El taller de escritura (38 page)

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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

BOOK: El taller de escritura
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—Y eso es lo que estamos haciendo esta noche —dijo Chuck.

—¿Por qué no eres el francotirador, Chuck? —preguntó Amy.

El aludido apartó la vista hacia el fuego.

—¿Por qué no encendemos el fuego?

—No hasta que hayas…

—Buena idea —dijo Amy. Observó a Chuck disponer unos cinco leños pequeños de forma que quedara espacio entre ellos para alimentar las llamas. Cuando pidió astillas para encender el fuego, Amy le señaló los libros.

—¡No! —gritaron Carla y Tiffany al mismo tiempo—. ¿Son esos tus libros? ¿Vas a quemar tus propios libros? —Por un momento, Carla pareció que iba a arrojarse a las llamas para evitar la quema de los volúmenes, pero después su expresión cambió radicalmente, como si estuviese a punto de decir «¡Genial!». O bien le había guiñado un ojo a Amy o le había dado una especie de tic. Carla parecía estar sobre una pista esta noche. Tiffany simplemente estaba horrorizada, habiendo salido de repente del estado de ánimo tan lúgubre con el que había llegado.

Amy les aseguró que aquellos no eran libros suyos y les explicó lo de las reseñas.

—No es tan trágico —le dijo a Tiffany—. Solo estoy haciendo limpieza. Como habréis notado, no lo hago muy a menudo.

—Pero quemar un libro es un pecado —dijo Pete.

—Pete, no es el incendio del Reichstag. Mira los títulos. Léelos y llora.

Cindy Stokes creyó haber leído algo del autor de la novela policiaca de
Nefertiti
, pero cuando se vio presionada admitió que no podía haber sido un buen libro porque si no seguramente lo recordaría.

—¡Pero son libros! —dijo Pete—. ¿Cómo puedes hacerles algo así? ¿No los quieres? —Parecía que Pete iba a echarse a llorar, si no ahora, más tarde cuando estuviera a solas. Pete Purvis era un tipo melancólico. Amy apostaría a que sus mejores amigas eran chicas, chicas listas, pero también apostaba a que nunca había tenido novia. Si no se independizaba y salía de casa, se convertiría en un chico de mediana edad y después en un chico grande. ¿O simplemente sería que ella lo estaba haciendo crecer?

—¿A ti te gustaría que alguien quemara tus libros? —le preguntó a Amy.

—Lo que pasa —dijo Chuck—, es que no pueden arrojarse al fuego sin más. Primero hay que quitar las cubiertas porque son muy tóxicas. No querréis que todo el mundo sufra náuseas… Además lo llenan todo de mugre. Y si intentas prenderlo así como está, no lo hará, porque no hay aire entre las páginas. Lo que se puede hacer —continuó, tomando
The Marchpane Cicatrix
del montón y dejándolo caer sobre la chimenea—, es arrancarle unas pocas…

—¡Para! —La voz de Marvy se unió al coro. También creyó oír a Harry B. ¿Acaso la mayoría mandaba allí? ¡Qué sentimentales se mostraban todos hacia la palabra impresa! Si Amy volvía a dar clases de nuevo, dedicaría una clase entera al viaje de una novela, desde su ideal platónico, hasta su manifestación real, primero en el subconsciente y después en el lóbulo frontal derecho, después en libretas y pantallas de ordenador, después en la copia manuscrita, las pruebas, y las ediciones en tapa dura y en bolsillo, hasta la venta en los estantes de las librerías, en las mesas y los cubos de basura y en última instancia, con excepción de un puñado de copias cuya accidental supervivencia podría dotarles de un valor espurio, en las fauces de las recicladoras de papel.

—Ciertamente —dijo el doctor Surtees—, a todos los que estamos aquí nos une el amor por la palabra impresa.

¡
Oh, pero qué imbécil
!, pensó Amy, que estaba a punto de bajarle los humos cuando Ricky Buzza le ahorró el trabajo.

—Hey, ¿todos vosotros recicláis los periódicos, verdad? Bueno, pues están llenos de palabras impresas, y algunas de ellas han sido escritas por mí. Y no veo que eso os afecte lo más mínimo.

—Los periódicos —dijo Edna—, fueron diseñados para ser efímeros, pero los libros no.

Amy recordó que en la primera clase se había unido a ellos sin darse cuenta, por su torpeza con los nombres, con los malentendidos y las malas pronunciaciones, el horrible sonido del ventilador y el silencio ensordecedor cuando lo habían apagado. Entonces ya se dio cuenta de que aquel iba a ser un buen grupo, y allí estaban ahora después de todo por lo que habían pasado. Estaban unidos, armados contra ella y su quema de libros filistea. Los echaría de menos. Pero por el momento era agradable olvidarse de por qué estaban reunidos allí.

Suspiró y le dijo a Chuck que volviera a poner el libro en el montón. Envió a Syl a la despensa a por periódicos. Todo el mundo pareció aliviado, pero Amy estaba de suerte. Aunque bien podría no haberlo estado.

—Cuando los reciclan —dijo—, los lavan con sosa caústica. Se llama destintar.

—Eso es terrible.

—¡Por el amor de Dios! —dijo Amy—. ¡No están echando cachorros en agua hirviendo!

En el momento justo, Syl regresó con un montón de ejemplares del
North County Times
y Alphonse, que había permanecido tan callado en la parte de atrás de la casa que se había olvidado de él. Todo el mundo exclamó al verlo mientras que él olisqueaba felizmente pies, bolsos y mochilas. Para él la gente significaba comida. Así que adoraba a la gente. Amy lo agarró del collar para tratar de apartarlo, y todos protestaron a la vez como si fueran un coro. A todos les gustaban los perros, probablemente más que lo que en ese momento les gustaba ella. Pero si a alguno de ellos realmente no le gustaba ella… ¡No podría estar vigilándolo todo el tiempo! El francotirador podría echarle veneno en un trozo de queso, en una hamburguesa o en un brownie (se lo imaginaba todo), y no podía fiarse de los demás para que lo vigilaran en todo momento.

—Lavan, lo que solían ser libros, con sosa cáustica y cenizas —continuó Amy tomando asiento—. Después la tinta se levanta y se queda flotando en la superficie como si fuera seda negra que tiran por el desagüe. Lo que reciclan es el papel, no la tinta. Eso es lo que les pasa —dijo mirando directamente al doctor Surtees—, a todas nuestras maravillosas palabras.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Harry B.

Lo sabía porque, cuando su último libro estaba en liquidación de restos de edición, su editor le ofreció quinientos ejemplares a un dólar la copia. Era eso o la máquina recicladora.

—Les dije que los reciclaran siempre y cuando pudiera ver el proceso. —Edna dijo que eso debía de haber sido angustiante—. Los reciclan en una fábrica en Newark. Fue muy instructivo —dijo Amy—, pero olía fatal.

Durante un momento, todos escucharon el crepitar del fuego que Chuck y Syl habían hecho y el ruido impaciente de las uñas de Alphonse contra la puerta. En medio de este silencio, Carla se puso en pie y se adelantó hacia el fuego con una copia del manuscrito del francotirador en la mano. ¿Qué demonios estaba haciendo?

—Así que lo que estás diciendo —dijo Chuck—, es que incluso aunque el infierno se helara y nosotros consiguiéramos publicar, al final nada tiene sentido porque…

Carla sonrió a Amy como si estuviera compartiendo con ella una broma privada, y lanzó el manuscrito al fuego donde, instantáneamente, empezó a convertirse en cenizas. Entonces, sobreactuando, se dio media vuelta para dirigirse al grupo.

—Dolerá como si estuvieras en el infierno —dijo—, y la quema durará para siempre. —Miró detenidamente a la audiencia, recorriendo deliberadamente las caras una a una. Todo el mundo la miraba con idéntica expresión de alarma y asombro. Carla pareció estar conteniendo el aliento durante un minuto, pero después se desinfló un poquito.

—¡Oh, bueno! —dijo—. Merecía la pena intentarlo.

Mientras volvía a su asiento, Chuck se preguntó, hablando por todo el grupo, qué era exactamente lo que merecería la pena intentar.

—Supongo que no te molestará que lo cuente —dijo Carla mirando directamente a Amy para obtener su permiso. Amy mantenía la misma expresión de perplejidad, puesto que trataba de imaginar qué se proponía Carla—. Todos sabéis que el francotirador escribió una parodia muy cruel del poema que leí en la segunda clase. Pero solo Amy, yo y otra persona que se encuentra aquí, conocemos su contenido. —Extrajo una hoja de papel arrugada de su mochila y se aclaró la garganta. Leyó:

La madera debe estar seca

o se terminan las apuestas

La madera mojada está verde y húmeda

la corteza se adhiere a ella como un parásito

(incondicional, lameculos, aduladora, pelota)

Fila del fondo

muchacho

un montón de vapor

un montón de nada

al final

simplemente no permanecerá encendida

Dolerá como si estuvieras en el infierno

Y la quema durará para siempre

—Y después, al final de la página, añadió: «Aunque puedes intentar utilizar astillas para encender el fuego… ¡El papel pautado puede funcionar!». Cuando habéis empezado con lo de quemar libros no caí en lo que estabais haciendo —dijo a Amy poniendo los ojos en blanco ante su falta de agudeza—, pero entonces me di cuenta, y vi que era una idea genial.

Chuck no estaba de acuerdo.

—¿Sinceramente crees que el francotirador se arrojaría al fuego por un manojo de fotocopias?

—Bueno, como Carla bien ha dicho, merecía la pena intentarlo. Estaba intentando descubrir en vosotros algún gesto que os delatara. —Aquello era bastante irónico puesto que, cualquiera que jugara a las cartas, sabía que Amy no estaba haciendo nada por el estilo. Se había olvidado completamente del poema hasta aquel momento. Solo lo había leído un par de veces. Después había archivado en su memoria lo malicioso de su tono sin retener su contenido. La idea de las pastillas de encendido había sido suya. Una coincidencia, o al menos eso pensaba.

—¿Y? —Chuck parecía estar verdaderamente enfadado.

—Y, para volver a lo que estábamos diciendo, una de las diferencias sustanciales entre realidad y ficción es que, en la vida real, el telón solo se baja una vez. Casi nunca cuando debería. Obviamente, es genial conseguir publicar. Sobre todo la primera vez: recibir esa carta de aprobación, y, si me perdonáis la expresión, de validación formal. Ver que el libro toma forma y color, y que puedes tenerlo entre tus manos…

»Pero en la vida real no hay saltos espaciales. La vida continúa. El libro vende o no vende, obtiene crítica o no, perdura un año o veinte. Mejoras como escritor o no, continúas escribiendo o no. Tendréis mucha suerte si vivís lo suficiente para seguir publicando, pero no tanto como para saber si lo que habéis escrito es bueno o no. De todo lo que podéis estar seguros es que es un artefacto como un reloj de arena o la punta de una flecha, y como tal, con las mismas probabilidades que cualquier otro artefacto de ser descubierto y valorado. O por el contrario, totalmente malinterpretado. Robert Nathan escribió aquel fantástico libro…

—Entendemos —dijo Carla—, que estás hablándonos a todos nosotros aunque en realidad estás dirigiéndote al francotirador.

En realidad no, pero a juzgar por los rostros sombríos que tenía frente a ella, aquel era un buen momento para cambiar de tercio.

—¿Quién quiere empezar? —preguntó. De debajo de la pila de libros sacó los textos del francotirador perfectamente sujetos por un clip como si fuera el texto de cualquier otro estudiante. Observó sus rostros mientras los sacaba, pues los había colocado entre los papeles para encender el fuego deliberadamente, como si fuera una especie de insulto. Pero ese insulto no había tenido ningún efecto en comparación con el dramático gesto de Carla, y, naturalmente, ahora todos estaban ocupadísimos sacando sus propias copias. Así que no había ningún gesto que delatara a nadie.

—Tenemos que hablar sobre el tema del macho dominante —dijo Chuck—. Es interesante.

—No lo pillo —dijo Syl.

—El francotirador se siente amenazado por Amy —dijo Edna—, a quien ve como el macho dominante, cosa que, para mí, implica que el francotirador busca un reto para conseguir el dominio.

—¡Es tan típico! —dijo Tiffany poniéndose en pie, dejando atrás, al menos por un momento, su miedo—. Si supone una amenaza, entonces debe de ser esencialmente masculina.

—Esto es suponer que el francotirador es un hombre —dijo Harry B.—, que es precisamente, si no recuerdo mal, lo que no quieres que hagamos.

—Gracias por recordármelo. —Tiffany se inclinó hacia delante como si fuera a levantarse, pero después volvió a dejarse caer en su asiento—. Necesito decir algo. No he dormido desde que murió Dot. Sigo oyendo mi horrible voz en mi cabeza, burlándome de ella. Estaba tan furiosa con ella… Pero eso no es excusa. Me sacaba de quicio, aunque sé que era una mujer muy dulce. Soy una arpía sin remedio.

Amy se prometió a sí misma que si ella y Tiffany seguían en contacto, algún día le contaría sobre su última conversación con Dot, para que pudiera ver que para nada era una mujer dulce. Por lo menos, no en el momento de su muerte. No obstante, en aquel instante, no vio necesidad de tranquilizar a Tiffany puesto que sabía, perfectamente, lo cansada que estaría y lo desagradable que eso era. La chica se sentía mal, pero sentía una pizca de placer en la exploración de su propia culpa. Ahora estaba actuando, y donde hay dramatización, hay mierda. Como diría Dot, Tiffany no sabía una mierda.

—En cualquier caso —dijo Chuck—, en el primer encuentro del francotirador con el grupo, él ya ve a Amy como el gorila, el macho dominante. ¿Qué significa eso?

—Babuino —dijo Harry B.

—«El terrible dios Babuino» —citó Ricky.

—De hecho —dijo Pete Purvis—, es bastante bueno.

—Debo estar de acuerdo —dijo Amy—, dado que la frase al parecer ha hecho mella en todos vosotros. Ahora, voy a lanzar una pregunta que, en condiciones normales, jamás haría. Esta persona, ¿es un buen escritor?

—Me pregunto —dijo Marvy—, por qué no habrías de hacer nunca esa pregunta. —Marvy la miraba con cautela, y su mujer asintió como para apoyarlo.

—Porque en todos los años que llevo dando clase, jamás he tenido un alumno que me haya preguntado, en público o en privado, si era buen escritor. Siempre me han preguntado sobre sus probabilidades en cuanto a conseguir ser publicados, pero nunca sobre si valía la pena serlo. Nadie quiere escuchar la respuesta a esa pregunta. Ciertamente, yo tampoco.

—Es como decir: ¿me hacen gorda estos pantalones? —dijo Carla.

Nadie dijo nada. Probablemente porque Carla llevaba unos pantalones elásticos ajustados de color rojo. Además, la gente hacía ese tipo de preguntas todo el tiempo.

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