El sueño del celta (13 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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Los monjes lo dejaron desfogarse, sin abrir la boca. ¿Era que, en contra de lo que dijo el abad, no querían romper la regla de silencio? No: estaban tan confusos y lastimados por el Congo como él.

—Los caminos de Dios son inescrutables para pobres pecadores como nosotros, señor cónsul —suspiró Dom Jesualdo—. Lo importante es no caer en la desesperación. No perder la fe. Que haya aquí hombres como usted, a nosotros nos alienta, nos devuelve la esperanza. Le deseamos éxito en su misión. Rezaremos para que Dios le permita hacer algo por esta humanidad desdichada.

Los siete fugitivos subieron al
Henry Reed
al amanecer del día siguiente, en un codo del río, cuando el vaporcito se hallaba ya algo distante de Coquilhatville. Los tres días que permanecieron con él, Roger estuvo tenso y angustiado. Había dado a la tripulación una vaga explicación para justificar la presencia de los siete nativos mutilados y le pareció que los hombres desconfiaban y miraban con sospechas al grupo, con el que no tenían comunicación. A la altura de Irebu, el
Henry Reed
se acercó a la orilla francesa del río Congo y esa noche, mientras la tripulación dormía, siete siluetas silentes se escurrieron y desaparecieron en la maleza de la orilla. Nadie preguntó luego al cónsul qué había sido de ellos.

A estas alturas del viaje Roger Casement comenzó a sentirse mal. No sólo moral y psicológicamente. También su cuerpo acusaba los efectos de la falta de sueño, de las picaduras de los insectos, del esfuerzo físico desmedido, y, acaso, sobre todo, de su estado de ánimo en el que la rabia sucedía a la desmoralización, la voluntad de cumplir con su trabajo a la premonición de que tampoco su in forme serviría para nada, porque, allá en Londres, los burócratas del Foreign Office y los políticos al servicio de Su Majestad decidirían que era imprudente enemistarse con un aliado como Leopoldo II, que publicar un
report
con acusaciones tan serias tendría consecuencias perjudiciales para Gran Bretaña pues equivaldría a echar a Bélgica en brazos de Alemania. ¿No eran los intereses del Imperio más importantes que las quejas plañideras de unos salvajes semidesnudos que adoraban felinos y serpientes y eran antropófagos?

Haciendo esfuerzos sobrehumanos para vencer las rachas de abatimiento, los dolores de cabeza, las náuseas, la descomposición de cuerpo —sentía que adelgazaba porque había tenido que abrir nuevos agujeros a su cinturón—, continuó visitando aldeas, puestos, estaciones, interrogando a aldeanos, funcionarios, empleados, centinelas, recolectores de caucho, y sobreponiéndose como podía al cotidiano espectáculo de los cuerpos martirizados por los latigazos, las manos cortadas, y las historias pesadillescas de asesinatos, encarcelamientos, chantajes y desapariciones. Llegó a pensar que ese sufrimiento generalizado de los congoleses impregnaba el aire, el río y la vegetación que lo rodeaba con un olor particular, una pestilencia que no era sólo física, sino también espiritual, metafísica.

«Creo que estoy perdiendo el juicio, querida Gee», le escribió a su prima Gertrude desde la estación de Bongandanga, el día que decidió dar media vuelta y emprender el regreso a Leopoldville. «Hoy he iniciado el regreso a Boma. Según mis planes, debería haber continuado en el Alto Congo un par de semanas más. Pero, la verdad, ya tengo material de sobra para mostrar en mi informe las cosas que aquí ocurren. Temo que, de continuar escudriñando los extremos a que puede llegar la maldad y la ignominia de los seres humanos, no seré siquiera capaz de escribir mi
report
. Estoy en las orillas de la locura. Un ser humano normal no puede sumergirse por tantos meses en este infierno sin perder la sanidad, sin sucumbir a algún trastorno mental. Algunas noches, en mi desvelo, siento que me está ocurriendo. Algo se está desintegrando en mi mente. Vivo con una angustia constante. Si sigo codeándome con lo que ocurre aquí terminaré yo también impar tiendo chicotazos, cortando manos y asesinando congoleses entre el almuerzo y la cena sin que ello me produzca el menor malestar de conciencia ni me quite el apetito. Por que eso es lo que les ocurre a los europeos en este conde nado país».

Sin embargo, aquella larguísima carta no versaba principalmente sobre el Congo, sino Irlanda. «Así es, Gee querida, te parecerá otro síntoma de locura pero este viaje a las profundidades del Congo me ha servido para descubrir a mi propio país. Para entender su situación, su des tino, su realidad. En estas selvas no sólo he encontrado la verdadera cara de Leopoldo II. También he encontrado mi verdadero yo: el incorregible irlandés. Cuando volvamos a vernos te llevarás una sorpresa, Gee. Te costará trabajo reconocer a tu primo Roger. Tengo la impresión de haber mudado de piel, como ciertos ofidios, de mentalidad y acaso hasta del alma».

Era cierto. En todos los días que le tomó al Henry iteec bajar por el río Congo hasta Leopoldville-Kinshasa, donde atracó finalmente al atardecer del 15 de septiembre de 1903, el cónsul apenas cambió palabra con la tripulación. Permanecía encerrado en su estrecha cabina, o, si el tiempo lo permitía, tumbado en la hamaca de la popa, con el fiel
John
acuclillado a sus pies, quieto y atento, como si la pesadumbre en que veía sumido a su amo se le hubiera contagiado.

Sólo pensar en el país de su infancia y juventud, por el que a lo largo de este viaje le había venido de pronto una nostalgia profunda, apartaba de su cabeza esas imágenes del horror congolés empeñadas en destruirlo moral mente y en perturbar su equilibrio psíquico. Recordaba sus primeros años en Dublín, mimado y protegido por su madre, sus años de colegio en Ballymena y sus visitas al castillo con fantasma de Galgorm, sus paseos con su her mana Nina por la campiña del norte de Antrim (¡tan mansa comparada a la Áfricana!) y la felicidad que le deparaban aquellas excursiones a los picachos que escoltaban Glenshesk, su preferido entre los nueve
glens
del condado, esas cumbres barridas por los vientos desde las que a veces percibía el vuelo de las águilas con sus grandes alas desplegadas y la cresta enhiesta, desafiando al cielo.

¿No era también Irlanda una colonia, como el Congo? Aunque él se hubiera empeñado tantos años en no aceptar esa verdad que su padre y tantos irlandeses del Ulster, como él, rechazaban con ciega indignación. ¿Por qué lo que estaba mal para el Congo estaría bien para Irlanda? ¿No habían invadido los ingleses a Eire? ¿No la habían incorporado al Imperio mediante la fuerza, sin consultar a los invadidos y ocupados, tal como los belgas a los congoleses? Con el tiempo, aquella violencia se había mitigado, pero Irlanda seguía siendo una colonia, cuya soberanía desapareció por obra de un vecino más fuerte. Era una realidad que muchos irlandeses se negaban a ver. ¿Qué diría su padre si lo oyera decir semejantes cosas? ¿Sacaría su pequeño «chicote»? ¿Y su madre? ¿Se escandalizaría Anne Jephson si supiera que en las soledades del Congo su hijo estaba volviéndose, si no de obra, por lo menos de pensamiento, un nacionalista? En aquellas tardes solitarias, rodeado por las aguas marrones y cargadas de hojas, ramas y troncos del río Congo, Roger Casement tomó una decisión: apenas volviera a Europa se procuraría una buena colección de libros dedicados a la historia y la cultura de Eire, que conocía tan mal.

Estuvo apenas tres días en Leopoldville, sin buscar a nadie. En el estado en que se encontraba, no tenía ánimo para visitar autoridades y conocidos y tener que hablarles —mintiéndoles, por supuesto— de su viaje por el Medio y Alto Congo y de lo que había visto en estos meses. Telegrafió en clave al Foreign Office que tenía suficiente material confirmando las denuncias sobre el maltrato de los indígenas. Pidió autorización para trasladarse a la vecina posesión portuguesa para escribir su informe con más tranquilidad que sometido a las presiones del servicio consular en Boma. Y escribió una larga denuncia, que era también una protesta formal, a la Procuraduría del Tribunal Supremo de Leopoldville-Kinshasa sobre los sucesos de Walla, pidiendo una investigación y sanciones para los responsables. Llevó personalmente su escrito a la Procuraduría. Un circunspecto funcionario le prometió en terar de todo ello al procurador,
maître
Leverville, apenas regresara de una cacería de elefantes con el jefe de la Oficina de Registros Comerciales de la ciudad, monsieur Clothard.

Roger Casement tomó el ferrocarril a Matadi, don de pernoctó sólo una noche. De allí bajó hasta Boma en un vaporcito de carga. En la oficina consular encontró un alto de correspondencia y un telegrama de sus jefes autorizándolo a viajar a Luanda a redactar su informe. Era urgente que lo escribiera y con el mayor detallismo posible. En Inglaterra, la campaña de denuncias contra el Estado Independiente del Congo estaba en plena vorágine y participaban en ella los principales diarios, confirmando o negando «las atrocidades». A las denuncias de la Iglesia bautista se habían sumado, desde hacía tiempo, las del periodista británico de origen francés Edmund D. Morel, secreto amigo y cómplice de Roger Casement. Sus publicaciones causaban gran revuelo en la Cámara de los Comunes, así como en la opinión pública. Había habido ya un debate sobre el tema en el Parlamento. El Foreign Offi ce y el canciller lord Lansdowne en persona esperaban con impaciencia el testimonio de Roger Casement.

En Boma, como en Leopoldville-Kinshasa, Roger evitó hasta donde pudo a la gente del Gobierno, incluso rompiendo el protocolo, algo que no había hecho en todos sus años en el servicio consular. En vez de visitar al gobernador general le envió una carta, excusándose de no ir a presentarle su saludo en persona, alegando problemas de salud. Ni una sola vez jugó al tenis, ni al billar, ni a las cartas, ni dio ni aceptó almuerzos o cenas. Ni siquiera fue a nadar temprano en la mañana en los remansos del río, algo que solía hacer casi a diario, incluso con mal tiempo. No quería ver gente, ni hacer vida social. No quería, sobre todo, que le preguntaran por su viaje y verse obligado a mentir. Estaba seguro de que nunca podría describir con sinceridad a sus amigos y conocidos de Boma lo que pensaba de todo aquello que había visto, oído y vivido en el Medio y Alto Congo en las últimas catorce semanas.

Dedicó todo su tiempo a resolver los asuntos con sulares más urgentes y a preparar su viaje a Cabinda y Luanda. Tenía la esperanza de que saliendo del Congo, aunque fuera a otra posesión colonial, se sentiría menos abrumado, más libre. Varias veces trató de ponerse a escribir un borrador del informe, pero no lo consiguió. No sólo su desánimo se lo impedía; la mano derecha se le contraía atacada por un calambre apenas comenzaba a discurrir la pluma sobre el papel. Las hemorroides volvían a fastidiarlo. Casi no comía y los dos criados, Charlie y Mawuku, le decían, preocupados de verlo tan desmejorado, que llamara al médico. Pero, aunque él mismo estaba inquieto por sus des velos, su falta de apetito y los malestares físicos, no lo hizo, porque ver al doctor Salabert significaría hablar, recordar, contar todo aquello que por el momento sólo quería olvidar.

El 28 de septiembre partió en un barco hacia Banana y allí, al día siguiente, otro vaporcito los trasladó a él y a Charlie a Cabinda.
John
el bulldog se quedó con Mawuku. Pero ni siquiera los cuatro días que pasó en esa localidad, donde tenía conocidos con los que cenó y que, como ignoraban su viaje al Alto Congo, no lo obligaron a hablar de lo que no quería, se sintió más tranquilo y seguro de sí mismo. Sólo en Luanda, donde llegó el 3 de octubre, comenzó a sentirse mejor. El cónsul inglés, Mr. Briskley, persona discreta y servicial, le proporcionó un pequeño despacho en su oficina. Allí empezó por fin a trabajar mañana y tarde bosquejando las grandes líneas de su
report
.

Pero sólo sintió que comenzaba a estar bien de ver dad, a ser el de antes, tres o cuatro días después de llegar a Luanda, un mediodía, sentado en una mesa del antiguo Café París, donde iba a comer algo luego de trabajar toda la mañana. Estaba echando una ojeada a un viejo diario de Lisboa cuando advirtió, en la calle del frente, a varios nativos semidesnudos descargando una gran carreta lle na de fardos de algún producto agrícola, acaso algodón. Uno de ellos, el más joven, era muy hermoso. Tenía un cuerpo alargado y atlético, músculos que asomaban en su espalda, sus piernas y brazos con el esfuerzo que hacía. Su piel oscura, algo azulada, brillaba de sudor. Con los movimientos que hacía al desplazarse con la carga al hombro desde la carreta al interior del depósito, el ligero pedazo de tela que llevaba envuelto en la cadera se abría y deja ba entrever su sexo, rojizo y colgante y más grande que lo normal. Roger sintió una oleada cálida y urgentes deseos de fotografiar al apuesto cargador. No le ocurría hacía meses. Un pensamiento lo animó: «Vuelvo a ser yo mis mo». En el pequeño diario que llevaba siempre consigo, anotó: «Muy hermoso y enorme. Lo seguí y lo convencí. Nos besamos ocultos por los helechos gigantes de un des campado. Fue mío, fui suyo. Aullé». Respiró hondo, afiebrado.

Esa misma tarde, Mr. Briskley le entregó un tele grama del Foreign Office. El canciller en persona, lord Lansdowne, le ordenaba regresar a Inglaterra de inmediato, a redactar en Londres mismo su
Informe sobre el Congo
. Roger había recobrado el apetito y esa noche cenó bien.

Antes de tomar el Zaire, que partió de Luanda a Inglaterra, con escala en Lisboa, el 6 de noviembre, escribió una larga carta a Edmund D. Morel. Se carteaba secretamente con él hacía unos seis meses. No lo conocía en persona. Se enteró de su existencia, primero, por una car ta de Herbert Ward, que admiraba al periodista, y, luego, escuchando en Boma a funcionarios belgas y gentes de paso comentar los artículos severísimos cargados de críticas al Estado Independiente del Congo que Morel, quien vivía en Liverpool, publicaba denunciando los abusos de que eran víctimas los nativos de la colonia Áfricana. Discretamente, a través de su prima Gertrude, se procuró algunos folletos editados por Morel. Impresionado con la seriedad de sus acusaciones, en un gesto audaz, Roger le escribió, enviándole la carta a través de Gee. Le decía que llevaba ya muchos años en el África y podía darle informaciones de primera mano para su justa campaña, con la que se solidarizaba. No podía hacerlo abiertamente por su condición de diplomático británico, y, por eso, era preciso que tomaran precauciones con la correspondencia a fin de evitar que fuera identificado su informante de Boma. En la carta que escribió a Morel desde Luanda, Roger le re sumía su experiencia última y le decía que, apenas llegara a Europa, se pondría en contacto con él. Nada le hacía tanta ilusión como conocer en persona al único europeo que parecía haber tomado conciencia cabal de la responsabilidad que tenía el Viejo Continente en la conversión del Congo en un infierno.

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