Estas abundaban, cierto. Parecía increíble que en una ciudad tan pequeña y tan poco atractiva, una inmensa barriada enfangada con rústicas construcciones de madera y adobe, cubiertas de hojas de palma, y unos cuantos edificios de material noble con techos de calamina y amplias mansiones de fachadas iluminadas con azulejos importados de Portugal, proliferaran de tal modo los bares, tabernas, prostíbulos y casas de juego, y las prostitutas de todas las razas y colores se exhibieran con tanta impudicia en las altas veredas desde las primeras horas del día. El paisaje era soberbio. Iquitos estaba a orillas de un afluente del Amazonas, el río Nanay, rodeada de una vegetación exuberante, altísimos árboles, un permanente runrún de la arboleda y aguas fluviales que cambiaban de color con los desplazamientos del sol. Pero pocas calles tenían ve redas o asfalto, por ellas corrían acequias arrastrando excrementos y basuras, había una pestilencia que al anochecer se espesaba hasta dar náuseas, y la música de los bares, burdeles y centros de diversión no cesaba las veinticuatro horas del día. Mr. Stirs, el cónsul británico, que los recibió en el embarcadero, indicó que Roger se alojaría en su casa. La Compañía había preparado una residencia para los comisionados. Esa misma noche, el prefecto de Iquitos, señor Rey Lama, daba una cena en su honor.
Era poco después del mediodía y Roger, indicando que en vez del almuerzo prefería descansar, se retiró a la habitación. Le habían preparado un sencillo cuarto con te las indígenas de dibujos geométricos colgando de las paredes y una pequeña terraza desde la cual se divisaba un pedazo de río. El ruido de la calle disminuía aquí. Se tendió sin siquiera quitarse la chaqueta ni los botines y al instante se quedó dormido. Lo invadió una sensación de paz que no había tenido a lo largo del mes y medio de viaje.
No soñó con los cuatro años de servicio consular que acababa de cumplir en Brasil —en Santos, Pará y Río de Janeiro— sino con aquel año y medio que pasó en Ir landa entre 1904 y 1905, luego de esos meses de sobre excitación y trajín demenciales, mientras el Gobierno británico preparaba la publicación de su
Informe sobre el Congo
y el escándalo que harían de él un héroe y un apestado, sobre el que lloverían al mismo tiempo los elogios de la prensa liberal y las organizaciones humanitarias y las diatribas de los plumíferos de Leopoldo II. Para escapar de esa publicidad, mientras el Foreign Office decidía su nuevo destino —luego del
Informe
era impensable que «el hombre más odiado del Imperio belga» volviera a pisar el Congo—, Roger Casement partió a Irlanda, en busca del anonimato. No pasó desapercibido, pero se libró de esa invasora curiosidad que en Londres lo dejó sin vida privada. Aquellos meses significaron el redescubrimiento de su país, la inmersión en una Irlanda que sólo había conocido por conversaciones, fantasías y lecturas, muy distinta de aquella en que había vivido de niño con sus padres, o de adolescente con sus tíos abuelos y demás parientes paternos, una Irlanda que no era cola y sombra del Imperio británico, que luchaba por recobrar su lengua, sus tradiciones y costumbres. «Roger querido: te has vuelto un patriota irlandés», le bromeó en una carta su prima Gee. «Estoy recuperando el tiempo perdido», le respondió él.
En aquellos meses había hecho una larga caminata por Donegal y Galway, tomándole el pulso a la geografía de su patria cautiva, observando como un enamorado la austeridad de sus campos desérticos, su costa bravía, y charlando con sus pescadores, seres intemporales, fatalistas, indoblegables, y sus campesinos frugales y lacónicos. Había conocido muchos irlandeses «del otro lado», católicos y algunos protestantes que, como Douglas Hyde, fundador de la National Literary Society, promovían el renacimiento de la cultura irlandesa, querían devolver los nombres nativos a los lugares y a las aldeas, resucitar las antiguas canciones de Eire, las viejas danzas, el hilado y el bordado tradicionales del tweed y del lino. Cuando salió su nombramiento al consulado de Lisboa atrasó su partida hasta el infinito, inventando pretextos de salud, para poder asistir al primer Feisna nGleann (Festival de los Glens), en Antrim, al que concurrieron cerca de tres millares de personas. Aquellos días, Roger sintió varias veces que se le humedecían los ojos al oír las alegres melodías ejecutadas por los gaiteros y cantadas en coro, o escuchando —sin entender lo que decían— a los contadores de cuentos refiriendo en gaélico romances y leyendas que se hundían en la noche medieval. Hasta un partido de hurling, ese deporte centenario, se jugó en aquel festival, en el que Roger conoció a políticos y escritores nacionalistas como sir Horace Plunkett, Bulmer Hobson, Stephen Gwynn y volvió a reunirse con esas amigas que, al igual que Alice Stopford Green, habían hecho suyo el combate a favor de la cultura irlandesa: Ada MacNeill, Margaret Dobbs, Alice Milligan, Agnes O'Farrelly y Rose Maud Young.
Desde entonces dedicaba parte de sus ahorros e ingresos a las asociaciones y a los colegios de los hermanos Pearse, que enseñaban gaélico, y a revistas nacionalistas en las que colaboraba con seudónimo. Cuando, en 1904, Arthur Griffith fundó el Sinn Fein, Roger Casement tomó contacto con él, se ofreció a colaborar y se suscribió a todas sus publicaciones. Las ideas de este periodista coincidían con las de Bulmer Hobson, de quien Roger se hizo amigo. Había que ir creando, junto a las instituciones coloniales, una infraestructura irlandesa (colegios, empresas, bancos, industrias) que poco a poco fuera sustituyendo a la impuesta por Inglaterra. De este modo los irlandeses irían tomando conciencia de su propio destino. Había que boicotear los productos británicos, rehusar el pago de impuestos, reemplazar los deportes ingleses como el cricket y el fútbol por deportes nacionales y también la literatura y el teatro. De este modo, de manera pacífica, Irlanda iría desgajándose de la sujeción colonial.
Además de leer mucho sobre el pasado de Irlanda, bajo la tutoría de Alice, Roger trató de nuevo de estudiar gaélico y tomó una profesora, pero progresó poco. En 1906, el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, sir Edward Grey, del Partido
Liberal
, le ofreció enviarlo de cónsul a Santos, en el Brasil. Roger aceptó, aunque sin alegría, porque su mecenazgo proirlandés había acabado con su pequeño patrimonio, vivía de préstamos y necesitaba ganarse la vida.
Tal vez el escaso entusiasmo con que retomó la carrera diplomática contribuyó a hacer de esos cuatro años en el Brasil —1906-1910— una experiencia frustrante. Nunca acabó de acostumbrarse a ese vasto país, pese a sus bellezas naturales y a los buenos amigos que llegó a tener en Santos, Pará y Río de Janeiro. Lo que más lo deprimió fue que, a diferencia del Congo, donde, pese a las dificultades, tuvo siempre la impresión de trabajar por algo trascendente, que desbordaba el marco consular, en Santos su actividad principal tenía que ver con los marineros británicos borrachos que se metían en líos y a los que él tenía que sacar de la cárcel, pagar sus multas y devolver a Inglaterra. En Pará oyó hablar por primera vez de violencias en las regiones caucheras. Pero el Ministerio le ordenó concentrarse en la inspección de la actividad portuaria y comercial. Su trabajo consistía en registrar el movimiento de los barcos y facilitar las gestiones de los ingleses que llegaban con la intención de comprar y vender. Donde lo pasó peor fue en Río de Janeiro, en 1909. El clima empeoró todos sus males y les añadió unas alergias que le impedían dormir. Debió optar por irse a vivir a ochenta kilómetros de la capital, en Petrópolis, situada en unas alturas donde disminuían el calor y la humedad y las no ches eran frescas. Pero las idas y venidas diarias a la oficina en el tren se convirtieron en una pesadilla.
En el sueño recordó con insistencia que, en septiembre de 1906, antes de partir hacia Santos, escribió un largo poema épico, «El sueño del celta», sobre el pasado mítico de Irlanda, y un panfleto político, junto con Alice Stopford Green y Bulmer Hobson,
Los irlandeses y el Ejército inglés
, rechazando que los irlandeses fueran reclutados para el Ejército británico.
Las picaduras de los mosquitos lo despertaron, sacándolo de esa placentera siesta y sumiéndolo en el crepúsculo amazónico. El cielo se había vuelto un arco iris. Se sentía mejor: le ardía menos el ojo y los dolores de la artritis habían amainado. Ducharse en casa de Mr. Stirs resultó una operación complicada: el tubo de la regadera salía de un recipiente al que iba echando baldes de agua un sirviente mientras Roger se jabonaba y enjuagaba. El agua tenía una temperatura templada que le hizo pensar en el Congo. Cuando bajó al primer piso, el cónsul lo esperaba en la puerta, listo para conducirlo a la casa del prefecto Rey Lama.
Tuvieron que caminar unas cuadras, en medio de un terral que obligaba a Roger a tener los ojos entrecerrados. Tropezaban en la media oscuridad con los huecos, piedras y basuras de la calle. El ruido había aumentado. Cada vez que cruzaban la puerta de un bar la música crecía y se oían brindis, peleas y griterío de borrachos. Mr. Stirs, entrado en años, viudo y sin hijos, llevaba media do cena de años en Iquitos y parecía un hombre sin ilusiones y cansado.
—¿Qué ambiente hay en la ciudad hacia esta Comisión? —preguntó Roger Casement.
—Francamente hostil —repuso el cónsul, de in mediato—. Supongo que ya lo sabe, medio Iquitos vive del señor Arana. Mejor dicho, de las empresas del señor Julio C. Arana. La gente sospecha que la Comisión trae malas intenciones contra quien le da empleo y comida.
—¿Podemos esperar alguna ayuda de las autoridades?
—Más bien, todos los obstáculos del mundo, señor Casement. Las autoridades de Iquitos también dependen del señor Arana. Ni el prefecto, ni los jueces, ni los mili tares reciben sus sueldos del Gobierno hace muchos meses. Sin el señor Arana se morirían de hambre. Tenga en cuenta que Lima está más lejos de Iquitos que New York y Londres, por la falta de transporte. Son dos meses de viaje en el mejor de los casos.
—Va a ser más complicado de lo que me imaginé —comentó Roger.
—Usted y los señores de la Comisión deben ser muy prudentes —añadió el cónsul, ahora sí vacilando y bajando la voz—. No aquí en Iquitos. Allá, en el Putumayo. En esas lejanías podría pasarles cualquier cosa. Ese es un mundo bárbaro, sin ley ni orden. Ni más ni menos que el Congo, me figuro.
La Prefectura de Iquitos estaba en la Plaza de Ar mas, un gran canchón de tierra sin árboles ni flores, don de, le indicó el cónsul señalándole una curiosa estructura de hierro que parecía un mecano a medio hacer, se estaba armando una casa de Eiffel («Sí, el mismo Eiffel de la Torre de París»). Un cauchero próspero se la había comprado en Europa, la trajo desarmada a Iquitos y ahora la estaban rehaciendo para que fuera el mejor club social de la ciudad.
La Prefectura ocupaba casi media cuadra. Era un caserón deslavazado, de un solo piso, sin gracia ni formas, de habitaciones grandes, con ventanas enrejadas, que se dividía en dos alas, una dedicada a oficinas y otra a la residencia del prefecto. El señor Rey Lama, un hombre alto, canoso, de grandes bigotes encerados en las puntas, lleva babotas, pantalón de montar, una camisa cerrada en el cuello y una extraña chaquetilla con adornos bordados. Hablaba algo de inglés y dio a Roger Casement una bien venida excesivamente cordial, de ampulosa retórica. Los miembros de la Comisión ya estaban todos allí, embutidos en sus trajes de noche, transpirando. El prefecto fue pre sentando a Roger a los demás invitados: magistrados de la Corte Superior, el coronel Arnáez, jefe de la Guarnición, el padre Urrutia, superior de los agustinos, el señor Pablo Zumaeta, gerente general de la Peruvian Amazon Company y cuatro o cinco personas más, comerciantes, el jefe de la Aduana, el director de
El Oriental
. No había una sola mujer en el grupo. Oyó descorchar champagne. Les ofrecieron vasos de un vino blanco espumoso que, aunque tibio, le pareció de buena calidad, sin duda francés.
Habían preparado la cena en un gran patio, iluminado con lámparas de aceite. Un sinnúmero de sirvientes indígenas, descalzos y con mandiles, servían bocaditos y traían fuentes de comida. Era una noche templada y en el cielo titilaban algunas estrellas. Roger se sorprendió de la facilidad con que entendía el habla de los loretanos, un español algo sincopado y musical en el que reconoció expresiones brasileñas. Sintió alivio: podría entender mucho de lo que oiría en el viaje y esto, aunque llevara un intérprete, facilita ría la investigación. A su alrededor, en la mesa, donde acababan de servirles una grasosa sopa de tortuga que deglutió con dificultad, había varias conversaciones a la vez, en inglés, en español, en portugués, con intérpretes que las interrumpían creando paréntesis de silencio. De pronto, el prefecto, sentado frente a Roger y los ojos ya achispados con los vasos de vino y cerveza, chasqueó las manos. Todos callaron. Hizo un brindis por los recién llegados. Les deseó feliz estancia, una exitosa misión y que disfrutaran de la hospitalidad amazónica. «Loretana y especialmente iquiteña», añadió.
Apenas se sentó, se dirigió a Roger en voz lo bastante alta como para que cesaran las conversaciones particulares y se entablara otra, con participación de la veintena de asistentes.
—¿Me permite una pregunta, estimado señor cónsul? ¿Cuál es exactamente el objetivo de su viaje y de esta Comisión? ¿Qué vienen ustedes a averiguar, aquí? No lo tome como una impertinencia. Todo lo contrario. Mi de seo, y el de todas las autoridades, es ayudarlos. Pero tenemos que saber para qué los envía la Corona británica. Un gran honor para la Amazonia, desde luego, del que quisiéramos mostrarnos dignos.
Roger Casement había entendido casi todo lo que dijo Rey Lama, pero esperó, paciente, que el intérprete tradujera sus palabras al inglés.
—Como sin duda sabe, en Inglaterra, en Europa, ha habido denuncias sobre atrocidades que se habrían cometido contra los indígenas —explicó, con calma—. Torturas, asesinatos, acusaciones muy graves. La principal compañía cauchera de la región, la del señor Julio C. Arana, la Peruvian Amazon Company, es, me imagino que está enterado, una compañía inglesa, registrada en la Bolsa de Londres. Ni el Gobierno ni la opinión pública tolerarían en Gran Bretaña que una compañía inglesa violara así las leyes humanas y divinas. La razón de ser de nuestro viaje es investigar qué hay de cierto en aquellas acusaciones. A la Comisión la envía la propia Compañía del señor Julio C. Arana. A mí, el Gobierno de Su Majestad.