Diez días más tarde, los padres se llevaron a Seriozha del campamento. La impresión había resultado tan fuerte que nada más oír la palabra campamento, el niño empezaba a temblar con todo el cuerpo.
Cuando llegó el momento de hacer el servicio militar, Serguey estaba ya muy robustecido tanto física como moralmente. Ya no vomitaba al ver y oler la letrina cuartelera y conseguía tragar la comida de la cantina, con lo que se ahorró mofas y humillaciones. Pero daba lo mismo. Había sentido y padecido cada uno de los minutos de aquellos interminables dos años de la mili. Además, quiso la mala suerte que en la unidad donde había sido destinado, los «abuelos» tuvieran un poder absoluto, que le causó no poco sufrimiento adicional.
Tras soportar el infierno castrense, Serguey se dijo con rotundidad: «Cualquier cosa antes que la cárcel.» El terror a la prisión le acompañó a lo largo de su vida adulta, y con el tiempo no sólo no se debilitó sino que, todo lo contrario, cobró renovada intensidad. La flamante libertad de prensa había traído consigo una oleada de publicaciones, tanto de ficción como reportajes, que contaban cómo era la vida en una penitenciaría.
Impulsado por una curiosidad enfermiza amasada con el miedo y la aversión, Grádov leía las espeluznantes revelaciones sobre los usos y costumbres de los centros dedicados a la rehabilitación laboral de la población reclusa y se estremecía al descubrir que todo resultaba aún peor de lo que hubieran podido pintarle sus peores pesadillas. Luego, el tío Kolia, trullero con veteranía, se lo confirmó: todo era tal y como se contaba pero, en realidad, mucho más monstruoso aún, porque había cosas de las que no se escribía, pues mencionarlas daba algo así como vergüenza. Por ejemplo, que en la celda de preventivos se encerraba a treinta o cuarenta detenidos a la vez, que tenían que dormir en tres turnos y utilizar la letrina delante de todo el mundo.
No había nada más en este mundo que le inspirara a Grádov tanto pavor como la cárcel. Cuando su sombra se dibujó en el horizonte por primera vez, mató a Vitali Luchnikov sin pensarlo dos veces. Con sus propias manos metió en prisión a la desdichada Támara Yeriómina. Al lado del miedo que le socarraba las entrañas, estos actos le parecieron nimiedades minúsculas e insignificantes. La sombra de la condena se presentó por segunda vez cuando el degenerado de Arkady empezó a darle la vara con sus delirios sobre la necesidad de arrepentirse y confesarlo todo. También a éste tuvo que apartarle de su camino, para que no molestara.
Luego, la amenaza se encarnó en la hija de Támara, Vica. Grádov la eliminó también a ella, rompiendo así, una vez más, el hilo que se había tendido entre él y la odiosa prisión.
Ese día, el 31 de diciembre, la víspera de un nuevo año, 1994, Serguey Alexándrovich comprendió de repente que volvía a buscar a quién más podía asesinar para escapar de la trena una vez más. Pero resultaba que ya no había nadie a quien matar, excepto a sí mismo.
La lista de las cualidades negativas de Grádov sería larga, ya que era un hombre profundamente inmoral. Pero sus detractores más rigurosos no podían menos de reconocer que aquella lista no incluía la indecisión.
Dos horas más tarde, sentado en un sillón de su acogedor y bien caldeado chalet, Serguey Alexándrovich Grádov, quien había matado con sus propias manos a Vitali Luchnikov y a Arkady Nikiforchuk y había organizado los asesinatos de Vica Yeriómina y Valentín Kosar, dirigió una última mirada al cañón de la pistola que sostenía en la mano y cerró los ojos despacio. Lo había llevado dentro de sí durante veintitrés años. Nunca le había atormentado el arrepentimiento, nunca le había remordido la conciencia, lo único que le preocupaba a veces era el temor a que un día el horrendo secreto de lo ocurrido en el piso de Támara Yeriómina saliese a la luz. La mitad del secreto había muerto, junto con Arkady, hacía dos años. La otra mitad iba a morir ahora.
Unos segundos más tarde oprimió el gatillo con suavidad.
Hacia el mediodía del 31 de diciembre, Nastia tuvo que hacer grandes esfuerzos por no perder la calma. El intermediario no había vuelto a llamar ni una sola vez, no tenía noticias de Gordéyev y se sentía desorientada, sin la mínima noción sobre lo que estaba ocurriendo.
Estaba tumbada sobre el sofá, de cara a la pared, tratando de dominar la tiritona producida por los nervios, y repasaba sus conjeturas. ¿Qué pudo haber sucedido? ¿Se habían enterado de la detención de Diakov? Entonces, cabía esperar que, de un momento a otro, llamasen a la puerta, y en el apartamento irrumpiese Lártsev, enloquecido, pistola en ristre. ¿Qué otra cosa podía haber pasado?
Para colmo de males, el teléfono no paraba de sonar: amigos y conocidos le deseaban feliz año nuevo. Cada nuevo timbre de teléfono la hacía estremecer como si hubiera recibido una descarga eléctrica, el corazón no le cabía en el pecho, el sudor le humedecía las palmas de las manos. Pero «ellos» seguían sin llamar…
Hacia las ocho de la noche, al fin el Buñuelo dio señales de vida. Su voz sonó triste.
—¿Cómo estás, Stásenka?
—Voy tirando —contestó tan tranquilamente como pudo—. ¿Y ustedes?
—Mal. Zhenia Morózov está muerto. Tu estudiante, Oleg Mescherínov, también. Volodya Lártsev está herido de gravedad, me temo que no salga de ésta.
—Dios mío…
El suelo se movió bajo sus pies y Nastia tuvo que apoyarse en el armario para no caer.
—Qué horror. ¿Qué ha ocurrido, Víctor Alexéyevich?
—Es largo de contar. Oye, pequeña, coge a tu genio pelirrojo y ven aquí. Mi Nadezhda Andréyevna se ha pasado el día entero guisando y horneando, hay comida para un regimiento, sea como sea, hoy es fiesta.
—Víctor Alexéyevich, no puedo, palabra de honor.
—Sí que puedes, Stásenka. Ya nadie te vigila.
—¿Cómo?… No me diga que… —balbuceó atónita.
—Te digo. Fistín está detenido; la hija de Lártsev, en libertad; y el diputado de la Duma Nacional Serguey Alexándrovich Grádov ha decidido su suerte él sólito, sin esperar nuestra ayuda.
—¿Es decir?
—Se ha pegado un tiro.
—Entonces, ¿ya está? ¿Todo ha terminado?
—Todo ha terminado. No de la forma que nos hubiese gustado pero ha terminado. ¿Por qué callas?
—Estoy llorando —apenas pudo articular Nastia, hecha un mar de lágrimas.
La tensión inhumana la había soltado de sus garras, y sobrevino la reacción.
—De acuerdo, llora un poco. Pero luego vestíos y venid hacia aquí. Entonces discutiremos todo eso.
La celebración de la Nochevieja que tuvo lugar en casa del coronel Gordéyev fue triste. Víctor Alexéyevich, su mujer, Nastia y Liosa se tomaron una copa de champán y hurgaron sin interés con los tenedores en los platos llenos de suculentos guisos. Nadie intentó aparentar siquiera que las cosas estaban como debían estar. Nadezhda Andréyevna, con sus treinta años de experiencia como mujer de un detective, no necesitaba explicaciones para entender lo que pasaba y a la primera oportunidad se levantó de la mesa.
—Desahóguense, hablen; entretanto, Liosa y yo vamos a ver una película. Me han prestado unos vídeos de no sé qué ganadores de
Oscars
.
Nastia levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Liosa. El hombre tenía el gesto crispado.
—Que Lioska se quede —le pidió a Gordéyev—. Tiene derecho a saber.
Nadie se atrevía a empezar la conversación. Tanto Nastia como Víctor Alexéyevich sentían pena y amargura.
—Diakov y Fistín han prestado declaración —dijo al fin Gordéyev—. Diakov es un chaval, todo lo que tiene son los músculos. En lo que se refiere al episodio del piso de Kartashov, sigue en sus trece, sostiene que un desconocido le dio las llaves, prometiendo pagarle si le traía la nota que tenía que encontrar en el piso de Kartashov. En cuanto a todo lo demás, se atiene al esquema habitual: «No sé, no me acuerdo, no he visto.» Como siga así, no tenemos nada de qué inculparle, si por lo menos dijese lo mismo que había contado a Kartashov, que había ido para robar el piso, se le podría acusar de intento de robo con allanamiento de la morada. En cambio, el allanamiento de la morada con el fin del robo de una nota, ¿qué queréis que hagamos con esto? Viacheslav Kuzin, en cuyo piso han encontrado a Nadia, es propietario, como resulta, de un coche cuya pintura es idéntica a la del vehículo que atropello a Kosar, así que podríamos empezar a tirar de este hilo, a ver si desmadejamos todo el ovillo. Fistín, esto ya son palabras mayores. Se ha puesto a regatear, ha prometido entregarnos a un tal Arsén omnipotente, que había organizado todos los asesinatos y el secuestro de la niña. Esto nos lo dice ahora, para proteger a su amigo Grádov. Cuando le comunique que Serguey Alexándrovich se ha quitado de en medio, veremos con qué sale entonces. Desde luego, no hemos encontrado a ningún Arsén.
—Pero existe —medio preguntó, medio afirmó Nastia.
—Y que lo digas —suspiró Gordéyev—, pero vete tú a saber dónde buscarle. Se ha desvanecido como un fantasma al amanecer. El número que Fistín utilizaba para llamarle no existe. Nuestra única esperanza es Lártsev. Si vive, tal vez nos cuente algunas cosas. Por ejemplo, ¿para qué fue a casa del estudiante? ¿Por qué se liaron a tiros?
—El estudiante era un infiltrado de Arsén —dijo Nastia con rotundidad—. Ahora estoy absolutamente segura. Fue él quien hizo un molde de mis llaves, cuando regresé de Italia y mencioné a Brizac por primera vez. También fue a ver a la viuda de Kosar, se llevó la libreta de su marido y no me la entregó porque en la libreta estaban anotados los teléfonos de Bondarenko. Me mintió, dijo que la había perdido.
—¿Y qué, pues? ¿Qué buscaba Lártsev en su casa?
—Tal vez, Lártsev se había enterado de que Oleg trabajaba para ese escurridizo Arsén y pensó que tenía que ver con el secuestro de Nadia —aventuró Nastia.
—Tal vez pensó eso —convino Gordéyev—. Pero en este caso, ¿por qué no le habló, por qué no intentó averiguar dónde tenían a la niña sino que le disparó sin más? La madre de Oleg dice que lo hizo sin mediar palabra. Hay otra variante: Lártsev pudo haberse enterado de que fue Oleg quien mató a Morózov, y fue allí para ejecutarle por traidor. Así las cosas, sería de esperar que prescindiese de conversaciones. Lo que más me fastidia de todo esto es que nuestros chicos llegaron allí sólo medio minuto más tarde, ya estaban en la escalera cuando oyeron los disparos.
—No me lo creo —dijo Nastia negando con la cabeza—. ¿Fue a verle para matarle delante de su madre? Me lo creería de cualquiera menos de Volodka.
—Tampoco yo me lo creo. Antes de ir a casa de Oleg, Lártsev estuvo en la Sociedad de Cazadores y Pescadores. Probablemente, le urgía obtener la dirección de Mescherínov y, tal vez, Oleg le había contado que su madre era cazadora y que vivía en la avenida Lenin. Conseguir la dirección de este modo le resultaba más sencillo y rápido que regresar a Petrovka y esperar a que llegase el estudiante, o informarse en la Oficina de Empadronamiento. ¿Hay otras hipótesis?
—De momento no. Pero seguiré pensando. Tengo el mal presentimiento de que nunca llegaremos a saber toda la verdad sobre este caso. Y Zhenia, ¿qué pasó con él?
—Lo que pasó con Zhenia, Stásenka, es que se había metido en una historia muy fea. Encontramos en su bolsa unos apuntes sobre el caso de Yeriómina. Resulta que se dedicaba a investigarlo por cuenta propia y te ocultaba la información, supongo que quería encontrar a los asesinos solo, sin ayuda del vecino. Así tú te quedarías cubierta de porquería y todos los honores serían para él. En esos apuntes hay tela suficiente para vincular a Fistín y su comando al asesinato de Vica, de modo que al menos esto debemos agradecérselo. Pero al parecer, ayer ocurrió algo que lo convirtió en un peligro para el intermediario. ¿Qué fue exactamente?, ya nunca lo sabremos. No le contó nada a Pasha Zherejov, prefirió esperar a que yo volviera. Y lo que le trajo la espera. Aunque no se habla mal de los difuntos, ha sido un estúpido. No se pueden despreciar las reglas del juego cuando se juega en equipo. Siempre acaba mal. Fíjate en un detalle: le mataron sin intentar siquiera esclarecer si había contado a alguien su último descubrimiento. ¿Te das cuenta de lo que significa?
—Fue una medida disciplinaria que iba dirigida, entre otros, también a mí —respondió Nastia—. Me demostraban que no hablaban por hablar: nos has prometido que nadie más iba a investigar el asesinato de Yeriómina y has incumplido la promesa. Que te sirva de escarmiento. Cielo santo, ¡qué monstruos tenían que ser para matar a un hombre con el único fin de probar algo a alguien! ¿Fue Oleg quien asesinó a Morózov?
—Lo más probable. En cualquier caso, el estudiante llevaba encima una pistola con silenciador pero los análisis balísticos no estarán listos hasta después de las fiestas. Ay, Señor, Señor —Víctor Alexéyevich movió la cabeza y apoyó la frente en el puño con gesto de cansancio—, ¿será que no valgo en absoluto para este trabajo? No he reconocido al enemigo en ese chaval de la academia. He perdido a Volodka. Yo mismo, con mis propias manos, le metí justamente en la boca de la bestia y no supe cubrirle como Dios manda. Confié en su profesionalidad y en los agentes de seguimiento. Si no se les hubiera escapado, quizá todo habría salido de un modo distinto. No me lo perdonaré mientras viva. No es la primera vez que pierdo gente pero hasta ahora nunca había dado un patinazo tan gordo.
—No se angustie, Víctor Alexéyevich, la culpa no es sólo suya —quiso consolarle Nastia—. Si tuviera suficiente plantilla, habría podido enviar gente a buscar a Lártsev en todas direcciones a la vez, cuando aquellos dos le perdieron, y se habría evitado la tragedia. Pero así…
—¿Sabes qué se me acaba de ocurrir? —se animó de pronto Gordéyev—. ¿Por qué Oleg, que tanto se esforzaba por impedirnos sacar algo en claro, un buen día coge y me suelta toda la verdad sobre Nikiforchuk?
—¿Por qué?
—Porque tú y yo, aunque estábamos jugando con los ojos vendados, habíamos logrado meterles un gol. Habíamos enemistado a Grádov con el intermediario, y éste dejó de ayudarle. ¿Crees que ha sido una casualidad que durante dos meses no avanzáramos ni un milímetro y luego, de golpe, en un solo día los cogimos a todos? El intermediario se había desentendido del asunto, y he aquí el resultado. Hemos enfrentado al intermediario con Fistín y gracias a esto salvamos a la niña, aunque lo hicimos con las manos del tío Kolia.
—Entonces, resulta, Víctor Alexéyevich, que somos unos manipuladores, unos titiriteros, lo mismo que ese intermediario. ¿En qué somos mejores que él?