Vuestro Servidor en Cristo,
Rodrigo de Arriaga
Rodrigo supo que partía hacia Clairvaux unos días más tarde, justo después del servicio de la hora tercia, así que en cuanto pudo se apresuró a escribir una misiva a Silvio de Agrigento en la que le relataba los últimos acontecimientos. Tras la cena durmió bien hasta maitines y después de los rezos y de la atención debida a su caballo esperó a que todos volvieran a dormir. Entonces bajó a la posada. Beatrice no lo esperaba, por que abrió la puerta medio dormida y sonrió al verlo. Rodrigo pudo leer la decepción en sus ojos cuando le dijo que partía de manera inminente hacia Clairvaux para recibir lecciones de hebreo. Sintió una gran satisfacción al ver que la moza parecía algo contrariada, aunque le explicó que, en principio, sería sólo por un mes. Él le entregó la carta y ella le dijo:
—Pasad.
Él la siguió pensando que iban a la cocina a tomar algo de vino o un poco de cerveza, pero ella lo tomó de la mano y lo guió escaleras arriba. Todo ocurrió de manera natural, como si estuviera así escrito desde siempre. El cabello de ella olía a lavanda y jadeaba. No recordaba la última vez que había estado con una mujer ni quería recordarlo. Beatrice era ardiente. No era moza. Rodrigo se dejó llevar. Sintió que una gran energía se liberaba durante el clímax, como si hubiera estado reprimiendo algo grande durante mucho tiempo. Quedaron abrazados, dormidos. Volvieron a hacer el amor al amanecer.
Entonces, como el que sale de un sueño, como el que ha perdido la cabeza, Rodrigo saltó del lecho sobresaltado. ¡Había perdido el oficio de laudes! Se despidió de ella apresuradamente y corrió camino arriba. Cuando llegó se cruzó con Jean, que lo miró con aire despectivo. El intentó inventar una excusa sobre la marcha. Había cometido una falta grave y sería castigado por ello. Entonces, sorprendentemente, De Rossal le espetó:
—Desde aquí percibo en vos el olor a zorra barata. Id donde las cuadras. Vuestros amigos os esperan para partir. Aprovechad el tiempo en Clairvaux.
Arriaga se preguntó si había notado un destello de celos en la mirada de Jean. Se despidió con un lacónico «hasta pronto» e hizo lo que se le decía. Toribio y Tomás le dieron algo de queso y pan que comió sobre el caballo en cuanto salieron del pueblo. ¿No iba a sancionarlo Jean por su ausencia? Los dos sirvientes le contaron que De Rossal había dicho que estaba haciendo un recado para él. El comendador le había cubierto ante el resto del capítulo. Sintió alivio. Tendría que volver a ganarse a su amigo Jean de Rossal a la vuelta. Había cometido un error. Pensó en los inmensos y tersos senos de Beatrice.
—Vos, Toribio, borrad esa estúpida sonrisa de vuestra cara —comentó Arriaga enfadado.
—Todos caemos en lo mismo mi señor. Las mujeres… las mujeres.
—
Plures crapula quam gladius
[12]
—sentenció el joven Tomás.
—No conocéis hembra, ¿verdad, joven? —preguntó Toribio— Pues tendremos que arreglarlo.
Y dicho esto los tres amigos se adentraron en el bello sendero que cruzaba el bosque hacia el sur.
3 de noviembre del Año
de Nuestro Señor de 1140
A la atención de su Paternidad, Silvio de Agrigento,
de parte de Rodrigo Arriaga
Estimado hermano en Cristo:
Os escribo estas líneas apresuradamente antes de partir hacia Clairvaux acompañado por Tomás y mi buen Toribio. Jean me ha avisado casi de improviso que se había aceptado su sugerencia de enviarme a tomar clases de hebreo para que refresque mis conocimientos de dicha lengua. Al parecer, en Clairvaux los cistercienses cuentan con un grupo de aventajados hombres de letras de origen judío que me instruirán. Sólo dispongo de un mes, según se me ha dicho, pero espero que el contacto con dichos maestros pueda proporcionarnos alguna pista sobre los siete sabios desaparecidos en París hace diez años. No me extrañaría que incluso alguno de ellos permanezca retenido en la abadía o en sus inmediaciones. ¿Qué querrían traducir mis hermanos del Temple? Sigue siendo un misterio.
Por otra parte, tengo noticias sobre el joven Robert Saint Claire: permanece recluido en la
Grande Tour
del Temple de París y, según me cuenta Jean, esto es motivo de graves discrepancias con la familia del joven, que no hace falta que os diga es altamente influyente. Parece que los Saint Claire sostienen que Robert se recuperaría más fácilmente en sus dominios, en la casona familiar de Rosslyn, en la lejana Escocia, pero según dice Jean la inestabilidad mental de que hace gala el joven templario no hace aconsejable su liberación. Incluso el Gran Maestre, Roberto de Craon, ha dispuesto que no se le libere bajo ningún concepto.
Según creo, la reclusión no le ha venido bien, y al parecer las incoherencias que continuamente farfulla ponen en peligro hasta su vida. No sé qué es o qué sabe este joven, pero a la orden parecen preocuparle sus futuras indiscreciones en el exterior. Jean sostiene que la postura de la familia no es lógica, pues debían haberlo ajusticiado y le perdonaron la vida por ser quien es. En fin, que espero poder ver al joven a mi vuelta y sonsacarle.
Y ahora, el plato fuerte de esta misiva: sabemos cómo y de qué murió nuestro compañero y vuestro servidor Giovanno de Trieste.
Debo confesar que por momentos llegué a temer que nos encontráramos ante una suerte de poder sobrenatural, algo maligno y poderoso que nos superaba. Esto es lo que pensaban los muy ignorantes Tomás y Toribio, pero yo me mantuve firme —más de cara a ellos que a mí mismo— y demostré que tenía razón.
Debo recordar a vuesa merced que no sabíamos dónde podían esconder el misterioso objeto —fuera lo que fuese— por lo que tras hacer un minucioso inventario de las dependencias de la encomienda llegamos a la conclusión de que debía estar oculto en la cripta situada junto a las mazmorras, donde Jean y los otros cinco celebraron aquella extraña reunión secreta. Nos pusimos manos a la obra de inmediato para conseguir una réplica de la llave que sólo tiene Jean de Rossal y que siempre lleva colgada al cinto. Corrí un gran riesgo, pues tuve que acercarme a su camastro de noche, cuando todos dormían profundamente, e imprimir una copia de la llave en cera que de inmediato di a Tomás. Éste la llevó a un herrero del pueblo, que nos hizo una copia idéntica a la original y con ella nos dispusimos a desvelar este extraordinario misterio. Hace dos noches, antes de maitines, cuando el sueño de todos se hace más pesado y profundo, nos vimos a la entrada de las escaleras que bajan al sub-sótano; nada menos que tres figuras embozadas que no eran otras que la mía, la de Toribio y el fiel Tomás. Debo decir sin temor a faltar a la verdad que ambos temblaban de miedo. Unas horas antes de completas, y con la excusa de que iba a echar un vistazo a la mazmorra, donde sólo pena ya un prisionero, estuve hablando durante un rato con el sargento de guardia. Mientras hablaba con él, el bueno de Tomás se encargó de añadir al botijo del agua una buena dosis de polvo de adormidera. Por si vuestra merced no lo sabe, es una especie de amapola que se cultiva más allá de Tierra Santa y que provoca un sueño dulce y profundo en el paciente. Siempre llevo conmigo el pequeño saquito de hierbas medicinales que el mismísimo Jean me autorizó a ocultar como un detalle especial con su amigo recién llegado, pese a ir en contra de la regla. Supongo que pensó que mis habilidades al respecto podrían serle útiles algún día. En fin, el hecho es que este movimiento previo nos aseguró que, al bajar de madrugada, el centinela de la mazmorra dormía como un niño. Presas del más absoluto temor abrimos la recia puerta con la llave e, iluminados tan sólo con una débil palmatoria, nos encontramos con una sala de aspecto circular, no muy ancha y con una bancada esculpida en la pared a lo largo de todo su perímetro. El techo era bajo, tanto que agobiaba. Aquello no era, obviamente, un almacén, como se me había dicho. Parecía más bien una sala capitular de reducido tamaño, mínima. Del extremo opuesto a la recia puerta de entrada salía un túnel que nos aprestamos a inspeccionar. Yo iba delante, con la luz, y el castañeteo de los dientes de Tomás me hacía sentirme invadido por un miedo que no experimentaba desde mis tiempos de soldado. El túnel era estrecho y bajo, y la humedad rezumaba sin dejar respirar apenas. Al doblar una esquina me di de bruces con una extraña figura esculpida en la piedra; de pronto, de la oscuridad, surgió una cara frente a mí, una especie de rostro barbudo de aspecto maligno que me hizo soltar un grito y perder la candela, que cayó al suelo apagándose para siempre. En aquel tramo la cercanía del río era manifiesta, pues el agua nos llegaba a los tobillos. Quedamos a oscuras. Palpé la pared y en cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad pude reparar en que los tabiques de piedra se hallaban, en aquella zona, enteramente labrados de imágenes que al tacto se me antojaban horripilantes y demoníacas.
—¡Vámonos de aquí, mi señor, vámonos! —rogaba Tomás entre susurros.
—¡Silencio! —ordenó Toribio en aquel instante.
Un extraño canto, una letanía lenta y repetitiva, llegaba desde el fondo de aquel túnel. Me armé de valor y dije:
—Vamos.
Así, avanzamos agarrados los unos a los otros, tropezando como ciegos e indefensos ante el mal que acechaba. Un tenue resplandor nos guiaba al fondo, así que, callados como muertos, continuamos caminando.
Llegamos al fin del túnel y hallamos una escalera de piedra. El canto siniestro de aquellos hombres sonaba más cercano. ¡Cantaban en hebreo! Una melodía sorda, grave y repetitiva. Reconocí sus palabras. Eran del Libro de los Salmos, de David. Comencé a traducir:
—Bendeciré… a Jehová en todo tiempo… Su alabanza será… será… siempre en mi boca…
—Pero, entonces… ¿son judíos? —preguntó Tomás.
Toribio y yo chistamos para que el joven callara y nos asomamos a un saliente de las escaleras. Vimos una cripta que estaba, sin duda, situada bajo la iglesia del pueblo. Allí, rodeando una mesa de piedra redonda, había cuatro personajes encapuchados que vestían amplios hábitos blancos. Sabía quiénes eran, pues los identifiqué en su reunión anterior, si bien esta vez faltaba el joven Saint Claire. Cantaban el salmo una y otra vez, y aquello ponía los pelos de punta. En el centro de la mesa estaba el cofre que contenía el misterioso objeto.
¿Qué era aquello que había matado a Giovanno? Debo confesar a Su Paternidad que sentí miedo de veras. Entonces, por una vez, dudé. Temí por mí mismo y por mis sirvientes.
—Tapaos los ojos —dije.
—¿Qué? —respondieron ellos al unísono.
—¡Vamos! —repuse enérgicamente.
Los encapuchados se inclinaban como adorando aquel objeto que, oculto en el cofre, amenazaba nuestras vidas. ¿Podría aquella cosa matar a alguien con su sola contemplación? ¿Era eso lo que había ocurrido con Giovanno? Recordé el único objeto que conocía con poder para matar a un hombre con su simple visionado: el Arca de la Alianza. De inmediato deseché ese pensamiento, pues el cofre era demasiado pequeño como para contenerla.
—Si me ocurre algo sacadme de aquí a rastras —dije en un susurro.
El chasquido de la cerradura indicó que los templarios iban a sacar aquel objeto, así que Toribio y Tomás agacharon la cabeza y yo me giré hacia el lugar donde los cuatro caballeros se habían quitado las capuchas. Uno de ellos, Beltrán, sacó unos pañuelos húmedos de un cubo y de inmediato se los ataron a la boca. Así, embozados, abrieron la tapa del cofre, que chirrió sobre sus propias bisagras. Comenzaba a entender aquello. Recordé que los caballeros que lo habían empaquetado en el Temple de París también estaban embozados.
Con mucho cuidado y portando guantes sacaron el saco de arpillera del cofre. Entonces Jean se puso en medio. Me cortaba la visión y sólo pude intuir lo que hacían. Supe que sacaban esa «cosa» y que la limpiaban con paños húmedos que habían vuelto a sacar del cubo.
—¡Lo sabía, lo sabía! —dije por lo bajo.
—¿Sabíais qué? —dijo Toribio, que permanecía con la cabeza agachada y los ojos cerrados.
Los templarios se aplicaron durante un buen rato a la tarea de frotar aquello con los paños. Seguía oculto a mis ojos. Sabía que Giovanno había muerto envenenado, así que ya no temía verlo; es más, ardía en deseos de contemplar aquel objeto. Entonces, justo cuando Jean se iba a hacer un lado, el tonto de Tomás hizo un ruido haciendo rodar un canto. Tuve que tirarme al suelo de golpe. Los templarios interrumpieron su quehacer.
—¿Qué ha sido eso? —dijo una voz.
—
Miaaauuuu
… —farfulló Toribio, haciendo gala de las habilidades adquiridas en sus correrías nocturnas. Debo reconocer que no conozco a nadie que imite mejor el canto del grillo, el ulular del mochuelo, los aullidos de los perros o el maullido de un gato.
—Es un gato —dijo Jean—. Tranquilos.
—Voy a ver —comentó otra voz, lo que me puso los pelos de punta.
Empujé a aquellos dos idiotas que tenía por compañeros y volvimos semiagachados por el túnel que nos había llevado a aquel tétrico lugar.
Cuando respiré el aire puro y fresco de la noche, me maldije por no haber podido contemplar el objeto. ¿Qué sería aquello?
Antes de despedirme les insistí en que debían estar tranquilos. Giovanno había muerto envenenado.
—¿Cómo? —preguntó Toribio.
—Sí. Yo tenía razón. Ese objeto, sea lo que sea, ha sido cubierto con una capa de polvo, quizás obtenido a partir de serrín y cubierto con algo de resina para que las partículas del veneno sean respiradas por el infortunado. Cianuro y digital; eso es lo que lleva ese polvo. Por eso los caballeros se cubrieron la boca con trapos húmedos que ataban a su nuca, para no respirarlo. Y por eso limpiaban el objeto con trapos humedecidos, para quitarle los residuos de veneno. Como el veneno queda apelmazado entre las pequeñas partículas de serrín y la resina hace que tarde más en liberarse, por eso Giovanno tardó unas horas en morir. Es ingenioso: si alguien roba o contempla el objeto sin permiso, muere envenenado en pocas horas al respirar ese polvo mortífero.
—Vaya —exclamó algo liberado el joven Tomás.
—Ya no tenemos que temer intervenciones diabólicas. El mal en este mundo es cosa del hombre —sentencié antes de irnos a dormir.
Cuando me eché en mi catre respiré aliviado. Ya veis, vuestro fiel sargento Giovanno de Trieste no murió por la contemplación de algo maligno, sino por el polvo venenoso que lo impregnaba.