Read El tesoro de los nazareos Online

Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Intriga, #Histórico

El tesoro de los nazareos (26 page)

BOOK: El tesoro de los nazareos
13.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Se hará como decís —dijo el capitán antes de salir del camarote.

Entonces, al quedarse solo de nuevo, Rodrigo reparó en otra posibilidad que hizo que un escalofrío recorriera su espalda. ¿Y si habían descubierto que era un espía de Roma? En cualquier caso debía actuar rápidamente.

¿Habría recibido Silvio de Agrigento su carta? ¿Le esperaría en La Rochelle como él le había pedido?

El capitán pudo entenderse con unos pescadores, quienes, a cambio de una moneda de oro, llevaron a Rodrigo a tierra. Dejó sus ropas de templario en el camarote —quiso pensar que para siempre— y se cubrió con el manto negro para mostrar lo menos posible el rostro. Cuando llevaba caminando un buen rato a paso vivo se volvió y vio cómo la galera se alejaba aguas adentro. Contreras había cumplido su parte del trato. Tenía que darse prisa.

Llegó a La Rochelle a media tarde. No le resultó difícil hallar acomodo en una posada junto al puerto. Desde su cuarto se observaban las fenomenales defensas de aquel abrigo natural. El acceso a la dársena estaba guardado por dos torres: la de Saint-Nicolas, una imponente construcción de tres alturas, y la Tour de la Chaine, de menos envergadura. Entre ambas había tendida una enorme cadena que sólo se bajaba al paso de los barcos que tenían permiso para entrar en el puerto.

Le llamó la atención la existencia de una tercera torre que permanecía unida a la de la Chaine por un lienzo de muralla, la Tour de la Lanterne, llamada así porque cumplía las funciones de faro para orientar a los navegantes que surcaban aquellas costas. Desde allí veía las dos enormes naves que el Temple había construido para surcar el misterioso y oscuro océano. Había una tercera, más grande, en el dique seco.

Cuando salió a la calle reparó en que aquella era una villa templaría, no sólo por el elevado número de caballeros, sargentos y armigueros que deambulaban por las calles, sino porque también se veía a sacerdotes de la orden, hermanos legos, cooperadores y compañeros del santo deber; carpinteros, constructores y artesanos que servían a la orden desempeñando sus respectivos oficios. Acudió a la Torre de Saint-Nicolas y preguntó por Eugène, el carcelero al que conocía Contreras. Le dijeron que trabajaba por la noche, así que, tras preguntar dónde vivía, decidió hacer tiempo porque supuso que estaría durmiendo hasta la hora en que empezaba su turno. Pasó por todas las tabernas y posadas preguntando por Silvio de Agrigento, pero a nadie le sonaba su descripción. Estaba claro que no se había presentado en La Rochelle. ¿Habría recibido su carta?

En cualquier caso no iba a quedarse allí esperando. Después de cenar un buen palomino asado y algo de queso, salió hacia la casa del carcelero, una mísera vivienda en el barrio de los marineros, extramuros, apenas una chabola. Le abrió una mujer gruesa algo enfadada por los gritos de la chiquillería que albergaba aquella vivienda. Rodrigo preguntó por el hombre de la casa y enseguida apareció un tipo de uniforme limpiándose la boca con el dorso de la manga derecha.

—¿Eugène? Soy amigo de Alonso Contreras, él me envía. Quiero hablar con vos.

—¿Quién sois?

—Eso es lo de menos.

—Perdonadme, pero salía de casa ahora mismo, estoy de guardia esta noche.

—Lo sé —dijo Rodrigo—. ¿Os puedo acompañar hasta la torre?

El hombre dio un paso atrás, desconfiado. Alzó sus puños y dijo:

—Estos amigos me dicen que no.

Rodrigo abrió la mano y mostró una moneda de oro.

—Pues a mí ésta me dice que sí.

—¿Qué queréis?

—Sólo hablar mientras camináis hasta la prisión. Os daré esta moneda y, si vuestras respuestas son útiles, si os veo locuaz, al final del camino os daré otras dos. ¿Qué opináis?

—Que se hace tarde. Andando —contestó el otro tomando la moneda y echando a caminar—. ¿Qué queréis saber?

—El asunto es sencillo. ¿Cuánto tiempo lleváis haciendo de guardia en la Torre?

—Once años, quizá doce.

—Fantástico. Entonces el asunto es sencillo. Siete sabios judíos desaparecieron de sus casas de París. Sé que los trajeron aquí y sé que uno de ellos fue sacado de la torre para viajar en una de las naves que cruzan el Atlántico.

—Sí, el bueno de Moisés. Era el más joven.

—Entonces, ¿los encerraron en la Torre?

—Es el lugar más seguro en muchas leguas a la redonda.

—Y… ¿viven?

Eugène se paró y le miró a la cara.

—Me temo que no —dijo—. Dos murieron nada más llegar. Al parecer los querían para traducir no sé qué papelajos antiguos y se resistían. Los torturaron a los siete. Los dos mayores murieron, eran débiles.

—¿Y los otros cinco?

—Vivir en una celda fría y húmeda debilita la salud de cualquiera. Uno se ahorcó en su calabozo. Los demás fueron muriendo. Hace frío aquí. El último en dejarnos fue el mismo Moisés, hará ahora cosa de un año.

—Vaya.

—¿Eran familia vuestra?

—No, no soy judío. Cumplo un encargo.

—Pues ya lo sabéis.

—¿Y qué querían sonsacarles? ¿Estabais presente en los interrogatorios?

—Es mi trabajo. No querían sonsacarles nada, querían que trabajaran para la orden.

—Y lo hicieron…

—Vaya que si lo hicieron, no he visto a ningún hombre aguantar más de un día el potro, la dama de hierro o las brasas… o muere uno o cede. Es así.

—¿Os suena el nombre de David Ben Gurión?

—Sí, claro, murió hará cuatro, quizá cinco años. Pulmonía.

Rodrigo lo sintió por su maestro.

Llegaron a la explanada que daba acceso al puerto.

—Tomad, os lo habéis ganado —dijo Rodrigo dándole las dos monedas prometidas y perdiéndose en las sombras sin decir adiós.

Entró a la posada y se tumbó en su catre. Durmió mal, entre pesadillas, y despertó al alba. Desayunó, pagó la cuenta y preguntó por unas buenas caballerizas. Acudió a unas cuadras a las afueras, compró un buen caballo trotón, fuerte y de color bermejo, y salió a toda prisa de La Rochelle. El barco de Contreras estaría a punto de llegar.

No sabía hacia dónde dirigirse. Toribio y Tomás podían estar aún en Clairvaux o hallarse de vuelta. Les había dicho que se dirigieran a La Rochelle. ¿Y si se cruzaban en el camino? Por otra parte debía ver lo antes posible a Silvio de Agrigento.

Decidió arriesgarse y acudir al encuentro de sus amigos. Además, le sería útil disponer de la información sobre los nazareos antes de ir al encuentro del secretario de Garesi. En la primera posada que halló escribió una nota para su viejo maestro de París, Moisés Ben Gurión, y durmió lo imprescindible. Se había propuesto dejar recado a sus amigos en todas las hospederías del camino por si se cruzaban siguiendo senderos distintos. La Rochelle era un avispero y a esas horas ya debían de estar buscándolo. No quería que Tomás y Toribio se metieran en la boca del lobo.

Silvio de Agrigento

Rodrigo los vio venir. Apenas le quedaba una jornada para llegar a Clairvaux cuando los vio aparecer en el horizonte, justo en mitad del camino, trotando a ritmo lento y charlando animadamente el uno con el otro. No les veía la cara, pero sus gestos, su porte y su manera de montar eran del todo inconfundibles. Puso el caballo al galope y gritó al viento:

—¡Toribio! ¡Tomás!

Ellos bajaron de sus monturas y Rodrigo hizo otro tanto. Los tres amigos se fundieron en un abrazo.

—¡Menos mal que os encuentro! Tuve que salir de La Rochelle por piernas.

—¿Y eso? —preguntó Toribio.

—Es una larga historia, tenemos que hablar. ¿Hay alguna posada por aquí en la que echar unas jarras? Estoy hambriento.

—A no más de dos leguas —dijo Tomás.

—Vayamos, entonces. ¿Habéis averiguado algo sobre los nazareos?

—Poca cosa.

—Bueno, cada cosa a su tiempo. Se os ve bien, bribones.

Rodrigo aprovechó el camino a la taberna para poner al día a sus compañeros: habló de la reunión en el sótano; insinuó lo suyo con Lorena Saint Claire, a lo que Toribio respondió con una sonora carcajada; les contó el encargo que le hicieran De Montbard y De Rossal, la muerte de Robert Saint Claire, su viaje a La Rochelle y sus pesquisas sobre los siete sabios muertos. Se sorprendieron mucho cuando les contó que los templarios habían hallado un nuevo continente repleto de oro y plata.

Al llegar a la posada, una amplia casa encalada con tejado rojo, dejaron los caballos al cuidado de un mozo y entraron a comer algo. Se sentaron a una mesa de roble situada al fondo y entrechocaron las jarras que les sirvió una moza pelirroja de buen ver.

—Mirad, como vuestra Lorena —dijo Toribio.

—Menos chanzas. ¿Y el asunto de los nazareos?

Tomás comenzó a hablar:

—Nos hospedamos en casa de la sobrina del compañero de Guior. Aquí Toribio se encargó de ello. A través de la moza hicimos llegar un mensaje al maestro y le rogamos discreción suma, pues oficialmente no estábamos allí. Un compañero suyo, un tal…

—¡Zacarías! —exclamó Toribio.

—Eso. Otro rabí, Zacarías, se encargó del asunto. Sabía más sobre el tema que Guior y buscó algo en la biblioteca de la abadía… Lo tengo aquí, en mi libro… —El joven comenzó a hojear sus notas—. El judaísmo no era antaño como ahora; ahora hay sinagogas aquí y allá y son los rabinos los que se encargan del ministerio. Antes de la diáspora, el judaísmo estaba muy estructurado, al menos en Israel. Había una casta que se encargaba del culto, los sacerdotes, que recogían tributos y animales para realizar los sacrificios en el Templo. Ellos eran el nexo directo con Dios.

—Los nazareos… —inquirió Rodrigo.

—Sí, los nazareos. Voy a ello —dijo el joven—. Eran una secta judía. Se supone que tenían en su poder ciertos conocimientos esotéricos derivados de la Cábala y del antiguo Egipto, pues no olvidemos que el Evangelio dice que los padres de Cristo huyeron a Egipto, donde residieron un tiempo. Parece haber una relación con el Mesías. Bien, esos nazareos eran personas consagradas enteramente al Templo y practicaban alguna suerte de ritos iniciáticos, de manera que cuando un adepto superaba cierto camino de ascesis, de acceso a la gnosis, se llevaba a cabo una ceremonia y alcanzaba un nivel más alto: era un iluminado, como si hubiera vuelto a nacer. Había resucitado.

—Por eso alguien gritó algo así en mi iniciación.

—Quizá. El caso es que una vez alcanzado este nuevo estatus, el resucitado vestía de blanco.

—Como los templarios y el Císter.

—Y como los esenios —dijo Tomás.

—¿Los esenios? —preguntó Arriaga.

—Sí. Recordad: eran unas comunidades de ascetas que se alejaban de las ciudades y vivían en cuevas dedicados al ayuno y la oración. Hay quien dice que eran nazareos que ya habían alcanzado la iluminación y por ello se alejaban del mundo. El caso es que estos nazareos pertenecían a la casta sacerdotal, cuyo origen era real, todos los sacerdotes del templo eran de estirpe davídica, lo que significa que descendían de una misma rama: la de la tribu de David. ¿Me seguís?

—Sí.

—Jesús era de estirpe real. Era, por tanto, un miembro de esta casta sacerdotal, o, al menos, eso afirma el amigo de Guior, Zacarías. También lo era el Bautista y aquí entramos en terreno escabroso…

—¿Qué ocurre?

—Hablamos de blasfemia, mi señor.

—¿Más graves que las que he escuchado en los últimos diez meses? Seguid.

—Bien, Zacarías afirma que Cristo era un nazareo de la estirpe sacerdotal que controlaba el Templo. Dice que alcanzó el rango de iniciado y que era la cabeza visible de dicha secta, por eso vestía de blanco y por eso se podía decir de él que había resucitado. Cuando san Pablo llegó a Jerusalén se incorporó al culto de dicha iglesia pero no entendió nada. No olvidéis que nada tiene que ver con la Iglesia de Roma que conocemos ahora, pues se trataba de un grupo de hebreos siempre dentro del judaísmo más dogmático. Jesús murió crucificado por los romanos, un castigo que se aplicaba a los rebeldes políticos. A Jesús le pusieron el cartel de REY DE LOS JUDÍOS en la cruz porque era de estirpe real y podía reclamar el trono de Israel. En aquella época los zelotes, unos rebeldes políticos relacionados con los esenios y con los nazareos, comenzaban a atacar a Roma; el clima de rebelión era palpable. Zacarías llega incluso a dudar que Jesús pudiera pertenecer a los zelotes, lo explicaría su crucifixión. Tras la muerte de Cristo lo sustituyó su hermano Santiago.

—¿Su hermano?

—Dejadme hablar. Enseguida surgieron tensiones con san Pablo, que no estaba de acuerdo con la línea que llevaba la, llamémosla, nueva Iglesia de Jerusalén… San Pablo salió a predicar por los países cercanos, Grecia por ejemplo, y fue llevando el mensaje a los gentiles. Ojo: no olvidéis que los nazareos, la Iglesia de Jerusalén, no eran un culto aparte del judaísmo, eran el judaísmo más dogmático, más ortodoxo, el del Templo, al que se añadían ciertos conocimientos esotéricos… Pablo iba por ahí predicando que Jesús era un Dios, que había resucitado. Para Santiago y los nazareos el único Dios era Yahvé y no se planteaban la predicación a los gentiles ni abandonar el judaísmo. De hecho, y siempre según nuestro amigo el rabí Zacarías, Santiago llegó a alcanzar mayor influencia como líder de su comunidad que su hermano fallecido. Entonces ocurrió la catástrofe. Las continuas rebeliones provocaron que Roma arrasara Israel. Como ya sabemos, Jerusalén fue borrada del mapa. Algunos valientes se escondieron en los subterráneos del Templo, entre ellos los nazareos, claro. La supervivencia fue difícil. De hecho, intentaron hacer un túnel para escapar, pero la dureza de la roca, la falta de alimento, de hombres, de materiales, los hizo desistir.

»Santiago, el cabeza visible de los nazareos, decidió llevar a cabo una treta vestido con una túnica blanca y con un manto morado (os recuerdo que es un color destinado a la realeza). Se apareció una noche a los guardias haciéndose pasar por un fantasma. Llegó a cundir el pánico, pero finalmente lo detuvieron y llevaron a las autoridades romanas. Fue ejecutado. Los pocos supervivientes murieron de hambre, se mataron entre ellos o fueron capturados o asesinados. Se supone que lograron esconder los tesoros y los secretos más valiosos del Templo. Recordad el
Manuscrito de Cobre
, que recogía al parecer la ubicación de todos los tesoros escondidos. Los romanos actuaron con brazo de hierro. Arrasaron la ciudad, el Templo, todo… Se estima que murieron más de un millón trescientos mil judíos. El culto de los nazareos quedó extinguido, prácticamente todo el pueblo judío fue aniquilado, la incipiente Iglesia de Jerusalén fue borrada del mapa y reconstruida por un no iniciado que había sobrevivido en el exterior…

BOOK: El tesoro de los nazareos
13.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Twist by Roni Teson
Suitable for Framing by Edna Buchanan
Recipe for Love by Ruth Cardello
Precious Blood by Jonathan Hayes