Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—Basta —suplicó la joven, haciendo un vano esfuerzo para retroceder—. No me enseñes nada más.
Pero él se mostró inamovible. De nuevo se mezclaron los colores, y abandonaron Palanthas. El Orbe de los Dragones los transportó en un rápido periplo por el mundo de Krynn y, allí donde posaba la mirada, se tropezaba Crysania con nuevos horrores. Los enanos gully, una raza desterrada de su hábitat original, se refugiaban en las infectas cuevas que todas las otras criaturas desechaban por considerarlas inmundas. Los humanos subsistían a duras penas en regiones que ni siquiera la lluvia se dignaba visitar, los elfos wilder vivían esclavos de sus propios congéneres y los clérigos, por su parte, utilizaban su poder para amasar grandes fortunas a expensas de quienes habían depositado su confianza en ellos.
Aquello era demasiado. Con un desgarrador alarido, la sacerdotisa se cubrió el rostro con ambas manos. La estancia se balanceaba bajo sus pies mas, en el instante en que se desplomaba, sintió los brazos de Raistlin en torno a su talle y la envolvió la ardiente calidez de su cuerpo, amortiguada por el dulce contacto del terciopelo. Penetró en sus vías olfativas un olor a especies, a pétalos de rosa, combinados con otros aromas más misteriosos. Percibió el matraqueo del aire al circular por los maltrechos pulmones del nigromante.
Antes de que la dignataria se desmayara, su solícito anfitrión la acomodó en su butaca. En cuanto se creyó restablecida, ella lo apartó de su lado pues su proximidad se le antojaba al mismo tiempo repulsiva y atrayente, un hecho que no hacía sino aumentar su confusión. Deseó con toda sus fuerzas que Elistan se hallase presente, él sabría a qué atenerse y comprendería. ¡Tenía que existir una explicación! Había que reaccionar contra tan abyecta injusticia, disipar de una vez por todas las pesadillas de los infelices. Vacía por dentro, clavó los ojos en el fuego de la chimenea.
—No somos tan diferentes. —Las palabras de Raistlin parecían brotar de las llamas—. Yo me encierro en mi Torre y me entrego a mis estudios, tú te albergas en el Templo para concentrarte en tu fe. Mientras, el mundo gira a nuestro alrededor.
—Ésa es la raíz del mal —contestó Crysania a la fogata—, permanecer al margen y no mover un dedo.
—Al fin se ha hecho la luz en tu entendimiento. No pienso contentarme con contemplar lo que ocurre en la más absoluta inactividad, si he pasado años consagrado a mi ciencia ha sido por un motivo. Y ahora ese motivo, mi verdadero propósito, ha tomado forma. Cambiaré el universo entero, Crysania, tal es mi plan.
La Hija Venerable de Paladine levantó rauda la vista. Su fe se había tambaleado externamente, pero estaba bien arraigada en sus entrañas y no se derrumbaba por un momentáneo titubeo.
—¡Tu plan! Paladine me advirtió contra él en el curso de un sueño, me comunicó que tu empeño de transformar la vida provocará la destrucción de nuestro mundo. No debes ponerlo en práctica —lo conminó, cerrado el puño sobre su regazo—. Paladine…
Raistlin esbozó un gesto de impaciencia, que silenció a su huésped. Sus dorados ojos centellearon y, por un instante, el abrasador incendio que ardía en su alma se reflejó en los relojes de arena de sus pupilas. Amedrentada al percibir tales signos, la joven se revolvió en un mudo estremecimiento.
—Paladine no ha de detenerme —le aseguró él—, porque me dispongo a destituir a su más enconado enemigo.
Crysania clavó sus ojos en el mago con el desconcierto escrito en sus rasgos. ¿A qué enemigo podía referirse? Paladine no tenía adversarios entre los habitantes de Krynn. Transcurridos unos segundos, no obstante, el significado de su aserto se perfiló en su mente con total claridad y sintió que el riego sanguíneo abandonaba su semblante, que el miedo la subyugaba de nuevo en forma de violentos temblores. La enormidad de las ambiciones de aquel humano era difícil de asimilar, casi imposible de concebir.
—Escucha —le rogó él antes de que se pronunciara—. Me explicaré.
Y le relató sus proyectos. Ella permaneció sentada durante lo que se le antojaron horas, atrapada en el hechizo de sus doradas pupilas e hipnotizada por los ecos de su tenue, insinuante voz, oyendo la historia de su portentosa magia y, también, la de otra magia que se había perdido en las brumas del pasado: la que descubriera el legendario Fistandantilus.
El susurro de Raistlin se apagó sin sobresaltos y la sacerdotisa quedó petrificada, errantes sus pensamientos a través de unos reinos hasta ahora ignotos. El fuego se reducía a rescoldos en la penumbra que precede al alba, y un escalofrío sacudió su ser cuando la estancia comenzó a iluminarse.
Tosió el hechicero, y la sacerdotisa salió de su fantasmal ensoñación para contemplarlo. Estaba lívido y agotado, sus ojos despedían destellos febriles al compás de los nerviosos movimientos de las manos.
—Debes disculparme —dijo la dignataria poniéndose en pie—. Te he tenido en vela toda la noche, pese a saber que no te encuentras bien. Es la hora de partir.
—No te inquietes por mi salud, Hija Venerable —se apresuró a responder él con una sibilina sonrisa—. Las llamas que arden en mi interior bastan para alimentar este maltrecho cuerpo. Dalamar te acompañará hasta el linde del Robledal de Shoikan, si así lo deseas.
—Agradezco tu gentileza —murmuró Crysania, que había olvidado que debía volver a atravesar un paraje tan preñado de malignidad. Inhaló aire y le tendió la mano a su anfitrión—. Gracias también por esta entrevista —concluyó formalmente.
El nigromante asió su mano y, al instante, le transmitió el calor abrasador que destilaba su suave epidermis. Al percibirlo, Crysania lo miró y se vio reflejada en sus pupilas como una mujer demasiado pálida en su blanco atuendo, más aún al enmarcar su faz la melena azabache.
—No puedes hacer lo que me has narrado —le advirtió—. Hay que detenerte, de lo contrario el desenlace sería nefasto. —Su tono era severo, apretó su huesuda palma para subrayar su oposición.
—Demuéstrame que estoy equivocado, convénceme de que la senda del Bien es el único medio para salvar al mundo —fue la desafiante respuesta.
—¿Me escucharías si te hablo? —interrogó la dama al hechicero, reaccionando frente al reto—. Estás cercado por una aureola de negrura. ¿Cómo llegaré hasta ti?
—La negrura se abrió a tu paso y conseguiste penetrarla, ¿no es cierto?
—Sí —admitió Crysania. De pronto, la tibieza que dimanaba el cuerpo de Raistlin perdió su carácter lacerante para convertirse en algo acogedor, atractivo. Enmudeció la sacerdotisa y turbada, ruborosa, retrocedió unos pasos y se liberó de su garra como si le infligiera un dolor inconfesable.
—Adiós, Raistlin Majere —se despidió cabizbaja, esquiva, a la vez que se frotaba la muñeca con aire ausente.
—Adiós, Hija Venerable de Paladine —contestó el interpelado en cortés actitud.
Se abrió la puerta y apareció Dalamar en el dintel, aunque la sacerdotisa no recordaba que el maestro lo hubiera llamado. Cubriéndose el cabello con la blanca capucha, la huésped del enigmático mago echó a andar por el pétreo pasillo con la sensación de ser observada. Los inexorables relojes de arena traspasaban sus vestiduras, aquella sugerente voz resonaba aún en sus tímpanos cuando alcanzó la escalera que debía conducirla al exterior.
—Quizá Paladine no te envió con el fin de detenerme, sino de ayudarme.
Raistlin no había pronunciado tal sentencia durante la entrevista, le estaba hablando ahora. Dio media vuelta, pero no se tropezó sino con un pasadizo lóbrego y vacío. Dalamar, inmóvil, aguardaba.
Crysania recogió los pliegues de su blanca túnica para evitar un posible traspiés y acometió el descenso con majestuosa dignidad.
Bajó y bajó, hasta zambullirse en un duradero letargo.
Cónclave de magos
La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth había sido, durante siglos, la última plaza fuerte de la magia en el continente de Ansalon. Los hechiceros se congregaron en la mole cuando el Príncipe de los Sacerdotes los expulsó de otras moradas similares y también acudieron a ella los habitantes de la Torre de Istar, sumergida ahora bajo las aguas del Mar Sangriento. La ennegrecida y maldita Torre de Palanthas, a su vez, fue abandonada en su momento en pro de este común refugio.
Poseía el complejo de Wayreth una estructura imponente, que asustaba a los viajeros. Sus muros exteriores formaban un triángulo equilátero, y unas elegantes torretas coronaban los vértices de tan perfecto contorno geométrico mientras que, en el centro, se erguían dos altas agujas. Ligeramente inclinadas, sólo un poco retorcidas, obligaban al curioso a parpadear y preguntarse si no se trataba de sendos minaretes torturados.
Las paredes eran de piedra negra que, pulida al máximo de su lustre natural, brillaba cegadora bajo los rayos del sol y reflejaba, en la noche, la luz de dos lunas a la vez que absorbía la negrura de la tercera. Había numerosas runas esculpidas en la superficie de la roca, runas que hablaban de poderío, de fuerza, de protección y de vigilancia, runas que ligaban las losas entre sí, runas que vinculaban los muros a la tierra. La parte superior de la tapia, por su parte, carecía de almenas donde apostar centinelas. No eran necesarios.
Alejada de cualquier núcleo de civilización, la Torre de Wayreth se alzaba en el centro de un Bosque mágico. Esta espesura no podía ser traspasada por nadie que no perteneciera al recinto, por nadie que osara intentarlo sin haber sido invitado. Así protegían los hechiceros el último baluarte de su gloria, guardándolo de la amenaza del mundo.
Sin embargo, el edificio no estaba desprovisto de vida. Un rosario de ambiciosos aprendices en el arte de la magia se daban cita entre sus muros a fin de someterse a la rigurosa prueba, y los brujos de la más vasta erudición se recogían en sus cámaras deseosos de completar sus estudios, encontrarse con sus colegas, discutir determinados hechizos o llevar a cabo experimentos tan delicados como peligrosos. La Torre estaba abierta a sus insignes huéspedes día y noche, pudiendo transitar a su antojo, independientemente del color de su Túnica.
A pesar de sus antagónicas teorías y posturas, de sus opuestas maneras de ver el mundo y conducirse en él, todos los magos respetaban las normas de paz perpetua que regían la convivencia en el sagrado punto de reunión. Sólo se toleraban los debates si contribuían a perfeccionar métodos o hallazgos en el arte arcano, la lucha estaba prohibida bajo pena de muerte.
Y es que, precisamente, el arte arcano era lo único capaz de hermanarlos. Era su lealtad prioritaria al margen de la identidad, la divinidad a la que servían o el rango ostentado en cada una de las tres comunidades. Los jóvenes discípulos, quienes aceptaban la muerte sin temor al serles expuestas las condiciones de la Prueba, así lo entendían, al igual que los sabios ancianos que venían a exhalar su último suspiro, a ser sepultados entre los familiares muros. El arte arcano era padre, amante, esposo e hijo. Era tierra, fuego, aire y agua. Era la vida y la muerte, y el universo que se oculta detrás de esta última.
Tales cavilaciones ocupaban la mente de Par-Salian mientras, desde su cámara en la más septentrional de las torres centrales, contemplaba el avance de Caramon y su reducida comitiva en dirección a las puertas.
Del mismo modo que el guerrero evocaba imágenes de un tiempo remoto, también el gran hechicero las rememoraba. Más de uno afirmaba que al hacerlo lo invadía la añoranza.
«No —se dijo en silencio, atento a la cansina marcha de Caramon y al repiqueteo de su arma contra los rubicundos muslos—. No hay nada que deba recordar con melancolía ni arrepentimiento. Se me planteó un terrible dilema e hice mi elección.
«¿Quién cuestiona a los dioses? Exigieron una espada y yo se la proporcioné si bien, como todos los pertrechos de su índole, era de doble filo.
El grupo de viajeros había llegado a la primera verja, desnuda de guardianes. Una campanilla de plata tintineó en los aposentos de Par-Salian y, al instante, el viejo mago alzó la mano. La reja se izó para franquear la entrada a los visitantes.
Reinaba una extraña penumbra cuando el grupo penetró en el recinto de la Torre de la Alta Hechicería. Sobresaltado ante el repentino crepúsculo, Tas oteó el panorama. ¡Unos momentos antes se hallaban en plena mañana! O, al menos, así se lo pareció a él. Levantó la vista y distinguió unos haces de luz rojizos, como rayos mortecinos, que surcaban el cielo entre la niebla y conferían un fulgor mágico a los bruñidos muros del edificio.
—¿Cómo saben en qué hora viven los moradores de este lugar? —preguntó en voz alta, meneando la cabeza.
Estaban en un ancho patio delimitado por la tapia y las dos agujas o torres centrales. Era un lugar desolado e inhóspito. Empedrado con losas grises, su aspecto explicaba sin palabras la ausencia de flores y árboles que hubieran podido romper la monotonía de la roca. El kender advirtió con disgusto que tampoco el deambular de criaturas superiores animaba aquel espacio desierto, a nadie se divisaba ni alrededor ni en lontananza.
¿O quizá se equivocaba? Creyó atisbar un leve movimiento por el rabillo del ojo, el revoloteo de un objeto blanco. Se apresuró a ladear la cabeza, pero la sombra se había esfumado y este hecho lo llenó de consternación. No se había recobrado aún de su asombro cuando, en otro punto no muy lejano, se dibujaron un rostro, una mano y la manga de una túnica roja. Convencido esta vez de que no se trataba de un espejismo, dirigió la mirada hacia el supuesto mago ¡y de nuevo la visión se había disuelto en la neblina! Le asaltó entonces el presentimiento de estar rodeado de figuras que caminaban en distintos sentidos, o que lo contemplaban sin un pestañeo, o incluso que dormían. Todo resultó ser una falaz ilusión, el patio permanecía silencioso y vacío.
—¡Deben de ser magos en distintas fases de la Prueba! —exclamó sobrecogido—. Raistlin me contó que deambulaban por toda la Torre, aunque nunca imaginé nada semejante. Me pregunto si en realidad me ven. ¿Crees que podría tocarlos, Caramon?… ¿Caramon?
Parpadeó como si intentara despertar de un sueño. Su robusto amigo había desaparecido al igual que Bupu, la sacerdotisa y las dos criaturas de alba túnica. ¡Estaba solo!
No por mucho tiempo. Brotó de la nada un destello de luz amarillenta, sucedido por unos hediondos efluvios que casi lo asfixiaron, y al instante se perfiló ante él la descomunal imagen de un hechicero ataviado de negro. Extendió el fantasma una mano, una mano de mujer.