Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
El esclavo negro hizo ademán de marcharse pero Caramon lo retuvo, cerrando la mano sobre su brazo.
—Será mejor que me cuentes qué es lo que pasa, amigo. Es decir, si aún puedo llamarte así.
—Supuse que a estas alturas ya lo habrías adivinado —contestó el interpelado, con su penetrante mirada prendida del guerrero—. Usamos armas templadas. No te inquietes, las espadas se doblan al hacer presión —aclaró al ver que su oyente encogía los ojos—, pero si te alcanzan es posible que sangres de verdad. De ahí nuestro ahínco en perfeccionar tus acometidas, los cantos están ligeramente afilados.
—¿Insinúas que los gladiadores se infligen heridas, que quizá lastime a alguien? A alguien como Kiiri, Rolf o el bárbaro, todos ellos dignos de mi afecto —constató el hombretón más que preguntó—. ¿Y qué más? ¿Qué otra sorpresa me reservas? —lo hostigó, poseído por la furia.
—¿Dónde crees que me hice estas cicatrices? —lo increpó Pheragas, también disgustado—. No fue jugando con mis hermanos, te lo aseguro. Pero no es momento de explicaciones, algún día lo comprenderás. Confía en Kiiri y en mí, si sigues nuestras instrucciones no ocurrirá nada que hayas de lamentar. Por cierto, voy a darte un primer consejo: no pierdas de vista a los minotauros. Luchan por su propio placer, sin obedecer órdenes de señores ni amos. No guardan pleitesía a ningún superior, aunque se someten a las reglas pues, de lo contrario, el Príncipe de los Sacerdotes los embarcaría en el primer galeón rumbo a Mithas. En cualquier caso, son los preferidos de la audiencia. El público se enardece al contemplar su sangre y ellos, para que el espectáculo sea completo, no dudarán en derramar la tuya si te descuidas.
—¡Vete! —vociferó Caramon.
Pheragas lo estudió unos instantes, antes de darle la espalda y encaminarse hacia la puerta. Una vez más se detuvo, ahora por su propia iniciativa.
—Escucha, amigo —instó al luchador con severo ademán—, las cicatrices sufridas en la arena son símbolos, distintivos de nuestro honor. Del mismo modo que los caballeros se enorgullecen de las espuelas que ganan en la liza, nosotros las exhibimos jubilosos. Son la única dignidad a la que podemos aspirar en este grotesco espectáculo poseedor de su propio código, un código que nada tiene que ver, querido Caramon, con el de los nobles y mandatarios que se sientan en las gradas a fin de regodearse con la sangre que vertemos. Ellos se vanaglorian de su honor, nosotros hemos inventado el nuestro ya que, de carecer de tal acicate, no sobreviviríamos en este mundo de iniquidad.
Calló. Quiso decir algo más, pero se contuvo al advertir que el guerrero estaba cabizbajo, reticente a aceptar sus palabras y su mera presencia.
—Faltan cinco minutos —se limitó a anunciar y abandonó la alcoba, dando un violento portazo.
También Tas, aunque ansiaba proferir unas frases de consuelo, abandonó la idea después de escudriñar la faz de su amigo.
«Emprende una batalla con la sangre revuelta, y antes del crepúsculo la habrás derramado.» Caramon no recordaba quién fue el rudo oficial que le dio este consejo, pero lo juzgaba un buen axioma. La vida de uno dependía, a menudo, de la lealtad de los compañeros, era preferible zanjar las reyertas personales. Además, le disgustaban los rencores pues, por regla general, sólo servían para estragar su estómago.
Por consiguiente, no le resultó difícil estrechar la mano de Pheragas cuando el esclavo negro echó a andar delante de él hacia la arena. Le ofreció disculpas y éste las aceptó de buen grado, mientras Kiiri, que se había enterado de su trifulca, indicaba su aprobación mediante una sonrisa. La gladiadora dio también su visto bueno al atuendo de Caramon, estudiándolo con tan vivas muestras de complacencia en sus brillantes ojos verdes que el guerrero, turbado, se ruborizó.
Aguardaban los tres en los pasillos subterráneos el momento de entrar en el circo, acompañados por los otros gladiadores que habían de intervenir en los Juegos; Rolf, el bárbaro y el Minotauro Rojo. Oían sobre sus cabezas los ocasionales rugidos del público, si bien sus ecos llegaban amortiguados. El guerrero estiraba con frecuencia la cabeza para divisar la puerta de acceso, deseoso de comenzar y en un estado de nerviosismo que sobrepasaba al que solía atenazarle antes de una batalla.
También los otros sentían la tensión de la espera. Se hacía patente su zozobra en las risas exageradas de Kiiri, o en el sudor que chorreaba por la frente de Pheragas. Pero la suya era una inquietud positiva, preñada de excitación. Sin saber el motivo, de pronto Caramon comprendió que anhelaba batirse.
—Arack ha pronunciado nuestros nombres —anunció Kiiri.
El trío inició la marcha al unísono ya que Arack, viendo que trabajaban a gusto juntos, había decidido que formasen un equipo y, por otra parte, confiaba en que las cualidades de los dos más expertos paliarían los posibles errores de Caramon.
Lo primero que atrajo la atención del nuevo gladiador al pisar la arena fue la barabúnda, que azotó sus tímpanos en oleadas atronadoras. En el primer instante quedó paralizado, confuso. Aquella arena que le era tan familiar después de tantos meses de penosos ejercicios se le antojó, repentinamente, un lugar desconocido. Alzó la vista hacia las altas gradas que rodeaban la escena en un perfecto círculo y le abrumó la ingente masa de espectadores, todos ellos puestos en pie vociferando, pateando y vitoreando.
Los colores se emborrachaban al alcanzar su retina. Reinaba en el recinto una vibrante mescolanza de banderolas indicadoras del evento, estandartes de seda pertenecientes a las familias nobles de Istar y los más humildes reclamos de quienes vendían toda suerte de golosinas, desde hielo con sabor a fruta hasta té de distintos aromas, según la estación del año. Tal despliegue de movimiento, de luminosidad, consiguió marear al guerrero, incluso le produjo náuseas. La fría mano de Kiiri aferró su brazo y, al volverse, el hombretón recibió una sonrisa tranquilizadora. Fue como un bálsamo y a partir de entonces reconoció la arena, a Pheragas y a sus amigos.
Más sosegado, se concentró en la acción. «Será mejor que no te distraigas y pienses sólo en interpretar tu papel», se reprendió severo. Si se equivocaba en una de las acometidas tantas veces ensayadas, además de ponerse en ridículo podía lastimar a alguien. Recordó con cuanto ahínco insistió Kiiri en que calculase el grado de inclinación de su acero y en que arremetiese en el momento oportuno. Ahora sabía por qué.
Atento a sus compañeros, ignorando el ruido y la exaltada muchedumbre, ocupó su puesto en espera de la señal. Había algo que lo desorientaba, algo que no acababa de definir, mas tras una breve reflexión se percató de que el enano, además de disfrazarles a ellos, había decorado las distintas plataformas donde debían desarrollarse los combates. Estaban cubiertas de serrín al igual que en los ensayos, si bien modificaban su apariencia unos símbolos que representaban los cuatro confines del mundo.
En torno a estas plataformas, cada una engalanada con su distintivo, ardían carbones, chisporroteaba el fuego y el aceite se agitaba en las burbujas propias del hervor. Unos puentes de madera, tendidos sobre los Pozos de la Muerte, comunicaban las plataformas en un cuadrado regular. Al principio estas hondas cavidades alarmaron a Caramon, mas pronto aprendió que su única finalidad era otorgar un mayor efectismo a los Juegos. Los espectadores se entusiasmaban cuando un luchador era arrastrado hasta la pasarela, y prorrumpían en jubilosas aclamaciones siempre que, por ejemplo, el bárbaro asía a Rolf por los talones y, sin soltarlo, lo descolgaba sobre la bullente masa oleosa. Mientras presenciaba las sesiones de entrenamiento de sus colegas, el guerrero estallaba en carcajadas al descubrir la expresión de terror en el semblante de Rolf y los frenéticos esfuerzos que realizaba para liberarse, que siempre culminaban en una divertida escena en la que el bárbaro recibía un golpe en el cráneo, asestado por los poderosos brazos de su ágil contrincante.
El sol, aún próximo a su cénit, arrojó un rayo dorado sobre el centro de la arena. Se erguía allí el Obelisco de la Libertad, una alta estructura de metales preciosos que, exhibiendo exquisitas tallas, parecía fuera de lugar en aquel crudo entorno. En su cúspide se recortaba una figura, el contorno de una llave que podía abrir cualquiera de las argollas. Caramon había admirado a menudo el monumento durante sus prácticas, mas nunca vio este objeto emblemático, pues Arack lo guardaba celosamente en su escritorio. El mero hecho de contemplarlo hizo que la férrea anilla de su cuello comenzara a pesarle de manera inusitada. Sus ojos se llenaron de lágrimas al imaginar la libertad, la prerrogativa de levantarse por la mañana y recorrer el mundo a su antojo, algo tan sencillo y tan añorado ahora que lo había perdido.
El fornido humano oyó a Arack pronunciar su nombre y, acto seguido, el enano señaló al trío. Empuñando su arma Caramon se volvió hacia Kiiri, sin que se desdibujara de su mente la codiciada llave de oro. Al concluir el año, todos los esclavos que se habían destacado en los Juegos luchaban entre sí para obtener el derecho a escalar el Obelisco y apoderarse del salvador instrumento. Por supuesto se trataba de una falacia, el maestro de ceremonias siempre seleccionaba a aquellos que garantizaban la mayor audiencia. Caramon nunca se había planteado esta posibilidad, siendo su única obsesión Fistandantilus y su hermano. Ahora, sin embargo, resolvió que tenía un nuevo objetivo. Lanzó un salvaje alarido y enarboló su engañosa espada a modo de saludo.
No tardó el guerrero en relajarse, en divertirse incluso. Le gustaban los bramidos y aplausos de la concurrencia y, atrapado en su excitación, descubrió qué significaba actuar para un público. Tal como le asegurara Kiiri, tanto se dejó transportar que apenas le dolían las heridas resultantes de las primeras escaramuzas. Palpándose sus insignificantes arañazos, se burló de sí mismo por haberse preocupado. Pheragas obró bien al no mencionarle tales menudencias, lamentaba haber hecho una montaña de un grano de arena.
—Has causado verdadera sensación —le comentó Kiiri en uno de los intervalos de reposo y, una vez más, pasó revista al musculoso y desnudo torso de su compañero—. No se lo reprocho, saben apreciar la belleza. Me gustaría librar contigo un combate cuerpo a cuerpo.
Se rió la gladiadora al detectar su sonrojo, pero Caramon leyó en sus ojos que no bromeaba y, de repente, tuvo conciencia de su femineidad, algo que nunca le había ocurrido durante los ejercicios. Quizá se debía a su exigua vestimenta, diseñada para insinuarlo todo y, al mismo tiempo, ocultar lo más deseable. Al guerrero le hervía la sangre, a causa tanto de la pasión como del placer que siempre hallara en la batalla. El recuerdo de Tika se esbozó en su mente y se apresuró a apartar la mirada de Kiiri, sabedor de que su expresión lo había delatado.
Su táctica esquiva de poco le sirvió, ya que al girarse hacia las gradas sus pupilas se clavaron en las de sus numerosas admiradoras, bellas damas que recurrían a cualquier estratagema para cautivarlo.
—Debemos volver a la arena —le dijo Kiiri azuzándole en las costillas, y el hombretón se alegró de reemprender la lucha.
Caramon dirigió al bárbaro una mueca de complicidad cuando éste dio un paso al frente. Se disponían a realizar su gran número, una representación que ambos contendientes habían ensayado infinidad de veces. El bárbaro dedicó, también, un guiño al guerrero en el instante en que se colocaban en posición para su fingido enfrentamiento, desencajados sus rostros como si los animara un odio indescriptible. Gruñendo, aullando cual si fueran sendos lobos, los dos hombres encorvaron sus cuerpos y comenzaron a dar vueltas por la plataforma, sin dejar de espiarse durante un tiempo. Debían caldear el ambiente, crear tensión en la audiencia, de modo que Caramon tuvo que reprimir una cordial sonrisa y trocarla en un ademán de furia. Profesaba cierto afecto al bárbaro, a fin de cuentas era un habitante de las Llanuras y se asemejaba a Riverwind en muchos aspectos, en su estatura, su cabello negro, aunque no en su talante jovial, tan distinto del de su serio amigo de antaño.
Su supuesto adversario era uno de los esclavos que se albergaban en el circo, si bien la argolla de su cuello era vieja y exhibía las huellas de innumerables lizas. Era obvio que sería uno de los elegidos este año en la pugna por la llave dorada.
Caramon arremetió con la espada y su rival, tras evitarle de un salto, interpuso el pie en su carrera y le hizo la zancadilla. Cayó el guerrero, arrastrado por su propio impulso, entre bramidos de cólera. Los espectadores gimieron, las féminas suspiraron, pero todos prorrumpieron en una calurosa ovación al bárbaro, que era uno de los favoritos. Aún estaba el hombretón postrado de bruces cuando su enemigo lo atacó, ahora blandiendo una lanza. En el último momento, animado por sus incondicionales y aterradas admiradoras, Caramon se hizo a un lado, agarró a su agresor por los tobillos y lo arrojó sobre la plataforma.
El recinto entero pareció venirse abajo, el júbilo del público traspasaba todos los límites. Los dos luchadores forcejearon en el suelo y, transcurridos unos segundos, Kiiri irrumpió en la escena a fin de ayudar a su compañero. Entre ambos se enfrentaron al bárbaro, que rechazaba sus embestidas coreado por las voces de los espectadores hasta que Caramon, en un gesto de galantería que hizo las delicias de los presentes, indicó a la gladiadora que se mantuviera al margen. Quería ocuparse él mismo de su osado oponente.
En medio de un momentáneo silencio, Kiiri pellizcó al guerrero en las nalgas —algo que no figuraba en el número y que casi le hizo olvidar su próximo movimiento— y se alejó corriendo. El bárbaro se abalanzó sobre su adversario, quien se apresuró a extraer su falsa daga. Era éste el momento culminante de la actuación, así lo habían planeado. Introduciéndose bajo el brazo levantado del hombre de las Llanuras en una hábil maniobra, Caramón le hundió su arma en el estómago donde, bajo el emplumado pectoral, se ocultaba un saquillo lleno de sangre de pollo.
La estratagema surtió efecto. La sangre salpicó al vencedor, chorreando profusa por su brazo mientras éste miraba al bárbaro para intercambiar una sonrisa triunfante… Algo había salido mal.
Tal como estaba previsto, el moribundo abrió los ojos de par en par; pero aquellas pupilas desorbitadas reflejaban un dolor auténtico, agrandado por la sorpresa. Se tambaleó hacia adelante, también según las directrices del acto, si bien el estertor agónico que acompañó su gesto nunca fue ensayado. Al detener su caída Caramon comprobó, horrorizado, que la sangre que fluía de su herida estaba tibia.