Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—¿Es ésta el arma que buscabas? Caramba, no me explico cómo ha ido a parar a mi talle. Es posible que se te cayera en la pelea y yo la recuperara de manera instintiva.
—Por supuesto —coreó Caramon con una mueca sardónica. Lanzó un gruñido, le arrancó la daga y, en el instante en que la enfundaba en su vaina, oyó un ruido a su espalda. Giró el cuerpo con una relativa rapidez, justo a tiempo para recibir un baño de agua fría en pleno rostro.
—Ahora está bien despierto —anunció Bupu complacida, soltando el cubo vacío.
Mientras se secaba su ropa Caramon se dedicó a estudiar los árboles, con el semblante contraído bajo el dolor de los recuerdos. Emitió al fin un suspiro, se vistió y revisó sus armas. Al ver tales preparativos, Tasslehoff corrió a su lado.
—¡Vámonos! —exclamó vehemente.
—¿Al interior del Bosque? —inquirió el guerrero, al parecer reacio.
—¡Claro! ¿Dónde si no? —repuso el kender.
El hombretón rezongó unas frases ininteligibles, antes de menear la cabeza y declarar:
—No, Tas, es preferible que permanezcas aquí junto a la sacerdotisa. Espera—lo contuvo al advertir los surcos de la protesta en su frente—, no pretendo que te quedes indefinidamente. Sólo voy a dar un corto paseo de reconocimiento.
—¿Crees que hay alguien agazapado en la bruma, ¿no es verdad? —imprecó Tas a su colosal compañero—. Por eso deseas mantenerme al margen. Te adentrarás unos pasos, te enzarzarás en una pelea, matarás al adversario y yo me perderé la aventura.
Sin despegar los labios, el guerrero lanzó una aprensiva mirada a las tinieblas y se abrochó el cinto de la espada.
—Al menos podrías decirme qué imaginas que vas a encontrar —lo hostigó Tasslehoff—. Y también darme instrucciones, ignoro qué he de hacer si es tu rival quien acaba contigo. ¿Entro detrás de ti? ¿Cuánto tiempo debo aguardar? ¿Es esa criatura capaz de aniquilarte en cinco minutos, acaso en diez? No es que piense que va a suceder —rectificó al observar la expresión de Caramon—, pero si me dejas al cuidado de las dos mujeres tengo que saber a qué atenerme.
Bupu examinó al desaliñado luchador en actitud especulativa.
—Yo afirmo que le matará en dos minutos. ¿Aceptas una apuesta? —preguntó al kender.
Caramon los observó de hito en hito, presto a enfurecerse, mas comprendió que no podía hacerlo. Después de todo, el comportamiento de Tas era lógico.
—No estoy seguro de quién puede acecharme —confesó—. Recuerdo que la otra vez nos tropezamos con un espectro, y Raist… —Se sumió en el silencio, para concluir unos segundos más tarde—: No sé qué aconsejarte. Actúa como te parezca más oportuno.
Pronunciadas estas palabras se encogió de hombros, dio media vuelta y se encaminó hacia el Bosque.
—Tengo aquí una bonita serpiente, será tuya si no muere en un par de minutos —propuso Bupu a Tasslehoff mientras hurgaba en su hatillo—. ¿Que prenda aportas tú?
—¡Cállate! —la conminó él sin perder de vista a su valiente amigo.
Cuando éste se hubo alejado por la senda fue a sentarse junto a Crysania, que yacía en el suelo con la mirada perdida en las alturas. Cubrió suavemente aquellos ojos sin vida con la capucha blanca, para protegerlos de los rayos solares, e intentó entornar los párpados. Fue inútil, la inerte figura parecía haberse convertido en una estatua de mármol.
Se diría que Raistlin acompañaba a Caramon en su andadura. El guerrero casi podía oír el murmullo de la túnica roja de su hermano, tal como la exhibiera en aquella ocasión. Resonaba en sus tímpanos la voz del hechicero, siempre suave y queda pero teñida de un tono sarcástico que le granjeaba la antipatía de sus amigos. Sin embargo, a él nunca le molestó. Comprendía a su gemelo, o así lo creía.
Los árboles del Bosque se apartaban a su paso, del mismo modo que se desplazaron al acercarse el kender.
«También se retiraron ante nosotros hace ¿cuántos años? ¿Siete quizá? ¿Sólo ha transcurrido ese tiempo? No, ha sido toda una vida. Tanto para él como para mí», pensaba Caramon, meditabundo.
Cuando alcanzó el linde de la espesura una gélida niebla se arremolinó en torno a sus tobillos, un frío punzante atenazó su carne hasta penetrarle los huesos. Los árboles lo contemplaban con sus ramas retorcidas en una muda agonía, similar a la que se advertía en los troncos de Silvanesti, y este hecho avivó en su ánimo nuevos recuerdos de su hermano. Se detuvo un instante para otear el confuso panorama, y distinguió los imprecisos contornos que le aguardaban. No podía contar con Raistlin para mantenerlos a raya, esta vez su soledad era absoluta.
«No conocí la emoción del miedo hasta que penetré en el Bosque de Wayreth —recapacitó—. Si accedí a aventurarme fue porque estabas conmigo, hermano, tu valor me infundía el coraje suficiente para continuar. ¿Cómo venceré ahora mi flaqueza? Me hallo en un lugar mágico, pero yo nada entiendo del mundo arcano. ¡No sé luchar contra lo sobrenatural! Mi situación es crítica. —Ocultó los ojos entre las manos a fin de conjurar las aterradoras imágenes—. No puedo hacerlo, es demasiado para un hombre corriente como yo.»
Desenvainó la espada y la enarboló, con la mano tan temblorosa que casi se deslizó de sus dedos.
—¡No podría enfrentarme ni siquiera a un niño! —se rebeló en voz alta—. No se me puede exigir tanto. Estoy perdido, sin esperanza…
—Es fácil abrigar esperanzas en primavera, guerrero, cuando el aire es tibio y los vallenwoods reverdecen. Es fácil creer en el estío, cuando los vallenwoods refulgen en tonalidades doradas, y también en esos días otoñales en que los árboles se revisten de las irisaciones encarnadas de la sangre. Pero llega el invierno, los vientos soplan huracanados y un manto gris cubre la bóveda celeste. ¿Muere entonces el vallenwood, guerrero?
—¿Quién ha hablado? —Caramon se afanaba en escudriñar su entorno, aferrando la empuñadura de su arma con pulso inseguro.
—¿Qué hace el vallenwood en invierno, guerrero, cuando prevalece la negrura y se enfría la tierra? Cava hacia las profundidades, sumerge sus raíces hacia el latente calor de las simas. Allí, bajo el suelo, el vallenwood encuentra el sustento que ha de permitirle sobrevivir a la oscuridad y el hielo, hasta que una nueva primavera lo invite a abrir sus frescos brotes.
—¿De verdad? —preguntó el humano receloso, a la vez que retrocedía un paso y miraba en todas las direcciones.
—Estás en el más tenebroso invierno de tu vida, guerrero. Debes ahondar en tus entrañas para descubrir el calor que te ayudará a desechar la escarcha y la penumbra. No posees ya la efervescencia de la primavera ni el vigor del estío, así que buscarás la energía que precisas en tu corazón y en tu alma. Si logras el éxito crecerás de nuevo, al igual que el vallenwood.
—Tus palabras son hermosas —comenzó a decir Caramon sin convencimiento, pues desconfiaba de semejante discurso sobre estaciones y árboles. No pudo terminar, se le hizo un nudo en la garganta y quedó sin resuello.
El Bosque se estaba metamorfoseando ante sus ojos.
Los contorsionados troncos, las tortuosas ramas, se enderezaron movidos por un encantamiento, estirando sus leñosos miembros hacia las alturas. Tan deprisa crecían, que el guerrero inclinó la cabeza a su ritmo y a punto estuvo de perder el equilibrio en el empeño de divisar sus copas. ¡Eran vallenwoods, idénticos a los que medraban en Solace antes de la aparición de los dragones! Contempló sobrecogido aquel estallido de vida: los brotes tiernos surgían, se abrían en brillantes hojas que al instante asumían el manto áureo del verano para, sin demora, fundirse en el ocre y el púrpura. Las estaciones se sucedían en fracciones de segundo, apenas le daban tiempo para exhalar suspiros de asombro.
La hedionda bruma se desvaneció, siendo sustituida por la dulce fragancia de unas lozanas flores que, en ramilletes, se abrían paso entre las raíces de los vallenwoods. La penumbra se disipó a su vez, el sol derramó su luz sobre los árboles mecidos por el viento y, al acariciar sus rayos las hojas, los trinos de los pájaros invadieron el aire.
Sereno el bosque,
serenas sus perfectas mansiones
donde crecemos en lugar de marchitarnos.
Nuestros árboles son verdes,
dan frutos maduros que nunca caen;
los translúcidos torrentes, lagos de cristal,
infunden placidez a nuestros corazones.
Bajo estas ramas
ceden de buen grado las maldiciones,
en los lindes quedan los cantos de las aves,
del amor la historia
junto a la fiebre del duro quehacer,
las flaquezas de la memoria.
Sereno el bosque,
serenas sus perfectas mansiones.
Y la luz sobre la luz,
para expulsar la negrura, se vierte.
Bajo las ramas no existe la sombra,
la sombra se ha olvidado
en la tibieza del sol
y de las hojas el olor perfumado,
donde crecemos en lugar de marchitarnos
y los árboles son verdes.
Reina aquí la paz,
la música se impone al silencio existente
en esta frontera imaginaria del mundo,
donde la claridad
completa los sentidos y prevalecen la verdad,
los frutos maduros que nunca caen
y los translúcidos torrentes.
Se secan las lágrimas de nuestros ojos,
ya no son aguijones.
O fluyen en callados riachuelos
que invitan al sosiego.
El viajero se abre al aire húmedo,
cálido, casi veraniego,
lago de cristal
que infunde placidez a nuestros corazones.
Sereno el bosque,
serenas sus perfectas mansiones
donde crecemos en lugar de marchitarnos.
Nuestros árboles son verdes,
dan frutos maduros que nunca caen;
los translúcidos torrentes, lagos de cristal,
infunden placidez a nuestros corazones.
Los ojos de Caramon se llenaron de lágrimas, la belleza de aquel cántico le traspasaba el corazón. ¡Había una esperanza! En el interior del Bosque hallaría las respuestas y la ayuda que buscaba.
—¡Es maravilloso! —vociferó Tasslehoff reuniéndose con él. El kender no cesaba de brincar, en la cumbre de la excitación—. ¿Cómo lo has conseguido? ¿Oyes el gorjeo de los pájaros? Rápido, prosigamos.
—¿Y Crysania? —le recordó el guerrero—. Tenemos que confeccionarle unas angarillas para trasladarla entre ambos.
No concluyó sus amonestaciones, absorta su atención en dos figuras ataviadas de blanco que acababan de personarse entre los dorados troncos. Sus capuchas, albas asimismo, ocultaban por completo sus rostros a los ojos del desconcertado hombretón. Las criaturas le saludaron con una solemne reverencia y, tras dirigirse al claro donde la sacerdotisa permanecía sumida en su letargo, alzaron su rígido cuerpo como si de una pluma se tratase y lo llevaron al punto más avanzado donde estaban los compañeros. Ya en el linde del Bosque se detuvieron, inclinaron sus embozadas cabezas hacia Caramon y le dedicaron una mirada expectante.
—Si no me equivoco esperan que tomes la delantera —indicó el kender, jubiloso, a su amigo—. Abre la comitiva, yo me ocuparé de Bupu.
La enana gully había quedado en el prado, desde donde escrutaba el Bosque con un vivo resquemor que Caramon, al estudiar a las figuras de blanca túnica, no pudo por menos que compartir.
—¿Quiénes sois? —inquirió.
No hubo respuesta, los aparecidos se limitaron a aguardar inmóviles.
—¿A quién le importa su identidad? —protestó Tas. Agarró impaciente a Bupu y tiró de ella, enredándose el saquillo en los polvorientos pies de la enana.
—Después de vosotros —sugirió el guerrero, con cierta hosquedad, a los desconocidos. Pero éstos no despegaron los labios ni hicieron el menor movimiento.
—¿Por qué os obstináis en que sea yo el primero en penetrar en la espesura? —insistió Caramon, retrocediendo un paso—. Vamos, conducidla a la Torre. Vosotros podéis ayudarle, yo no. No me necesitáis.
Los seres de altas vestiduras continuaron sin pronunciar palabra, si bien uno de ellos levantó la mano y señaló el Bosque.
—Caramon —lo apremió el kender—, tengo la impresión de que nos invitan a adentrarnos en sus dominios.
«No nos molestarán, hermano, hemos sido invitados.» —El guerrero evocó en su memoria las frases que recitara Raistlin años atrás.
—No confío en los magos —fue su respuesta de entonces y, también, la que balbuceo ahora.
De pronto, invadieron el aire unas risas extrañas, fantasmales, susurrantes. Bupu se abrazó a la pierna del enorme humano y se aferró a él, presa del pánico, mientras Tasslehoff esbozaba una mueca de inquietud poco habitual en él. Surgió de la nada una voz, un siseo familiar para Caramon.
—¿Me incluye a mí tu desconfianza, querido hermano?
En las entrañas del Mal
La horripilante aparición se acercaba implacable. Crysania estaba poseída por un terror que nunca había sentido antes, un terror indecible de cuya existencia habría dudado minutos antes. Mientras se encogía y retrocedía en la proximidad del espectro la sacerdotisa contempló por primera vez la imagen de la muerte, de su propia destrucción. No sería el tránsito pacífico a un reino acogedor en el que siempre había creído, sino al hundimiento en un plano de dolor y negrura, en una eterna sucesión de días y noches que había de soportar mientras deseaba recuperar la vida.
Intentó lanzar un grito de auxilio, pero le falló la voz y, por otra parte, nadie podía ayudarle. El guerrero ebrio yacía en un charco formado por su propia sangre. Sus artes curativas lo habían salvado, pero dormiría durante horas. En cuanto al kender, nada podía hacer en su favor contra aquella criatura de ultratumba.
Indiferente a sus cavilaciones, la sombría figura avanzaba hacia ella lenta pero inexorablemente. «¡Huye!», le urgía su conciencia. Por desgracia sus miembros no obedecían al mandato de su razón, sólo retrocedían al compás que marcaba su cuerpo en un impulso fruto de su propia voluntad, ajeno a sus instrucciones. Ni siquiera podía apartar la mirada de su oponente, atrapada en el influjo de aquellas oscilantes luces anaranjadas que tenía por ojos.
El ser alzó una mano transparente. Crysania podía ver a través de ella, e incluso a través de todo su contorno, los torturados árboles del fondo. Solinari, la luna de plata, se había instalado en el cielo, pero no era su brillante luz la que arrancaba fulgores de la antigua armadura de Caballero de Solamnia que vestía el fantasma. La criatura resplandecía con una luminosidad propia, nacida acaso de la energía que despedía su interminable decadencia. Siguió, tras una breve pausa, levantando su miembro acusador, y Crysania comprendió que cuando llegase a la altura de su corazón moriría sin remedio.