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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (20 page)

BOOK: El sueño de los justos
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»—Dime una cosa, Clarita, ¿cómo logró salir Joaquín de vuestra casa, sin despertar sospechas?

»—Ah, eso. Fue muy divertido. El día que Néstor partió, las damas del club llegaron por la tarde a nuestra casa. Todas juntas, en dos carruajes, y armando un gran barullo. Joaquín se puso un sombrero de aquellos de casquete, atado con un lacito bajo la barbilla, se enfundó un vestido color plomo con lunares pequeños, abandonó la casa rodeado de las damas del club, como una más, y se subió al carruaje de doña Cristina de García Granados.

»Los centinelas sólo vieron salir de casa al grupo que había entrado horas antes. Y como Joaquín era tan guapo, y tenía unos rasgos tan finos, no desentonó entre el bullir de miriñaques y faldas que se había organizado a la puerta.

»Al día siguiente, las amigas de la tía nos contaron que sus carcajadas se prolongaron hasta mucho después de que dejaran a Joaquín a la puerta de su casa, pero todas estuvieron de acuerdo en que, detrás de aquellas faldas y aquel rostro delicado, había un hombre muy generoso y un amigo como no hay muchos».

20 de julio de 1869

[...]
Hoy he mandado a limpiar la levita con que hice el viaje en globo. Lo hice muy a mi pesar
,
pues conservaba el aroma de usted. Ahora sólo me queda su pañuelo rojo. Todos los días lo beso, pero su olor se ha ido marchitando y cada vez debo aspirarlo con más fuerza para hallar su fragancia original. Sueño con el patio de su casa, con sus flores y su árbol de pomarrosa. Su rostro, en cambio, ha ido perdiendo sus rasgos y cada día la veo más como un busto de mármol desgastado por la lluvia y el viento. ¿Sería mucho pedir que me enviara una fotografía suya? Tengo tantos deseos de volver a ver sus labios y sus ojos
[...]

Posdata! Salúdeme a su señora tía de mi parte.

«—Sus cartas me daban la vida, pero su voz llegaba a mí como desde la otra orilla del Tártaro. A menudo soñaba con él, pero no era un sueño feliz. Me agobiaban el pesar de la ausencia, los celos repentinos y, en ocasiones, la idea de que, si no me hubiese precipitado en sus brazos la mañana en que partió, todo habría quedado en un episodio menor de nuestras vidas.

»—¿Cómo fue que duró tanto?

»—No es sencillo dar razón de un amor así, Elena. La mayoría suele decir en estos casos eso de amor de lejos, amor de pendejos. Gente ignorante, excuso decirte. Hay historias de amor aún más extrañas que la nuestra, pero yo atribuyo esa persistencia a que es más fácil ganar un amor que perderlo. Me refiero al amor genuino, a ese tenaz pordiosero que llama a tu puerta un día y no se va, sino que se queda por ahí, acurrucado, a la espera de una palabra, una caricia o un pedazo de pan. Me daba cuenta de que el hilo que me unía a Néstor era cada vez más débil, pero bastaba una carta de él para que el amor reviviera. Las cartas nos salvaban a los dos. Nuestro amor se nutría de ellas. Esperarlas era una agonía, pero cuando al fin llegaban, la vida volvía a sonreír y a reforzar el sueño... nuestro absurdo sueño».

29 de agosto de 1869

[...]
Cuando abro una carta suya no puedo dejar de pensar que sus manos la han tocado y de imaginar que, incluso, ha depositado sus labios en alguna esquina del papel. El ligero perfume con que llegan es lo primero que leo con los ojos de la fantasía y, sumido en ese trance, paso un rato reviviendo cada pequeño episodio, cada minuto que viví en el bufete y en su casa, con la minuciosidad de una bordadora que, puntada a puntada, va incorporando a su labor las formas y los colores. Las leo muchas veces en voz alta y me estremezco al «oír» su voz. Son horas en que la siento a mi lado, llevando una vida feliz, juntos, sin miedos ni prisas. Escríbame, por favor. No encuentro otra distracción que sus palabras. Ellas son mi único consuelo [...]

Posdata/ ¿Has visto últimamente a Joaquín Larios? Nunca olvidaré lo que hizo por mí y los riesgos que corrió. Si se lo encuentra, le dice que extraño su compañía y que le sigo teniendo por el hermano que siempre quise tener.

«A veces me preguntaba a mí misma, ¿cuánto debo esperar por Néstor? ¿Cuántos días, cuántos meses... cuántos años? ¿Hasta que sintiera que mi amor se desvanecía? ¿Y cuánto tiempo llevaría eso? Vivía dudas espantosas que sólo apaciguaban los libros, el apoyo de la tía, siempre generosa conmigo, y la compañía de Joaquín, nuestro chaperón oficial. Pero cuando al fin llegaba el correo, toda mi ansiedad se disipaba. Por lo común no esperaba a que vinieran sus cartas. Escribía y escribía, aunque no tuviera nada qué decirle, sólo por desahogarme, por satisfacer la necesidad de expresar mis emociones. Escribir lo que sentía era mi bálsamo, mi equilibrio, mi salud».

10 de septiembre de 1869

[...]
No tengo edad para ser una persona adusta y seria. Ni quisiera que el resentimiento o el rencor me amargaran la vida, pero siento que toda alegría, toda emoción saludable, se ha ido alejando de mí. Cada día me cuesta más apartar de mi mente que fueron mi madre y mi hermano quienes me condenaron a este destierro. En ocasiones así, cualquier tropiezo, cualquier inconveniente, me saca de quicio por menudo que sea. Siento que he perdido la calma, que no soy el que era. Ojalá pudiera culparme de algo, pues la culpa me serviría al menos para justificarme, pero no siento pesar alguno por lo que haya podido hacer. En esas horas bajas me digo qué pudo usted ver en mí para enamorarse de alguien sin otro patrimonio ni valer que su persona. No soy más que un pobre pasante a quien desanima pensar lo poco que le puedo ofrecer. Pero ha de saber que la amo desde el día que llegó al bufete con un vestido de flores diminutas y una pamela que le llegaba de hombro a hombro. Tal vez las cosas hubieran sido distintas si le hubiera dicho entonces lo enamorado que estaba de usted. Pero siempre la vi intocable y lejana, como una vestal protegida por los muros de un recinto sagrado. Hoy sé que la amo con una pasión no esperada, pero también con la desesperación del condenado a prisión por el resto de sus días.
[...]

«—Las lecturas y el carteo me fueron haciendo una persona madura. No me refiero a esa plenitud que te da la experiencia del amor, sino al conocimiento que adquirí de un sentimiento tan cambiante e impredecible. Todo amor es un albur y lo mismo que te toca el alto, el digno, el generoso, te toca el infame, el demente o el aciago. El amor destruye vidas en número parecido al de las que enriquece y adorna, pero estoy por apostar que el buen amor abunda menos que el malo. Hay amores que fallecen a poco de consumarse en el lecho... podría citar algún caso... perdona otra vez, Elena... hoy estoy de lo más llorona... Otros mueren por motivos más vulgares, como un rasgo de carácter que no descubriste a tiempo, una mala inclinación, la pasión por la bebida o el mal genio. Son cosas difíciles de ver hasta que vives con ellas.

»—¿Fue eso lo que os sucedió a Néstor y a ti?

»—No. Nada de eso me ocurrió con Néstor. Mi amor, por él, y creo que también el suyo, tenía mucho de ese misticismo arrebatado que traspasaba a Santa Teresa. Tan vaporoso era ese cariño que alguna vez llegué a pensar que Néstor no era más que una alucinación».

27 de octubre de 1869

[...]
Hoy he presenciado un crimen. Caminaba por un barrio alejado del centro de México cuando vi a dos hombres que libraban una pelea. Cerca de ellos, una mujer sollozaba, tirada junto a una pared. Quise alejarme de allí. La violencia me trastorna desde que, siendo niño, vi llegar a las manos a mi padre y a mi madre, pero el morbo me retuvo. Uno de los hombres logró desprenderse del otro y sacó una navaja de muelles. Corrí con la intención de separarlos, pero antes de que pudiese llegar a ellos, el hombre armado le espetó al otro dos puñaladas en el vientre. La sangre brotó como un manantial. Al verme, el agresor se revolvió contra mí y me puso la navaja a pocas pulgadas del rostro. Nunca había visto la sangre empapar la mano de un asesino. Creí llegada la última hora de mi vida, pues lo que tenía frente a mí no era un hombre, sino un fiera desposeída de todo lo que nos hace humanos. Tenía los ojos irritados y, en las comisuras de los labios, había una baba rojiza. Yo retrocedí unos pasos, movimiento que, al parecer, le satisfizo. Luego se acercó a la mujer y, arrojándole con desprecio el arma, huyó calle adelante hasta perderse de vista. La gente comenzó a arremolinarse en torno al cadáver y yo huí del lugar, espantado. Sólo cuando llegué al mesón y me refugié en mi cuarto, tuve conciencia de que había estado a un paso de morir. Y en medio de la agitación que me embargaba di en pensar qué haría la próxima vez que me encontrara ante un hombre violento y armado que, en lugar de detenerse, como el energúmeno del cuchillo, se arrojara sobre mí para quitarme la vida. Todavía estoy muy alterado. El cuerpo de Arcadio, tendido sin vida en el potrero de Rubio, me persigue y me trastorna tanto como lo que he visto esta tarde. Vivimos en un mundo tan bárbaro, tan primitivo.
[...]

»—¿Nadie se acercó a ti en ese tiempo? ¿Nadie intentó enamorarte?

»—Sí, claro. Pero nunca pasaban de hacerme la corte a distancia. Sólo una vez estuvo a punto de suceder algo más serio.

»—¿Y quién fue el afortunado?

»—La música seguía siendo nuestra principal distracción y, siempre que salíamos al teatro, Joaquín nos acompañaba. Era educado, elegante, tenía dinero. Además, había salvado a Néstor en un acto de gran valor. Un día, al regreso de un concierto, ayudó a la tía a bajar del carruaje, como hacía siempre, y luego me tendió a mí la mano. Pero, cuando bajé del
victoria
, en vez de soltarla, la retuvo, y mirándome a los ojos con expresión que jamás había visto en él, la besó.

»Pensé que era sólo una cortesía, pero él, sin cambiar el gesto, volvió a besarla, si bien con un pasión y una fuerza inesperadas.

»Aparté mi mano de un tirón y corrí a mi cuarto.

»—Pero la amistad siguió.

»—No como antes. Me sentía incómoda. Además, había ocurrido algo. Una bobada, si quieres. En esas fechas, Néstor me había enviado una foto suya. Mirarla era como tenerlo cerca, como si me dijera te quiero cada vez que la contemplaba. No tenía expresión triste, sino aquella sonrisa picara que solía asomar a sus labios siempre que hacía una broma. Yo besaba la foto a menudo, y al verle sonreír, yo sonreía. Eso me dio la vida largo tiempo.

»—Y ahí se acabaron los pretendientes.

»—Así es. Todos sabían que yo tenía novio y que le seguía amando, aunque estuviese lejos».

27 de noviembre de 1869

[...]
Hay días que sufro ataques de ansiedad para los que no encuentro alivio. Duran sólo unos momentos, los que tardaría en leer una o dos páginas de un libro, pero mientras pasan siento que estoy a punto de perder la razón.

Me sucede durante lo que llamo el paréntesis epistolar, cuando pasan los días y no tengo carta de usted. Imagino que le ha sucedido algo o que ha dejado de quererme y la inquietud no me deja vivir. Sólo cuando recibo su carta, el malestar y los síntomas desaparecen. Pero es una aflicción que me preocupa pues cada vez la experimento con más frecuencia.

No sé qué hacer. Podría quejarme del destino fatal, de un castigo de lo alto y de cosas parecidas, pero trato de no escuchar a mi conciencia expiatoria. Ha sido la insensatez humana lo que me ha traído al destierro. De manera que cuando miro hacia atrás no puedo sino echar de menos, al igual que Segismundo, el lisonjero estado en que una vez me vi. Sería capaz de dar un brazo con tal de volver a mi patria, que es mi tierra y es usted. Y me cuesta aceptar que esta vivencia es real y no una comedia grotesca. Siento que el buen juicio se me agota, al punto de pensar a veces si no habré perdido la cordura. Es desalentador no tener poder sobre nada y descubrir que la voluntad es insuficiente para llenar esa carencia
[...]

Posdata/ Sobre si quiero que visite usted a mi madre o a mi hermano para contarles cómo y dónde estoy, mi respuesta es negativa. No quiero que sepan de mí ni yo saber nada de ellos.

«1869 fue quedando atrás con frecuentes noticias de los ataques de Serapio Cruz, sobre todo uno muy sangriento a Huehuetenango, donde pegó fuego a ranchos y casas y asesinó a mucha gente. Le acompañaba un hombre más joven que él, un tipo impetuoso y violento que sembraba el terror adonde iba y que tuvo que refugiarse en México a raíz de aquel ataque.

»Por lo demás, la capital había vuelto a la banalidad de lo cotidiano, a los ritos, a los deberes sociales, a las quejas de los vecinos contra el alcalde. Los conservadores comentaban los sermones del padre Salustiano Revuelta, recién venido de España para perorar en contra de la libertad política, por satánica y falsa, o admiraban el nuevo mercado, mandado a construir por Cerna detrás de la catedral.

»Los liberales, en cambio, estábamos de otro humor. Cierto día de diciembre, Serapio Cruz sorprendió a unos oficiales de las milicias del gobierno bañándose en el río Motagua y los fusiló sin contemplaciones. Y este hecho despiadado desalentó a quienes deseaban llevar a buen fin una revolución civilizada. Aquello no era liberalismo, dijeron, sino acciones propias de un bárbaro.

»Una frustración más, Elenita, una de tantas. Nuestro Tancredi no era precisamente el de Rossini y pronto vinimos a entender que apoyar su revuelta había sido una ingenuidad. Cruz era un hombre rudimentario que se había propuesto hacer su particular revolución, auxiliado por sus parientes y sus hijos. No era el líder que necesitábamos para desbancar a un patriciado y a un clero absolutistas. Hacía ruido, pero no hacía daño. Daba golpes de ciego en Cotzal, en Chajul, en Uspantán. Había logrado reunir quinientos hombres, pero carecía de armas y recursos. La mayoría de sus hombres llevaba machetes, lanzas, cuchillos. Sólo unos pocos cargaban escopetas de chispa. Debía de ser horrible ver aquella tropa... pero, te estoy aburriendo, Elena.

»—En absoluto, Clarita. ¿Por qué lo dices?

»—Porque no sé si deba contarte todas estas cosas, sobre todo un suceso espantoso que presencié en aquellos días.

»—Ponme a prueba.

»—Tienes razón. Perdona. Había olvidado que siempre fuiste una mujer muy fuerte.

»—No lo soy. Sólo procuro serlo.

»—Ojalá tuviera yo tu empuje.

»—Nadie sabe cuánto es capaz de pasar, hasta que le toca la china».

10. Tiempo de luciérnagas

«—Llegó la Nochebuena, el nuevo año y luego un enero desangelado y frío durante el cual corrieron rumores de que Serapio Cruz se acercaba a la capital con la intención de tomarla.

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