bravo mientras lo asaltaba una especie de vahído.
Con un hábil movimiento, Jenny le quitó la primera ventosa de vidrio del brazo y, casi con el mismo gesto, colocó la segunda a pocos centímetros de donde había estado la anterior. Luego encendió la base como había hecho con la otra.
Cuando la piel de Bravo volvió a inflamarse y ponerse roja, ella dijo:
—Está escrito en el Libro de la Revelaciones: «Satán será liberado de su prisión e irá a engañar a las naciones que están en los cuatro rincones de la Tierra, Gog y Magog, para unirlas para la batalla, cuyo número es tan grande como la arena del mar». El mapa medieval del mundo descubierto en la catedral de Hereford muestra el planeta como un círculo perfecto con Jerusalén en el centro, como si de un ombligo se tratara. Cerca de uno de los bordes se describe una leyenda que nos cuenta que Alejandro Magno, durante su conquista del mundo, se enfrentó a las fuerzas de Gog y Magog. Alejandro las derrotó pero no pudo exterminarlas. En cambio, las encerró en las montañas del Caspio, desafiando así lo que los profetas habían escrito en las Revelaciones.
Jenny mantuvo la llama del fósforo contra la base de la ventosa de vidrio, aunque la carne de Bravo estaba elevada y fruncida. La duración de aplicación de la ventosa era tres veces mayor que la primera.
—Ésta, la segunda parte del rito, simboliza la resurrección, ya que nuestro voto más sagrado consiste en colocarnos entre las hordas de Satán y la humanidad el día en que llegue la Revelación. ¿Lo juras?
—Lo juro.
La sensación de vértigo volvió a invadirlo, más insistente ahora. Bravo estaba empezando a sentirse como los
sanguinati
, los monjes de las catedrales del siglo XII que se sometían a
tempora minutionis
, sangrías periódicas.
Jenny volvió a cambiar las ventosas, quitando la segunda y reemplazándola por la tercera, que aplicó a escasos centímetros del lugar donde había estado la anterior. Luego abrió otro de los cajones que había debajo del fregadero y sacó un par de guantes de látex. Esta vez regresó con un mortero de piedra y peltre y tres diminutos recipientes de cristal, cuyo contenido —blanco, amarillo y gris acero— depositó en el fondo del mortero, donde comenzó a molerlo.
—Sal, azufre y mercurio —explicó—, los tres elementos básicos de la alquimia y, por tanto, de la transformación de la vida en una nueva.
Una vez que los tres elementos estuvieron mezclados, ella los transfirió con sumo cuidado a un curioso relicario que medía la mitad de su dedo índice y tenía la forma de la espada ancha de un caballero.
Miró a Bravo fijamente a los ojos y dijo:
—¿Estás preparado para sacrificar tu trabajo, tus amigos y tu familia por el bien mayor de tu prójimo?
—Sí, lo estoy.
Jenny le dio unos suaves golpes en el hombro izquierdo con la espada alquímica.
—¿Juras proteger, con tu vida si fuese necesario, los secretos de la orden?
—Sí, lo juro.
—¿Juras oponerte a nuestros enemigos
à outrance
?
À outrance
. Hacía tiempo que Bravo no oía esa expresión, que en términos medievales significaba «combatir hasta la muerte». Ahora, pronunciada en esa inquietante cámara parecida a una tumba, con todas las implicaciones que ello suponía, incluida la perspectiva de su propia muerte, las palabras estaban vivas y plenas de significado como lo habían estado hacía siglos.
—Lo juro.
Jenny apoyó entonces la minúscula espada en su coronilla y quitó la última ventosa de vidrio, cuya aplicación había durado también tres veces más que la anterior.
—Hemos terminado, corazón, cuerpo y espíritu, ahora eres parte de nosotros.
D
ONATELLA no sabía cuánto tiempo llevaba arrodillada en el agua. La cabeza de Ivo se volvía cada vez más fría y pesada entre sus manos, como si se hubiese convertido en plomo. En un momento dado la invadió una profunda sensación de irrealidad, de tal modo que le pareció que estaba acunando a una efigie y no a un ser humano. Apenas era consciente de la menguante luz del crepúsculo, del mundo que se movía a su alrededor, pero era como si en el momento en que había visto la cabeza de Ivo surgiendo a la superficie, sus ojos fijos y ciegos dirigidos hacia ella, todo el Voire Dei se hubiese detenido y ahora estuviera suspendido entre ambos. Quería vomitar, pero no podía; quería morir, pero no lo hizo. Su cuerpo, traicionándola, continuaba respirando de forma irregular, los sollozos nacían en lo más profundo de su vientre y le quemaban la garganta como si fuese ácido. Comenzó a temblar sin poder controlarse. Y aunque sentía las mejillas ardiendo, el resto de su cuerpo estaba tan frío y pesado como Ivo.
Poco a poco comenzó a ser consciente de que dos manos de dedos largos la cogían de los hombros, aplacando sus temblores. Había alguien de pie detrás de ella. Sintió su calor filtrándose a través de su piel y, lentamente, permitió que su cuerpo se relajase contra las rodillas y las espinillas del hombre.
—Nunca pensé que llegaría este día. No imaginé que ocurriría de este modo. —La voz profunda del hombre resonó como un trueno lejano—. Recuerdo el día en que ambos llegasteis a nosotros. Tú tenías las mejillas hundidas, demacrada, apestabas, y tenías el cuerpo cubierto por una costra de mugre, y, sin embargo, pude ver algo en tus ojos. —Los dedos se hundieron en sus hombros, transmitiéndole fuerza además de calor—. Ellos pensaban echarte; tú nunca lo supiste. Pero yo se lo impedí. No les gustó mi decisión, dijeron que tú eras responsabilidad mía. Debía hacerme cargo de tu entrenamiento, y después de treinta días te someterían a una prueba. Si no dabas la talla, te arrojarían nuevamente a las calles y yo recibiría un terrible castigo. Yo les sonreí y acepté la propuesta. Como bien sabes, me encantan los desafíos.
Donatella, escuchando con cada fibra de su ser, recordó aquellos primeros días con los caballeros de San Clemente.
—Os entrené con dureza, sin piedad, y ni Ivo ni tú os quejasteis jamás. En cambio, trabajasteis cada vez más duramente, dormíais de pie, comíais de prisa y con avidez, y regresabais al entrenamiento con la misma ansiedad de los cachorros.
—Tú nos diste algo por lo que vivir —dijo Donatella con voz pastosa—. El tuyo era el único regalo que nos habían hecho en la vida.
Una de las manos se apartó de su hombro y los largos dedos se enredaron en su pelo hasta que ella gimió.
—Un día, Ivo vino a verme. Estaba harto del entrenamiento, me dijo, cansado de… ¿qué fue lo que dijo?, oh, sí, cansado de actuar como si fuese el animal de un circo. «Yo soy como una flecha cuya punta ha sido afilada como una cuchilla», me dijo, «pero nunca ha sido colocada en la cuerda de un arco». Y, ¿sabes una cosa, Donatella?, tenía razón. Ésa fue la génesis de la primera misión que llevasteis a cabo juntos. ¿La recuerdas?
—Sí —susurró ella.
Él la acarició.
—¿Cómo podrías olvidarla? A ti casi te matan, y yo… yo estuve a punto de morir a manos de un enemigo infiltrado entre los caballeros. Ivo nos salvó a los dos, ¿verdad? —Los dedos tiraron con suavidad de su pelo—. Nunca he olvidado lo que él hizo por mí aquel día, y ahora ha llegado el momento de pagar esa deuda.
La ayudó a ponerse en pie, suavemente pero con firmeza, y le hizo dar media vuelta para mirarla a los ojos.
—Deja que yo me ocupe de este asunto, Donatella. Lo enterraré con los honores que se merece. No, no. —La sacudió ligeramente mientras ella intentaba librarse de él—. Escúchame bien, tienes que pensar en tu presa, tienes que vengar la muerte de Ivo.
Ella miró fijamente esos ojos que conocía tan bien.
—Pero las órdenes eran capturar a Braverman Shaw, no matarlo. Fuiste muy claro en ese sentido.
—Eso fue antes de que Shaw matase a Ivo. —Sus labios finos se curvaron en una sonrisa helada—. Ahora vete. Persigue a nuestro enemigo
à outrance
.
—He esperado mucho tiempo para esto —dijo Dexter Shaw—. Jamás he dudado de que llegaría este momento.
A Bravo le pareció más viejo, la barba entrecana, más larga, las arrugas en su rostro grabadas más profundamente, pero, por otra parte, Bravo tenía entonces ocho o nueve años. Padre e hijo estaban sentados en el porche de una casa con tejado de madera, un lugar que a Bravo le parecía que sólo existía en sus sueños. Era a finales del otoño porque la luz, limpia y clara, se filtraba a través de una maraña de ramas desnudas de unas hayas perfectamente simétricas. Pero, curiosamente, él no sentía frío. Podrían haber estado en el interior de la casa con el viento que soplaba fuera. Y, más allá de los árboles, había una neblina que lo oscurecía todo, de modo que le resultaba imposible decir si había casas o campos, montañas o arroyos, o incluso si había nubes en el cielo.
—He matado a un hombre, papá. No tenía otra alternativa.
—¿Por qué te culpas, entonces? —preguntó Dexter Shaw.
—Una vida sigue siendo una vida.
—¿Realmente piensas eso o crees que deberías pensarlo?
—¿Acaso importa?
—Mucho. ¿Acaso no te he enseñado que no debes engañarte? Estás en una guerra, Bravo, en eso consiste el Voire Dei, y ha sido así desde el principio. En la guerra hay bajas y hay vencedores, no hay espacio para la duda, y puedes creerme cuando te digo que la semántica engendra la duda. Para poder vencer debes aventar todas las dudas.
Bravo miró con tristeza a la figura que estaba a su lado. «Mi padre está muerto —se dijo—. ¿Qué estoy haciendo en este extraño lugar, manteniendo una conversación con él?». Estaba a punto de hacerle esa pregunta a su padre cuando Dexter habló:
—Ahora eres uno de los nuestros, Bravo, como estaba escrito desde el mismo momento en que fuiste concebido. Tu madre lo sabía, por supuesto, y eso la aterraba. Para serte sincero, clavó entre nosotros una cuña que nunca fui capaz de quitar. Ella nunca quiso que tú formases parte de la orden. «Es sólo tu creencia, Dex», me decía siempre, «sólo tu estúpida y obcecada creencia. Si me amas realmente, debes prometerme que protegerás a nuestro hijo». No importaba lo que yo dijese, nunca pude hacer que entendiese que no era una cuestión de lo que ella quisiera, ni tampoco de lo que yo quisiera. Nunca me perdonó por ello, ni siquiera al final.
—Tú sólo estabas haciendo aquello que necesitabas hacer, papá —dijo Bravo—. Ella tendría que haberlo sabido. Y, a tu manera, estabas haciendo todo lo que podías para protegerme. Necesito cada minuto del entrenamiento que me obligaste a seguir. Me hubiese gustado entenderlo antes.
Dexter Shaw suspiró.
—A mí también, Bravo, pero no había ninguna manera de decírtelo antes de ahora. No quiero decir que no haya cometido errores en mi vida, me arrepiento de muchas cosas, pero tengo fe. En ti sé que encontraré mi redención…
Con la cabeza gacha y los hombros encorvados, Bravo se estremeció con el último eco de la voz de su padre. Afortunadamente estaba sentado porque, de otro modo, podría haberse desplomado.
—La debilidad y el vértigo pasarán pronto —dijo Jenny, hablando de la reciente aplicación de las ventosas en el brazo.
Mientras ella apartaba todos los objetos que había empleado en el ritual, Bravo le preguntó: