—¿Y bien?
—Su tío, el tal don Isaac, era pariente lejano de uno de los siete sabios desparecidos en París.
—¿Y?
—Cuando se produjo la desaparición, toda la comunidad judía se empleó a fondo para dar con el paradero de los siete sabios. En primer lugar pensaron que los habían traído aquí porque sabían que Bernardo de Claraval tenía sabios judíos trabajando para él.
—Es lógico.
—Bien, pues aquí no los trajeron —continuó relatando Toribio—. Todos los judíos de Francia se conjuraron para dar con los sabios, sin suerte. Parecía que se los hubiera tragado la tierra hasta que un buen día, dos años después de la desaparición, un comerciante judío que comía en una taberna vio entrar a un rabí acompañado por dos templarios, y se sentaron a una mesa apartada. Creo que hubo una trifulca y los dos
milites
se levantaron a poner orden. Entonces, el rabí se acercó al comerciante y con disimulo le dio una esquela. Los templarios parecían llevarlo preso, pues, al parecer, se sentaron uno a cada lado del misterioso hebreo. Cuando pudo salir de la taberna el comerciante leyó la esquela. Era de un sabio judío, en efecto, que decía haber sido secuestrado por el Temple y que pedía que le hicieran llegar a su familia la noticia. La esquela decía que estaba vivo y que lo mantenían retenido en La Rochelle.
—Era el pariente de don Isaac.
—En efecto.
—¿Y dieron con ellos?
—Lo intentaron, pero el Temple cuenta con varias fortalezas allí y la orden es hermética, como bien sabéis.
—Eres tremendo, Toribio… no sé cómo recompensarte.
—No se merece, no se merece —contestó aquel depravado encaminándose a su catre para hacer el equipaje.
Chevreuse, a 2 de enero del Año
de Nuestro Señor de 1141
De Rodrigo Arriaga
a su eminencia Silvio de Agrigento
Estimado Padre:
Os escribo con premura nada más llegar al Château de la Madeleine porque mi partida hacia tierras escocesas es inminente. No he podido comunicarme con vos en el mes largo que he pasado en Clairvaux, por lo que son muchas las cosas que os tengo que contar. Intentaré ser breve, pues escribo a la luz de una vela en la posada y debo darme prisa para volver a la encomienda antes de maitines.
En primer lugar, diré que Bernardo de Claraval es hombre preeminente en todo este negocio, eso está claro. Me resulta difícil decir esto pues es un hombre santo, devoto, de costumbre ascéticas y que ha creado con sus propias manos un monasterio maravilloso; es culto, ha escrito tratados que guían a la Santa Iglesia y todo el mundo lo adora, ya que tiene ese aire despreocupado de los místicos que parecen de otro mundo, aunque no me gusta. Tiene algo que me intranquiliza y no sabría decir qué. En mi única entrevista con él comprendí que pensaba que yo estaba al tanto de los tejemanejes de la orden, así que habló conmigo con cierta falta de precaución. Saqué varias conclusiones. La primera es que, en efecto, tienen entre manos una suerte de proyecto que al parecer amenaza con cambiar el mundo que conocemos. En segundo lugar, los implicados en dicho negocio son una banda de herejes. Creo que se hacen llamar iniciados y al parecer han aunado creencias de los antiguos egipcios, los druidas celtas y una especie de secta judía llamada los nazareos. Siguen un camino que por lo visto lleva a la gnosis, el conocimiento. Sea cual fuere dicho camino —en el que yo estoy en las primeras etapas, según creo— no coincide con el de las enseñanzas de la Iglesia de Roma, eso es seguro.
Que Bernardo es uno de los prebostes del asunto me quedó claro en cuanto supe que el joven Saint Claire volvía a Escocia sano y salvo; al parecer iban a eliminarlo —me sorprendió que un hombre de Iglesia como Bernardo hablara de aquello con tanta naturalidad—, pero yo pude sugerirle que era inofensivo y que seguro que la poderosa familia Saint Claire se haría cargo de aquel demente, confinándolo en sus tierras y evitando que se fuera de la lengua. Además, así evitaríamos entrar en conflicto con una familia tan influyente y tan implicada en el proyecto. Me dijo que escribiría al Gran Maestre al respecto y, al parecer, lo hizo: debo escoltar a Robert a Escocia.
Algo averiguamos sobre el probable destino de los siete sabios raptados por el Temple. No están ni han estado en Clairvaux, eso es seguro, pero gracias a la concupiscencia de mi Toribio hemos sabido que al parecer fueron retenidos en La Rochelle.
He coincidido con otros hermanos en las hospederías del Temple que hay en el camino entre Clairvaux y Chevreuse y he averiguado que la orden posee allí el puerto más grande de toda la cristiandad; una red de fortalezas y encomiendas que abarcan más de una jornada de camino rodean el mismo, protegiéndolo. Y yo me pregunto: si la mayor parte de los negocios de la flota templaría se hacen en el Mediterráneo, ¿para qué quiere la orden tener su mejor puerto en las frías y poco transitadas aguas del Atlántico? Me parece raro, no sé que opinará vuecencia al respecto.
Tendríamos que acercarnos por allí a investigar, pero no sé cómo.
Y dejo lo mejor para el final.
Justo en el momento de nuestra partida de Clairvaux —y digo bien porque nos alejábamos ya por el camino que lleva a la puerta del muro exterior—, oí una voz que me llamaba. Me volví y vi a mi maestro, Isaías Guior, dirigirse apresurado hacia mí. El novicio y el cirellero que nos habían acompañado abrían ya el portón cuando el rabí me tendió un pergamino enrollado diciendo:
¡—Olvidáis vuestros ejercicios, nunca haré de vos un buen alumno! —En su tono de voz flotaba un reproche, pero sus ojos me miraban brillantes y divertidos y llegó a guiñarme uno de ellos sin que nos vieran los frailes.
Asentí con la cabeza agradeciéndole lo que supuse en aquel momento, que aquel pergamino debía de contener algo interesante. Se quedó viendo cómo nos alejábamos.
Ni que decir tiene que en cuanto paramos en una posada a hacer noche y en la intimidad de mi cuarto leí con avidez la esquela, que os transcribo íntegra:
«Estimado Rodrigo:
»Aquí tenéis lo único que me queda de nuestro trabajo en los primeros años que pasamos en la abadía, cuando Bernardo de Claraval nos proporcionaba fragmentos de textos judaicos que, la verdad, no sabíamos de dónde habían sacado. Al principio, el abad nos encargaba la traducción de textos antiguos y de relatos relacionados con los nazareos, los esenios y ciertos cultos mistéricos asociados al judaísmo. También nos hizo traducir numerosos textos de la Cábala. Sé que luego los comparaba con textos de origen gnóstico que se suponen del antiguo Egipto (que también traducíamos nosotros) y con otros legajos que al parecer resumían la tradición oral de los druidas celtas.
»Luego comenzó a traer fragmentos de texto que eran copiados de pergaminos que, al parecer, acababan de ser traídos por unos caballeros francos desde Tierra Santa. Supimos que dichos caballeros eran Hugues de Champagne y su siervo Hugues de Payns. Además, otras familias de Inglaterra, de Dinamarca y de Flandes aportaron más textos. No sé de dónde los sacaban; quizá los tenían desde siempre. ¿Cómo sabemos esto? Muy fácil, uno de nosotros, Ezequiel, fiel servidor de las tradiciones de mi pueblo, reparó en que estábamos traduciendo algo relacionado de alguna manera con nuestro llorado Templo de Salomón, así que, como sólo nos daban fragmentos dispersos, se dedicó todas las noches a ir hablando uno a uno con todos nosotros para conseguir juntar las piezas de aquel rompecabezas. No sé muy bien cómo los monjes llegaron a enterarse, pero una noche el bueno de Ezequiel desapareció sin dejar rastro. La carpeta en la que guardaba sus avances se esfumó, aunque bajo su mesa quedó este pequeño pergamino que os adjunto. Ni que decir tiene que el miedo nos invadió y no volvimos a hacer intento alguno para recopilar lo que traducíamos por separado.
»Esto es lo único que me queda. Sé que forma parte del
Manuscrito de Cobre
:
»En la mina que linda con el norte, en una cavidad que se abre en dirección al norte, y enterrada en su entrada: una copia de este documento, con una explicación sobre sus medidas, y un inventario de cada objeto, y otros objetos
».
Y este es el texto que como veis, estimado Silvio, mi rabí nos proporcionó. Para finalizar mi carta os quiero hacer notar que el bueno de Tomás ha contribuido a la misión de manera loable. Ya sé que siempre quisisteis aficionarlo a la lectura de cuanto pudiera ser útil en la formación de un joven que podrá ser un prohombre de la Iglesia pese a su origen humilde. El zagal ha orientado sus lecturas —debo reconocer que por consejo mío— hacia el Templo de Salomón, la gnosis y todo cuanto tuviera relación con lo esotérico, incluidas viejas sectas judías, sean esenios o nazareos, cultos mistéricos egipcios y viejos saberes de los druidas celtas. Ha hecho un trabajo excelente que ha ido resumiendo en un volumen repleto de dibujos y diagramas del Templo, su ubicación, medidas y apariencia; normas y forma de vida de los esenios, aspectos desconocidos de la secta de los nazareos y mil cosas más que no he podido leer aún pero que el joven me va resumiendo en las largas conversaciones que tenemos durante nuestros viajes. Le he encargado que haga una copia para su Ilustrísima, el cardenal Lucca Garesi. Os apunto la novedad más interesante que ha aportado Tomás: sabemos qué era aquella cosa embadurnada en veneno que adoraban los templarios y que mató a vuestro bravo servidor Giovanno de Trieste. Bueno, más o menos.
Tomás halló, no sé cómo, una referencia a dicho engendro en un raro tratado,
Bestiarium
, atribuido a un monje irlandés que vivió largo tiempo en Palestina en el siglo VII y acabó siendo conocido como Arnaldo de Tiro. Recordaréis que cuando me entregaron aquel maldito arcón en el Temple de París escuché a uno de los templarios que lo empacaron referirse a aquello como
Il Baphometti
. Pues bien, así viene reflejado en dicho tratado: el
Baphomet
.
No sé cuál es su origen pero, según el sabio irlandés, se trata de una suerte de busto parlante que garantiza que crezcan las cosechas y florezcan los campos, proporcionando dicha y bienes a sus poseedores. ¿Os suena?
Se apunta en el tratado que puede ser, nada menos, que la cabeza del Bautista, que en las noches de luna llena abre los ojos y habla y predice el futuro; o bien una estatuilla de origen demoníaco con barba y cuernos de cabra; o incluso un busto con dos caras, una de hombre y otra de mujer. No sé cuál de los tres supuestos me parece más espeluznante, por no hablar del horrible dibujo que Tomás copió con mucho acierto. Sea lo que fuere es algo muy valioso para el Temple y es cosa segura que se relaciona con cultos heréticos.
Vuestro amigo y servidor en Cristo,
Rodrigo de Arriaga
Después de terminar la carta para Silvio de Agrigento, Rodrigo se la entregó a Beatrice y ella lo volvió a guiar a su cuarto. Los dos amantes se reencontraron con anhelo. El templario se sintió como si conociera a la joven de toda la vida; con ella todo era natural, instantáneo, como si siempre hubieran estado juntos, amándose de aquella manera inconsciente y desesperada, como si fuera la última vez. Se dio cuenta de lo mucho que había añorado su voz, sus gemidos, el olor de su pelo, su tacto suave como la piel de un melocotón. Después de alcanzar el clímax permanecieron abrazados largo rato. Ella se lamentó de que tuviera que volver a partir. Rodrigo le prometió que volvería a por ella.
Llegó al Château al amanecer. Jean quería verlo, así que se dirigió a sus dependencias.
Cuando llegó, De Rossal se hallaba enfrascado en la lectura de unos documentos.
—Ah Rodrigo, pasad, pasad.
—Perdonad, estaba en las cuadras.
—No os disculpéis, amigo, estáis sometido a una gran tensión, con tanto viaje… comprendo que un pequeño desahogo se hace necesario. —Parecía demasiado comprensivo, era obvio que sabía de dónde venía—. Sin embargo, cuando volváis de Escocia nos aplicaremos a vuestra instrucción espiritual y eso deberá terminar, ¿de acuerdo?
Rodrigo pensó que nada le haría dejar de ver a Beatrice, pero asintió para no despertar las sospechas de su amigo.
—Ay, Rodrigo, Rodrigo. Os habéis empleado a fondo; sabía que vuestra incorporación al Temple era valiosa pero no podía imaginar que en tan poco tiempo podríais llegar a prestar servicios tan importantes como los que habéis brindado hasta ahora. Lo de la golfa ésa de la posada es una nadería, de momento. Salvasteis la vida del joven Saint Claire, lo llevasteis con discreción a París, habéis causado una excelente impresión a Bernardo de Claraval, ¡nada menos!; vuestro maestro, ése judío…
—Guior.
—Guior, sí, ha informado favorablemente sobre vuestros progresos, y ahora, desde muy arriba, se os encomienda una misión delicada, difícil y que requiere de mucho tacto y discreción. Sabed que Robert Saint Claire os debe la vida…
—Yo no diría tanto.
—Sí, sí. Es cierto. Bernardo pensó que vuestra propuesta era la más juiciosa. Debéis trasladar a ese idiota de Saint Claire a Rosslyn, con cuidado de que no hable con nadie. Lo último que sé es que está como una cabra, ido.
—No tengáis miedo, no hablará.
—Bien, al llegar a Rosslyn permaneceréis allí durante dos semanas. Estad atento y vigilad el comportamiento del joven y sus familiares. Es muy importante que tengamos la certeza de que no hablará. No debe salir de las tierras de sus mayores ni verse con gente importante. Transmitídselo así a los Saint Claire.
—Así lo haré.
—Si os cabe la menor duda de que se pueda ir de la lengua, si no lo veis claro, id al pueblo. Allí hay una posada, preguntad por Ian y entregadle esto. —De Rossal tendió un pequeño pergamino lacrado con su sello personal—. Él nos informará y enviaremos ayuda. Mientras tanto, vos solucionaréis el problema de manera expeditiva.
—¿Cómo?
—El joven Saint Claire debe morir si juzgáis que puede revelar secretos, si habla con gente inconveniente o pensáis que su familia no lo vigila como prometió. ¿Tenéis aún vuestra bolsa de medicinas?
—Sí.
—Pues en caso de que sea necesario, actuad; algo rápido y que no deje rastro.
—Pensaba que no tendría que volver a utilizar ese tipo de artimañas…
—Si queréis servir bien a la orden deberéis hacerlo cuando se os ordene.
—De acuerdo, pero ¿y si el joven Saint Claire está bien vigilado, no sale de la finca paterna o simplemente mejora?