—Bueno, usted y yo y alguien más —se rio
father
Carey, señalando arriba con un dedo.
—Ahora me siento mejor, por fin —se rió también Roger—. Ya me pasó el ataque de pánico. En el África vi muchas veces, tanto a negros como blancos, caer de pronto en crisis de desesperación. En medio de la maleza, cuan do perdíamos el camino. Cuando penetrábamos en un territorio que los cargadores Africanos consideraban enemigo. En medio del río, cuando se volcaba una canoa. O, en las aldeas, a veces, en las ceremonias con cantos y bailes dirigidas por los brujos. Ahora ya sé lo que son esos estados de alucinación provocados por el miedo. ¿Será así el trance de los místicos? ¿Ese estado de suspensión de uno mismo, de todos los reflejos carnales, que produce el encuentro con Dios?
—No es imposible —dijo el padre Carey—. Tal vez sea un mismo camino el que recorren los místicos y todos aquellos que viven esos estados de trance. Los poetas, los músicos, los hechiceros.
Estuvieron un buen rato en silencio. A veces, por el rabillo del ojo, Roger espiaba al religioso y lo veía in móvil y con los ojos cerrados. «Está rezando por mí», pensaba. «Es un hombre compasivo. Debe ser terrible pasarse la vida auxiliando a gentes que van a morir en el patíbulo». Sin haber estado nunca en el Congo ni en la Amazonia, el padre Carey debía estar tan enterado como él de los extremos vertiginosos que podían alcanzar la crueldad y la desesperanza entre los seres humanos.
—Durante muchos años fui indiferente a la religión —dijo, muy despacio, como hablando consigo mismo—, pero nunca dejé de creer en Dios. En un principio general de la vida. Eso sí,
father
Carey, muchas veces me pregunté con espanto: «¿Cómo puede permitir Dios que ocurran cosas así?». «¿Qué clase de Dios es éste que tolera que tantos miles de hombres, de mujeres, de niños sufran semejantes horrores?». Es difícil entenderlo ¿verdad? Usted, que habrá visto tantas cosas en las prisiones, ¿no se hace a veces esas preguntas?
El padre Carey había abierto los ojos y lo escuchaba con la expresión deferente de costumbre, sin asentir ni negar.
—Esas pobres gentes azotadas, mutiladas, esos niños con las manos y los pies cortados, muriéndose de hambre y de enfermedades —recitó Roger—. Esos seres exprimidos hasta la extinción y encima asesinados. Miles, decenas, cien tos de miles. Por hombres que recibieron una educación cristiana. Yo los he visto ir a la misa, rezar, comulgar, antes y después de cometer esos crímenes. Muchos días creí que me iba a volver loco, padre Carey. Tal vez, en esos años, allá en el África, en el Putumayo, perdí la razón. Y todo lo que me ha pasado después ha sido la obra de alguien que, aunque no se daba cuenta, estaba loco.
Tampoco esta vez el capellán dijo nada. Lo escuchaba con la misma expresión afable y con esa paciencia que Roger siempre le había agradecido.
—Curiosamente, yo creo que fue allá en el Congo, cuando tenía esos períodos de gran desmoralización y me preguntaba cómo podía Dios permitir tantos crímenes, cuando empecé a interesarme de nuevo en la religión —prosiguió—. Porque los únicos seres que parecían haber conservado su sanidad eran algunos pastores bautistas y algunos misioneros católicos. No todos, desde luego. Muchos no querían ver lo que ocurría más allá de sus narices. Pero unos cuantos hacían lo que podían para atajar las injusticias. Unos héroes, la verdad.
Calló. Recordar el Congo o el Putumayo le hacía daño: revolvía el fango de su espíritu, rescataba imágenes que lo sumían en la angustia.
—Injusticias, suplicios, crímenes —murmuró el padre Carey—. ¿No los padeció Cristo en carne propia? El puede entender su estado mejor que nadie, Roger. Claro que a mí me pasa a veces lo que a usted. A todos los creyentes, estoy seguro. Es difícil comprender ciertas cosas, desde luego. Nuestra capacidad de comprensión es limitada. Somos falibles, imperfectos. Pero algo le puedo decir. Muchas veces ha errado, como todos los seres humanos. Pero, res pecto al Congo, a la Amazonia, no puede reprocharse nada. Su labor fue generosa y valiente. Hizo que mucha gente abriera los ojos, ayudó a corregir grandes injusticias.
«Todo lo bueno que pude haber hecho lo está destruyendo esta campaña lanzada para arruinar mi reputación», pensó. Era un tema que prefería no tocar, que alejaba de su mente cada vez que volvía. Lo bueno de las visitas del padre Carey era que, con el capellán, sólo hablaba de lo que él quería. La discreción del religioso era total y parecía adivinar todo aquello que a Roger podía contrariarlo y lo evitaba. A veces, permanecían largo rato sin cambiar palabra. Aun así, la presencia del sacerdote lo sosegaba. Cuando partía, Roger permanecía algunas horas sereno y resignado.
—Si la petición es rechazada ¿estará usted conmigo a mi lado hasta el final? —preguntó, sin mirarlo.
—Claro que sí —dijo el padre Carey—. No debe pensar en eso. Nada está decidido aún.
—Ya lo sé,
father
Carey. No he perdido la esperanza. Pero me hace bien saber que usted estará allí, acompañándome. Su compañía me dará valor. No haré ninguna escena lamentable, le prometo.
—¿Quiere que recemos juntos?
—Conversemos un poco más, si no le importa. Esta será la última pregunta que le haré sobre el asunto. Si me ejecutan, ¿podrá mi cuerpo ser llevado a Irlanda y enterrado allá?
Sintió que el capellán dudaba y lo miró.
Father
Carey había palidecido algo. Lo vio negar con la cabeza, incómodo.
—No, Roger. Si ocurre aquello, será usted enterrado en el cementerio de la prisión.
—En tierra enemiga —susurró Casement, tratan do de hacer una broma que no resultó—. En un país que he llegado a odiar tanto como lo quise y admiré de joven.
—Odiar no sirve de nada —suspiró el padre Ca rey—. La política de Inglaterra puede ser mala. Pero hay muchos ingleses decentes y respetables.
—Lo sé muy bien, padre. Me lo digo siempre que me lleno de odio contra este país. Es más fuerte que yo. Tal vez me ocurre porque de muchacho creí ciegamente en el Imperio, en que Inglaterra estaba civilizando al mundo. Usted se hubiera reído si me hubiera conocido entonces.
El sacerdote asintió y a Roger le sobrevino una risita.
—Dicen que los convertidos somos los peores —añadió—. Me lo han reprochado siempre mis amigos. Ser demasiado apasionado.
—El incorregible irlandés de las fábulas —dijo el padre Carey, sonriendo—. Así me decía mi madre, de chico, cuando me portaba mal. «Ya te salió el incorregible irlandés».
—Si quiere, ahora podemos rezar, padre.
Father
Carey asintió. Cerró los ojos, juntó las manos, y empezó a musitar en voz muy baja un padrenuestro, y, luego, avemarías. Roger cerró los ojos y rezó también, sin dejar oír su voz. Durante buen rato lo hizo de manera mecánica, sin concentrarse, con imágenes diversas revoloteándole en la cabeza. Hasta que poco a poco se fue dejando absorber por la plegaria. Cuando el
sheriff
tocó la puerta del locutorio y entró a advertir que les quedaban cinco minutos, Roger estaba concentrado en la oración.
Cada vez que rezaba se acordaba de su madre, esa figura esbelta, vestida de blanco, con un sombrero de paja de alas anchas y una cinta azul que danzaba en el viento, caminando bajo los árboles, en el campo. ¿Estaban en Gales, en Irlanda, en Antrim, en Jersey? No sabía dónde, pero el paisaje era tan bello como la sonrisa que resplandecía en la cara de Anne Jephson. ¡Qué orgulloso se sentía el pequeño Roger teniendo en la suya esa mano suave y tierna que le daba tanta seguridad y alegría! Rezar así era un bálsamo maravilloso, lo devolvía a aquella infancia donde, gracias a la presencia de su madre, todo era bello y feliz en la vida.
El padre Carey le preguntó si quería enviar algún mensaje a alguien, si podía traerle algo en la próxima vi sita, dentro de un par de días.
—Todo lo que quiero es volver a verlo, padre. Usted no sabe el bien que me hace hablarle y escucharlo.
Se separaron estrechándose la mano. En el largo y húmedo pasillo, sin haberlo planeado, a Roger Casement se le salió decirle al
sheriff
:
—Siento mucho la muerte de su hijo. Yo no he tenido hijos. Me imagino que no hay dolor más terrible en la vida.
El
sheriff
hizo un pequeño ruido con la garganta pero no respondió. En su celda, Roger se tumbó en su camastro y tomó la
Imitación de Cristo
en sus manos. Pero no pudo concentrarse en la lectura. Las letras bailoteaban ante sus ojos y en su cabeza chisporroteaban imágenes en una ronda enloquecida. La figura de Anne Jephson aparecía una y otra vez.
¿Cómo habría sido su vida si su madre, en vez de morir tan joven, hubiera seguido viva mientras él se hacía adolescente, hombre? Probablemente no habría emprendido la aventura Áfricana. Se habría quedado en Irlanda, o en Liverpool, y hecho una carrera burocrática y tenido una existencia digna, oscura y cómoda, con esposa e hijos. Se sonrió: no, semejante género de vida no casaba con él. La que había llevado, con todos sus percances, era preferible. Había visto mundo, su horizonte se amplió enormemente, entendió mejor la vida, la realidad humana, la entraña del colonialismo, la tragedia de tantos pueblos por culpa de esa aberración.
Si la aérea Anne Jephson hubiera vivido no habría descubierto la triste y hermosa historia de Irlanda, aquella que nunca le enseñaron en Ballymena High School, esa historia que todavía se ocultaba a los niños y adolescentes de North Antrim. A ellos aún se les hacía creer que Irlanda era un bárbaro país sin pasado digno de memoria, ascendido a la civilización por el ocupante, educado y modernizado por el Imperio que lo despojó de su tradición, su lengua y su soberanía. Todo eso lo había aprendido allá en África, donde nunca habría pasado los mejores años de la juventud y la primera madurez, ni hubiera jamás llegado a sentir tanto orgullo por el país donde nació y tanta cólera por lo que había hecho con él Gran Bretaña, si su madre hubiera seguido viva.
¿Estaban justificados los sacrificios de esos veinte años Africanos, los siete años en América del Sur, el año y pico en el corazón de las selvas amazónicas, el año y medio de soledad, enfermedad y frustraciones en Alemania? Nunca le había importado el dinero, pero ¿no era absurdo que después de haber trabajado tanto toda su vida fuera, ahora, pobre de solemnidad? El último balance de su cuenta bancaria eran diez libras esterlinas. Nunca supo ahorrar. Se había gastado todos sus ingresos en los otros, en sus tres hermanos, en asociaciones humanitarias como la Congo Reform Association e instituciones nacionalistas irlandesas como St. Enda's School y la Gaelic League, a las que por buen tiempo entregó sus sueldos íntegros. Para poder gastar en esas causas había vivido con gran austeridad, alojándose, por ejemplo, largas temporadas en pensiones baratísimas, que no estaban a la altura de su rango (se lo habían insinuado sus colegas del Foreign Office). Nadie recordaría esos donativos, regalos, ayudas, ahora que había fracasado. Sólo se recordaría su derrota final.
Pero eso no era lo peor. Maldita sea, ahí estaba otra vez la condenada idea. Degeneraciones, perversiones, vicios, una inmundicia humana. Eso quería el Gobierno inglés que quedara de él. No las enfermedades que los rigores del África le habían infligido, la ictericia, las fiebres palúdicas que minaron su organismo, la artritis, las operaciones de hemorroides, los problemas rectales que tanto lo habían hecho padecer y avergonzarse desde la primera vez que debió operarse de una fístula en el ano, en 1893. «Debió usted venir antes, esta operación hace tres o cuatro meses hubiera sido sencilla. Ahora, es grave». «Vivo en el África, doctor, en Boma, un lugar donde mi médico es un alcohólico consuetudinario al que le tiemblan las manos por el delírium trémens. ¿Me iba a hacer operar por el doctor Salabert, cuya ciencia médica es inferior a la de un brujo bakongo?». Había sufrido de esto casi toda su vida. Ha cía pocos meses, en el campo alemán de Limburg, tuvo una hemorragia que le suturó un médico militar hosco y grosero. Cuando decidió aceptar la responsabilidad de investigar las atrocidades cometidas por los caucheros en la Amazonia ya era un hombre muy enfermo. Sabía que aquel esfuerzo le tomaría meses y sólo le acarrearía problemas, y, sin embargo, lo asumió, pensando que prestaba un servicio a la justicia. Eso tampoco quedaría de él, si lo ejecutaban.
¿Sería cierto que
father
Carey se había negado a leer las cosas escandalosas que le atribuía la prensa? Era un hombre bueno y solidario, el capellán. Si debía morir, tenerlo junto a él lo ayudaría a mantener la dignidad has ta el último instante.
La desmoralización lo anegaba de pies a cabeza. Lo convertía en un ser tan desvalido como esos congoleses atacados por la mosca tse-tse a los que la enfermedad del sueño impedía mover los brazos, los pies, los labios y has ta tener los ojos abiertos. ¿Les impediría también pensar? A él, por desgracia, esas rachas de pesimismo aguzaban su lucidez, convertían su cerebro en una hoguera crepitante. Esas páginas del diario entregadas por el portavoz del Almirantazgo a la prensa, que tanto horrorizaron al rubicundo pasante de
maître
Gavan Duffy ¿eran reales o falsifica das? Pensó en la estupidez que formaba parte central de la naturaleza humana, y, también, por supuesto, de Roger Casement. El era muy minucioso y tenía fama, como diplomático, de no tomar una iniciativa ni dar el menor paso sin prever todas las consecuencias posibles. Y, ahora, helo aquí, atrapado en una estúpida trampa construida a lo largo de toda su vida por él mismo, para dar a sus enemigos un arma que lo hundiera en la ignominia.
Asustado, se dio cuenta de que se estaba riendo a carcajadas.
Cuando, el último día de agosto de 1910, Roger Casement llegó a Iquitos después de seis semanas y pico de viaje agotador que los trasladó a él y a los miembros de la Comisión desde Inglaterra hasta el corazón de la Amazonia peruana, la vieja infección que le irritaba los ojos había empeorado, así como los ataques de artritis y su estado general de salud. Pero, fiel a su carácter estoico («senequista» lo llamaba Herbert Ward), en ningún momento del viaje dejó traslucir sus achaques y, más bien, se esforzó por levantar el ánimo a sus compañeros y ayudar los a resistir las penalidades que los aquejaban. El coronel R. H. Bertre, víctima de la disentería, tuvo que dar media vuelta a Inglaterra en la escala de Madeira. El que resistía mejor era Louis Barnes, conocedor de la agricultura Áfricana pues había vivido en Mozambique. El botánico Wal ter Folk, experto en el caucho, sufría con el calor y padecía neuralgias. Seymour Bell temía la deshidratación y andaba con una botella de agua en la mano de la que bebía a sorbitos. Henry Fielgald había estado en la Amazonia un año antes, enviado por la Compañía de Julio C. Arana, y daba consejos sobre cómo defenderse de los mosquitos y las «malas tentaciones» de Iquitos.