Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
Al descubrir la mano herida de Dalamar, Raistlin le preguntó cómo había ocurrido. El elfo oscuro argüyó, sin inmutarse, que se le había derramado un ácido mientras mezclaba varios componentes mágicos, y el maestro se limitó a esbozar una muda sonrisa. No había necesidad de hablar, ambos comprendían.
Ahora, a diferencia de aquella otra ocasión, el aprendiz estaba en el estudio invitado por Raistlin en un simulacro de igualdad. Una vez más, el discípulo sintió viejos temores entrelazados con la embriagadora excitación.
El hechicero se había instalado frente a él, tras la mesa de madera labrada, y tenía la mano apoyada en un grueso libro de encantamientos que pertenecía a la serie esotérica. Sus finos dedos acariciaban distraídos el ejemplar, siguiendo los contornos de las runas argénteas que decoraban la cubierta, mientras sus ojos permanecían clavados en los de Dalamar. El elfo oscuro no movía un solo músculo bajo aquella mirada intensa, penetrante.
—Eres demasiado joven para haberte sometido a la Prueba —dijo Raistlin, de forma abrupta pero con su habitual siseo.
Dalamar pestañeó. No era esto lo que esperaba.
—No tanto como tú,
Shalafi
—le replicó el elfo—. He cumplido los noventa años, una edad equivalente a los veinticinco humanos. Si no estoy mal informado, no sobrepasabas los veintiuno cuando realizaste la Prueba.
—Cierto —murmuró el interpelado, y una sombra cruzó las áureas tonalidades de su tez.
La mano que descansaba sobre el volumen se cerró en un súbito espasmo de dolor, y los metálicos ojos despidieron vivos destellos. El aprendiz no se sorprendió ante tales muestras de emoción, sabedor de lo que representaba aquel examen que debía sufrir todo mago deseoso de practicar las artes arcanas a un nivel avanzado. Se organizaba en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, y era controlado por representantes de las tres Túnicas. En efecto, tiempo atrás los nigromantes de Krynn comprendieron aquello que había escapado a la observación de los clérigos: si querían preservar el equilibrio del universo, el péndulo tenía que balancearse en libertad entre las fuerzas del Bien, el Mal y la Neutralidad. En el instante en que cualquiera de las tres asumiera un exceso de poder, el mundo comenzaría a tambalearse hacia su destrucción.
La Prueba era brutal. Las más altas esferas de la magia, donde se obtenía el auténtico dominio, no eran reducto para aspirantes ineptos. De hecho su finalidad era desembarazarse de manera permanente de quienes no estuviesen a la altura de las circunstancias, siendo la muerte el precio del fracaso. Dalamar aún evocaba en terribles pesadillas su estancia en la temida Torre, así que no le resultaba difícil comprender la reacción de Raistlin.
—Salí adelante —comentó ausente el hechicero, perdido en la nebulosa del pasado—, mas al abandonar aquel lugar espeluznante me había transformado en la criatura que se yergue ahora ante ti. Mi piel había asumido estos matices dorados, había encanecido mi cabello y mis ojos… —Regresó al presente para fijar sus pupilas en Dalamar—. ¿Sabes qué es lo que ven mis relojes de arena?
—No,
Shalafi
.
—El paso inexorable del tiempo sobre todas las cosas —explicó Raistlin—. La carne humana decae frente a estos ojos, las flores se marchitan, incluso las rocas se desmenuzan. Siempre reina el invierno en las imágenes que se me ofrecen. También tú, Dalamar —atrapó al aprendiz en su hipnótica mirada—, también la carne elfa que tan despacio se degrada exhibe, ya en su juventud primaveral, el estigma de la lejana muerte.
El discípulo se estremeció sin acertar a ocultar su temor encogiéndose de manera involuntaria entre los cojines de su butaca. Se dibujó al instante en su mente un escudo mágico, del mismo modo que se le apareció, sin que lo invocara, un encantamiento destinado más a herir que a defenderse. «Necio —se reprendió a sí mismo a la vez que recuperaba el control y descartaba tales imágenes—, ¿cuál de mis insignificantes argucias podría matarle?»
—Así es —confirmó Raistlin en respuesta a las elucubraciones de Dalamar—. No hay en Krynn un ser viviente capaz de lastimarme y menos aún tú, joven aprendiz. Pero he de reconocer que eres valiente. Con frecuencia has permanecido a mi lado en el laboratorio, contemplando a los entes que yo arrancaba de sus planos de existencia aun a sabiendas de que si cometía un error, si respiraba a destiempo, desgajarían nuestros corazones y los devorarían mientras nos convulsionábamos en un indecible tormento.
—Ése ha sido mi mayor privilegio —confesó el alumno.
—Sí —coreó el hechicero con la mente abstraída, antes de enarcar una ceja e indagar—: ¿Eras consciente de que si surgían complicaciones me salvaría a mi mismo, sin mover un dedo para ayudarte?
—Por supuesto,
Shalafi
, lo comprendí desde el principio. Acepté el riesgo… —Un resplandor animó sus pupilas y, olvidados sus temores, se incorporó entusiasmado en su silla—. No sólo lo acepté,
shalafi
, lo invité. No hay nada que no esté dispuesto a sacrificar en nombre de…
—La magia —concluyó Raistlin.
—Tú lo has dicho —corroboró el otro.
—Y del poder que ésta confiere —continuó el maestro—. Eres ambicioso, pero ¿hasta qué punto? ¿Colmaría tus aspiraciones gobernar a los de tu raza, o quizá preferirías hacerte con un reino y mantener cautivo al monarca a fin de disfrutar de sus riquezas? ¿Vas, acaso, más lejos y buscas una alianza con algún señor de las tinieblas, como se hacía en los tiempos no muy remotos de los dragones? Mi hermana Kitiara, por ejemplo, te halló muy atractivo, le agradaría sobremanera tenerte a su lado. Si eres capaz de practicar ciertas artes en su dormitorio te llenará, no lo dudes, de venturas.
—Shalafi, yo no profanaría…
—Me limitaba a bromear, aprendiz —lo interrumpió Raistlin ondeando la mano—. En cualquier caso, estoy seguro de que entiendes el contenido de mi discurso. ¿Refleja tus sueños alguna de las situaciones que acabo de exponer?
—Sí, maestro. —Dalamar vaciló sumido en la confusión. ¿Dónde había de llevarle tan delicada entrevista? Confiaba en acceder al conocimiento de secretos que pudiera transmitir, pero ¿cuánto debía revelar de sí mismo a cambio de tan preciosa información?
—Veo que he dado en el clavo —afirmó el hechicero— y descubierto tus más recónditas ambiciones. ¿Nunca te has cuestionado cuáles son las mías?
Un júbilo difícil de disimular agitó el cuerpo de Dalamar. Era éste precisamente el objeto de su misión, lo que le habían ordenado averiguar. El joven mago respondió despacio, midiendo las palabras:
—Reconozco que me lo he preguntado muchas veces, shalafi. Eres tan poderoso —extendió el índice hacia la ventana, a través de cuyas vidrieras se atisbaban las luces de Palanthas refulgentes en la noche— que esta ciudad, la región de Solamnia y Ansalon entero caerían en tus manos al más leve parpadeo.
—El mundo se sometería a mi yugo si lo deseara —asintió el hechicero con los labios separados en una sonrisa irónica—. Hemos divisado las tierras ignotas del otro lado del océano, ¿recuerdas? Nos hemos asomado al abismo de las llameantes aguas y visto a quien en él se alberga. Controlar tan vastos reinos sería la simplicidad misma.
Raistlin se puso en pie y, tras avanzar hasta la ventana, observó la iluminada ciudad que se desplegaba ante él. Intuyendo la excitación del maestro, Dalamar se levantó a su vez y corrió a su lado.
—Podía poner Palanthas bajo tu mandato, aprendiz —insinuó el hechicero al mismo tiempo que retiraba la cortina para escrutar mejor las luces, que brillaban más cálidas que las estrellas de la bóveda celeste—. Te concedería no sólo una total supremacía sobre sus desdichados ciudadanos sino incluso sobre todos los elfos que pueblan Krynn. De proponérmelo, te entregaría a mi propia hermana —concluyó.
El adalid de las fuerzas arcanas se encogió de hombros, dio media vuelta y se plantó frente a Dalamar, que lo examinaba exultante.
—La verdad es que nada me importan los poderes terrenales —declaró y, para significar mejor su indiferencia, corrió la cortina—. Mi ambición se ha trazado cotas más altas.
—Pero, shalafi, no queda mucho si desdeñas el mundo —protestó el alumno desconcertado, titubeante—. A menos, claro, que hayas descubierto universos lejanos e invisibles a mis ojos.
—¿Universos lejanos? —repitió Raistlin—. Una idea interesante, quizás algún día considere esa posibilidad. Pero no, me refería al cosmos. —Hizo entonces una pausa y, con un gesto de la mano, invitó a Dalamar a acercarse—. ¿Has reparado en la gran puerta que se recorta en la pared trasera del laboratorio, la que tiene la hoja de acero con incrustaciones de plata y oro? ¿Te has fijado en que carece de cerrojo?
—Sí, shalafi —contestó el elfo, convulsionado por un repentino escalofrío que ni siquiera el extraño calor que dimanaba del cuerpo de Raistlin pudo disipar.
—¿Sabes a dónde conduce?
—Sí.
—¿Y sabes también por qué se mantiene sellada?
—Porque no está en tu mano abrirla. Sólo los esfuerzos combinados de un nigromante muy poderoso y una criatura dotada de virtudes sagradas lograrían que cediera, mediante su voluntad conjunta.
Enmudeció, asfixiado por un pánico indescriptible.
—Sí, comprendes la situación —susurró Raistlin—. «Una criatura dotada de virtudes sagradas»: por ese motivo la necesito a ella. Al fin has vislumbrado la cumbre, y la sima, de mis aspiraciones.
—¡Qué locura, no puedo creerlo! —se escandalizó Dalamar antes de bajar, avergonzado, los ojos—. Discúlpame, shalafi —suplicó—. No era mi intención faltarte al respeto.
—Lo sé, y además estás en lo cierto. Sería una locura con mis poderes limitados —reconoció el mago con un resquicio de amargura en su voz—. Por eso me dispongo a emprender un viaje.
—¿Un viaje? —se sorprendió el discípulo, alzando la vista—. ¿Dónde?
—La pregunta adecuada no es ¿dónde?, sino ¿cuándo? —lo corrigió Raistlin—. ¿Me has oído hablar de Fistandantilus?
—En múltiples ocasiones, maestro —evocó Dalamar esbozando, casi, una reverencia—. Fue el máximo representante de nuestra Orden. Los libros encuadernados en azul que se alinean en estas paredes son obra suya.
—E insuficientes —lo atajó el hechicero, a la vez que señalaba la biblioteca entera con un desdeñoso ademán—. Los he leído todos una y otra vez en los últimos años, desde que la Reina de la Oscuridad en persona me revelara la clave de sus secretos. ¿Y qué he obtenido? ¡Incesantes frustraciones! —exclamó, y cerró el puño—. Reviso los encantamientos que contienen y encuentro lagunas que llenarían volúmenes enteros. Quizá sus páginas fueron destruidas durante el Cataclismo o más tarde, en las guerras de los Enanos, conocidas con el nombre de guerras de Dwarfgate, y que dieron al traste con el poderío de Fistandantilus. Esos tomos perdidos, el conocimiento de lo que engulleron las nieblas del pasado, me proporcionarán cuanto preciso para satisfacer mis anhelos.
—De modo que tu viaje te llevará… —Dalamar no terminó la frase, estaba demasiado perplejo.
—A un tiempo remoto y olvidado —siguió Raistlin por él—, a la época anterior al Cataclismo. Debo retroceder a los días en que Fistandantilus reinaba con todo su esplendor.
El elfo oscuro se sentía mareado, un confuso remolino daba vueltas en su cerebro. ¿Qué dirían sus superiores? Era evidente que tan diabólico plan no entraba en sus especulaciones.
—Tranquilízate, aprendiz —lo instó Raistlin con una voz acariciadora que parecía brotar de un rincón lejano—. Mi proyecto te ha perturbado, te recomiendo un poco de vino para recuperarte.
Se encaminó el mago a una mesa próxima y, asiendo una garrafa, vertió en una pequeña copa un líquido de color purpúreo y se lo ofreció a Dalamar. Este último lo aceptó agradecido, aunque sobresaltándose al ver el incontenible temblor de su propia mano. Raistlin escanció acto seguido el rojizo mosto en un recipiente similar y dijo:
—No bebo a menudo de este caldo embriagador, pero hoy haré una excepción porque quiero celebrar algo. Brindo por… ¿cómo lo has expresado? ¡Ah, sí! Por «una criatura dotada de virtudes sagradas», por Crysania.
Sorbió el vino despacio, mientras que Dalamar lo engulló de un solo trago y, abrasado el gaznate, comenzó a toser.
—Shalafi, si el Engendro Viviente nos ha informado bien, el caballero Soth envolvió en un hechizo mortífero a la sacerdotisa Crysania y ella, sin embargo, logró conservar la vida. ¿La has devuelto tú a la existencia?
—No —contestó Raistlin meneando la cabeza—, yo me limité a infundirle ciertos hálitos visibles para impedir que mi querido hermano la enterrase. No tengo una total certeza de lo que ocurrió, pero no es difícil imaginarlo. Al verse en presencia del Caballero de la Muerte, y sabedora de su destino, la Hija Venerable luchó contra los efluvios letales con la única arma que poseía: el Medallón de Paladine. Su dios la protegió transportando su alma a las regiones donde moran las divinidades, pero dejó su cuerpo en la tierra. Nadie, ni aun yo, puede fundir de nuevo en uno solo su espíritu y su carne; tal facultad está reservada exclusivamente a uno de los sumos sacerdotes de Paladine.
—¿Elistan, por ejemplo?
—No, se ha convertido en un anciano decrépito.
—En ese caso la has perdido para siempre.
—No —lo corrigió Raistlin haciendo alarde de paciencia—. No logras comprenderlo, aprendiz. Por un imperdonable descuido se me escapó el control, pero me he apresurado a recuperarlo y, lo que es más, mi enmienda me permitirá sacar mayor partido de mis acciones. En este momento la comitiva se aproxima a la Torre de la Alta Hechicería, donde se dirigía Crysania a fin de obtener la ayuda de los magos. Cuando llegue se le brindará tal auxilio, y también a mi hermano.
—¿Quieres que ellos le presten sus refuerzos? —inquirió Dalamar atónito—. ¡Esa mujer se propone aniquilarte!
Raistlin bebió sin prisa algunos sorbos más del recio líquido, antes de escrutar atento el rostro del elfo.
—Piensa, Dalamar —siseó—, reflexiona y acabará por hacerse la luz en tu mente. Pero ya te he retenido demasiado tiempo —añadió, a la vez que depositaba en la mesa la copa vacía.
El discípulo volvió los ojos hacia la ventana y comprobó que Lunitari, la luna encarnada, comenzaba a ocultarse tras las aserradas cumbres de las montañas. La noche se hallaba en pleno apogeo.
—Debes realizar tu viaje y regresar antes de mi partida, que tendrá lugar al amanecer —prosiguió el hechicero—. Sin duda habré de impartirte instrucciones de última hora además de los numerosos asuntos que he resuelto dejar bajo tus auspicios ya que, naturalmente, quedarás al cuidado de todo durante mi ausencia.