—San Pablo.
—San Pablo. Él hizo llegar el mensaje a un público grecorromano. Él elevó a Cristo a la categoría de Dios, un hombre que había resucitado, y terminó convirtiendo aquel legado en una nueva religión que se alejó del judaísmo.
»Por otra parte, dicha religión ya no fue lo mismo, no había Templo, no había sacerdotes, no había Israel… ¿Cómo sobrevivió? En los libros, los escritos, la Torah, los rabinos, los sabios… ellos fueron los encargados de guiar al Pueblo Elegido en la diáspora hacia un culto que ya no era el de antes.
—¿Y Zacarías afirma que Jesús tuvo hermanos? —preguntó Rodrigo.
—Él dice que esta casta sacerdotal se mantenía pura, que no se mezclaban con el resto de los judíos y afirma que Jesús tuvo cuatro hermanos, sí.
—Y estos templarios, o mejor dicho, las familias, es evidente que se creen herederos de alguna manera de aquellos nazareos, ¿no? —argumentó Rodrigo.
—Eso parece.
—Pero… ¿por qué?
—Ni idea.
—Debemos hablar con vuestro amo, con Silvio de Agrigento. Nosotros no podemos averiguar más. Demasiado hemos avanzado. Hemos probado que hay una conspiración que pretende abolir la Iglesia y sustituirla por un nuevo culto, que se creen descendientes de aquellos nazareos, que no creen en la divinidad de Jesús, que han expoliado el Templo de Salomón, que traen plata a espuertas de allende los mares y que están en posesión de saberes que no conocemos. Nosotros hemos hecho nuestro trabajo. Entregaremos el libro, Tomás, vos volveréis a lo vuestro y Toribio y yo desapareceremos. ¿Dónde creéis que podemos encontrar al secretario del cardenal Garesi, hijo?
—Por esta época, espero que cerca de Ostia, en su residencia de invierno.
Los dos alabarderos cruzaron las picas ante los tres recién llegados y un sargento que vestía el colorido uniforme de la guardia papal se apresuró a preguntarles qué querían. Mientras Rodrigo y Tomás parlamentaban con el soldado, Toribio echó un vistazo al bello panorama que se divisaba desde la colina. Era un día frío para aquellos lares pero muy soleado.
—Esperad un momento —dijo el sargento adentrándose en la finca a través de un camino de tierra jalonado por altos cipreses.
La residencia de invierno de su Ilustrísima, el cardenal Lucca Garesi, gozaba de una privilegiada vista de Ostia, a un paso, como quien dice, de Roma. Estaba rodeada de amplios y cuidados jardines con estatuas de corte clásico. Hubiera podido pasar perfectamente por la vivienda de un patricio de la época gloriosa del Imperio romano. Al momento volvió el sargento.
—El secretario de su Ilustrísima dice que no os conoce. Volved por donde habéis venido.
—¿Cómo? —repuso indignado el joven Tomás—. ¿Nos hemos jugado la vida por mi señor y ahora se niega a recibirnos? Es mi amo, yo vivía aquí. ¿Sois nuevo?
—Dejadme a mí, Tomás —contestó Rodrigo—. Mirad, hemos cumplido una misión para Silvio de Agrigento que podríamos calificar de delicada. No sé cómo dice que no nos conoce; él y yo sabemos que sí. Estuvo en mi casa y me hizo un encargo, lo he cumplido y exijo verle para que él decida qué hacer a continuación.
El sargento negó ladeando la cabeza a ambos lados.
—¡Pues no nos iremos de aquí sin verle! —gritó Tomás.
—¡Eso! —añadió Toribio.
El sargento hizo una seña a uno de los guardias, que fue a buscar refuerzos.
—No nos iremos. Esperaremos aquí toda la noche si es preciso —repuso Rodrigo muy convencido. La verdad era que aquello comenzaba a darle mala espina. ¿Por qué iba Silvio de Agrigento a negar que les conocía?
Llegaron tres hombres de armas más que pretendieron empujarles para que despejaran la puerta de acceso a los bellos jardines del cardenal Garesi. Al instante, y con la velocidad de un rayo, Rodrigo desenvainó y puso la punta de su acero en la nuez del sargento. Toribio y Tomás le cubrieron los flancos. Los otros cinco, espada en mano, los rodearon.
—Si vos o alguno de vuestros hombres hace un solo movimiento, caeréis el primero. Sólo queremos ver al secretario de su Ilustrísima. Será un momento y nos iremos. Estoy cansado de este negocio y quiero volver a casa a cuidar de mis vacas, pero antes debo hablar con Silvio de Agrigento. El futuro de la Iglesia corre peligro y él debe saberlo todo. Sólo hago mi trabajo.
Entonces oyeron voces y vieron a un hombre menudo que salía tras la fuente situada al fondo del camino de tierra. Vestía una sobria sotana de color negro y corría con los brazos en alto.
—¡Por el amor de Dios! ¡Quietos, quietos! —gritaba alarmado.
Los guardias dieron un paso atrás. El sargento permanecía con las manos en alto amenazado por la espada de Arriaga en el gaznate.
—¡Dejad pasad a estos señores! Arrigo, Pietro, haceos cargo de las monturas de estos viajeros —dijo batiendo dos palmadas que hicieron aparecer en escena a sendos criados.
Rodrigo envainó el hierro y el sargento le lanzó una mirada de odio que era toda una promesa. Caminaron acompañados por aquel tipo menudo que dijo llamarse Ambrosio Rosellini. Entraron en la lujosa casa con suelo y estatuas de mármol y los llevó a una sala amplia con espléndido suelo de madera. En el centro de la misma había una butaca, por lo que parecía una suerte de sala de audiencias. Los dejó a solas.
Al momento apareció Silvio de Agrigento acompañado por dos guardias. Vestía una túnica de terciopelo azul claro ceñida por un fajín de raso. Tomó asiento y saludó con la cabeza a los recién llegados.
—¿Qué significa esto, jodido dómine? —dijo Arriaga.
Los dos guardias dieron un paso al frente, pero de Agrigento los frenó diciendo:
—¡No! ¡Quietos! No pasa nada.
Volvieron a apostarse a su lado como dos perros fieles. Arriaga reparó en que el cura vestía unos muy costosos mocasines de piel, azules como su saya.
—Comprendo que estéis algo enfadados —comenzó Silvio de Agrigento—. Ambrosio no os conocía y por eso os negó la entrada; además, no os esperábamos, de haberlo sabido…
—Os envié una carta para que vinierais a La Rochelle.
—No pude, estaba ocupado.
—Yo también lo estaba, jugándome la vida por vos y vuestra Iglesia. Y mis dos amigos también.
—Lo siento, Rodrigo, pero me fue imposible acudir. Causas de fuerza mayor. —Se hizo un largo silencio—. ¿Y bien? ¿Qué habéis averiguado? —preguntó Silvio de Agrigento.
Rodrigo comenzó a hablar:
—Teníais razón desde un principio. Existe una conspiración. Hugues de Champagne creó el mito de Bernardo de Claraval. De Champagne creó el Temple junto a su vasallo Hugues de Payns. Luego Bernardo, que ya había adquirido prestigio, dio una regla al Temple y lo apoyó sin condiciones. Desde mucho tiempo antes, en la abadía de Clairvaux se estaban traduciendo textos hebraicos. Hugues de Payns y su amo, Hugues de Champagne, fueron varias veces a Tierra Santa, buscando algo. Excavaron bajo las ruinas de la mezquita de Al-Aqsa durante nueve largos años sin admitir más adeptos y encontraron algo valioso. Volvieron a Europa y comenzaron, ahora sí, a reclutar a nuevos caballeros. Entonces desaparecieron siete sabios judíos de París. Ahora sé que fueron llevados a La Rochelle y obligados a traducir textos antiguos, no sé cuáles, quizá las Tablas de la Ley u otros pergaminos que no conocemos. Descubrieron rutas marítimas que llevan más allá del Atlántico, a tierras de donde traen oro y, sobre todo, plata a espuertas. Por eso son tan ricos, por eso florecen sus encomiendas, por eso tienen una buena flota para comerciar y enriquecerse más, por eso actúan como banqueros y su tesoro crece y crece… por la plata que traen de continuo. Hablamos de un grupo de familias europeas que se creen de alguna manera descendientes de una casta sacerdotal del Templo de los judíos, de una secta que se hacían llamar los nazareos que aunaron viejas enseñanzas egipcias y de la Cábala y que practicaban ritos esotéricos que nos son desconocidos. Cuando un adepto alcanzaba la gnosis, se decía que era un iluminado, un resucitado: Jesús lo era. Curiosamente estos conspiradores no piensan que Cristo fuera Dios. No sé muy bien cómo se enteraron de todo esto, de la ubicación exacta del tesoro bajo el Templo. Eso debía de estar registrado en el
Manuscrito de Cobre
, pero… ¿cómo se hicieron con él estas familias? El caso es que tienen, en efecto, un «proyecto»: quieren derribar el poder de la Iglesia de Roma y establecer un nuevo orden, un nuevo credo que aúne a los ya conocidos: judaismo, islamismo, cristianismo… Los cátaros están con ellos. He conocido a algunos iluminados, Bernardo de Claraval, Jacques de Rossal, André de Montbard… Son varias las familias implicadas en el asunto: la casa de Champagne, la de Saint Omer, Fontaine, De Rossal, Saint Claire, Montdidier e incluso la estirpe de los reyes de Jerusalén como Godofredo de Bouillón y el mismo Balduino. Todos se conocían y todos están en el asunto.
»Han construido una réplica del Templo de Salomón en Rosslyn, bajo la iglesia familiar. Supongo que pensaban guardar allí el tesoro, pero algo alteró sus planes: Robert Saint Claire lo echó todo a perder al volverse loco. Hubo un pequeño cisma en su cerrada organización, que de hecho aún podría ser utilizado por la Iglesia para darles el zarpazo definitivo. Están divididos, dudan. Desconozco dónde esconden ahora el tesoro, que quizá no sea de índole material; la Menorah, el Arca, el oro, las riquezas… Quizá sean manuscritos, las Tablas de la Ley, la ley cósmica que rige el mundo, el saber absoluto… No lo sé, quizás algún secreto inconfesable sobre la vida de Cristo. Sólo sé que les hace poderosos y que lo serán más. Les ha permitido descubrir nuevas tierras que les enriquecen con plata y oro. Deben de tener cientos y cientos de textos por traducir, por eso necesitan a gente que lea hebreo antiguo. Aún estáis a tiempo de detenerlos. Puede que dentro de unos años sea tarde, no sabemos a qué grandes secretos pueden terminar accediendo. Por eso crearon el Temple, una milicia, un brazo armado que los proteja y les permita imponer su credo llegado el momento. Roma no tiene ejército y ellos lo saben, depende de la ayuda del rey de Francia, del emperador del Sacrosanto Imperio Romano Germánico… pero ellos sí tienen un ejército, bien entrenado, bien formado, con la mejor flota de Occidente; son ricos, todos les deben dinero. Llegado el día se impondrán y no son trigo limpio, creedme, no dudan en eliminarse unos a otros, en matar a quien sea si eso favorece al proyecto. Dijeron haber matado ya a dos espías del cardenal Garesi y sabían que había otro infiltrado. Dijeron tener gente dentro de Roma que trabaja para ellos. Debéis actuar o será tarde.
—No tenemos pruebas —sentenció Silvio de Agrigento.
—Yo los he visto. Adoran una cabeza de dos caras, el
Baphomet
, niegan a Cristo, son herejes. Sólo tenéis que detenerlos y darles tormento y lo contarán todo.
—No es tan fácil: hablamos de gente muy poderosa. Gracias a ellos mantenemos las posesiones de Tierra Santa. No se les puede detener, al menos de momento.
—Pero ¿no comprendéis que conforme pasa el tiempo van siendo más y más poderosos?
—Sí, pero insisto, no es el momento. Además, ¿está corrupta toda la orden del Temple?
—No, sin duda no. La mayoría de los templarios no saben nada de esto. Son verdaderos guerreros de Dios, pero las familias controlan en secreto la orden, es un instrumento en sus manos. Se hacen llamar El Priorato de Sión.
—Razón de más para no intervenir. Ahora mismo no podemos.
Rodrigo Arriaga se lo pensó durante un momento.
—Quiero ver al cardenal Garesi —dijo muy convencido.
—El cardenal Garesi murió hace dos semanas —contestó Silvio de Agrigento.
Los tres amigos se quedaron de piedra.
—¡¿Cómo?!
—Apoplejía.
—Lo envenenaron ellos, seguro. Sabían que Lucca Garesi estaba tras el proyecto —apostilló Tomás.
Silvio de Agrigento calló.
—¿No lo negáis? —dijo Arriaga.
—No digo que sí ni que no… Mi señor era un hombre de edad avanzada pero fuerte como un roble. No estamos aquí para juzgar los designios de la Providencia. Su Santidad tuvo a bien nombrarme sucesor de mi fallecido amo.
—O sea que vos sois ahora el hombre fuerte, controláis la red de información de Roma.
—Asombroso, ¿verdad? Debo reconocer que es algo que no me disgusta.
—¡Acabáramos! Ellos lo eliminaron. Estaban de acuerdo con vos.
—¡Cuidado con lo que decís! —El cardenal miró a su guardaespaldas y dijo—: ¡Fuera! ¡Y estos dos también! —Señaló a Toribio y Tomás.
Tras unos momentos y una vez se cerraron las puertas retomó la palabra. Estaban a solas Arriaga y él, como al principio del negocio.
—Ay, ay, mi fiel Tomás, se ha hecho todo un hombre en estos meses. ¿Os ha sido de ayuda?
—Sí, y recopiló todo lo que averiguamos en un libro. —Al instante se arrepintió de haber dicho eso.
—Bien, bien… esa insinuación que habéis hecho antes sobre mi implicación en la muerte de mi señor os podría costar cara, muy cara. Pero sabed
sottovoce
que sí, le envenenaron. No tengo duda al respecto, aunque no se pudo demostrar. Acudí en ese preciso momento a Su Santidad y quise que actuara con contundencia, pero ellos se me habían adelantado. ¡Me habían propuesto como sucesor! Tan sólo a cambio de una cosa…
—Vuestro silencio.
—Digamos que llegamos a un acuerdo: no nos haríamos daño mutuamente. No olvidéis que el Papa debe su báculo a Bernardo de Claraval. Hoy por hoy son intocables. Decidí tomar lo que se me daba de momento y…
—Mirar hacia otro lado.
—Si queréis decirlo así…
—Acabarán con la Iglesia.
—¡No seáis ingenuo, Arriaga! Nada ni nadie ha podido con la Iglesia de Roma en mil años, y cuatro condes con delirios de grandeza tampoco podrán. Además, al Papa le interesa que el Temple siga en Tierra Santa. Es vital. Los estados musulmanes se están reorganizando y no será fácil mantener aquellas tierras en manos cristianas.
—Os habéis vendido.
—No más que vos. Un espía, un asesino a sueldo, que, por cierto, queda en una difícil situación.
—¿Qué queréis decir?
—Que vos y vuestros amigos estáis en posesión de una información que no beneficia a nadie. Ni a las familias ni a Roma.
Entonces el nuevo amo de los espías de la Iglesia de Roma tocó una campana y se abrieron las puertas. Tras ellas aparecieron Tomás y Toribio, maniatados y escoltados por los cuatro guardias. Otros dos surgieron tras una cortina y se volvieron a colocar junto a Silvio de Agrigento.