La chica con pies de cristal

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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: La chica con pies de cristal
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Extraños sucesos ocurren en el remoto archipiélago de Saint Hauda. Criaturas de una rara belleza sobrevuelan la marisma helada y animales albinos encuentran refugio en los bosques, mientras las medusas iluminan con destellos eléctricos el oscuro fondo del mar.

Tras unas breves vacaciones en una de las islas, la joven Ida Maclaird descubre que sus pies se están volviendo de cristal. Alarmada, Ida regresa a Saint Hauda en busca de una explicación a este fenómeno. Allí se encuentra con Midas Crook, un fotógrafo tímido y solitario, con quien vivirá una historia de amor tan hermosa como urgente, pues la metamorfosis de Ida avanza inexorable. Sin embargo, la apasionada determinación de la joven choca con la aparente parsimonia de la vida en Saint Hauda, donde cada personaje parece esconder oscuros secretos, relacionados entre sí como nudos de una complicada madeja.

Ali Shaw

La chica con pies de cristal

ePUB v1.0

GONZALEZ
11.12.11

Título Original:
The Girl With Glass Feet

Autor: Shaw, Ali

Traducción: Gemma Rovira Ortega

Fecha Edición: 01/2011

© Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.

ISBN: 978-84-9838-347-8

Capítulo 1

Ese invierno aparecieron en la prensa noticias un tanto extrañas: un iceberg con forma de galeón había pasado flotando, rechinante y majestuoso, frente a los acantilados del archipiélago de Saint Hauda; un cerdo gruñón había guiado a unos senderistas extraviados hasta sacarlos de las grutas que hay bajo el peñón de Lomdendol; un estupefacto ornitólogo había contado cinco cuervos albinos en una bandada de doscientos. Pero Midas Crook no leía el periódico: sólo miraba las fotografías.

Ese invierno, Midas había visto fotos por todas partes. Rondaban los bosques y acechaban al final de calles desiertas. Había tantas que, mientras se preparaba para disparar una, otra se le cruzaba y, al seguir su trayectoria, descubría una tercera en el visor.

Un día de mediados de diciembre, fue a la caza de fotografías al bosque, cerca de Ettinsford. Oscurecía, y los últimos rayos de luz vespertina se filtraban entre los árboles, proyectándose sobre el terreno como haces de reflectores. Se apartó del camino siguiendo uno de esos rayos. Las ramitas crujían bajo sus zapatos. Un pajarillo se escabulló a saltitos por encima de la hojarasca. Las ramas oscilaban y entrechocaban, cortando el errante haz luminoso. Midas continuó su persecución, pisando su rastro de sombras.

En una ocasión, su padre le había contado una leyenda: los viajeros solitarios que recorrían caminos poco frecuentados y llenos de maleza vislumbraban un resplandor humanoide que deambulaba entre los árboles o flotaba en un lago en calma. Y algo, una especie de impulso instintivo, los incitaba a apartarse de la senda y perseguir aquel resplandor, adentrándose en el laberinto de árboles o en aguas profundas. El resplandor no tomaba forma hasta que lo alcanzaban y apresaban. A veces era una flor de pétalos fosforescentes. Otras, un pájaro chispeante con brasas en las plumas de la cola. En ocasiones se convertía en una persona, y los viajeros creían vislumbrar, bajo una aureola similar a un velo, los rasgos de un ser querido perdido mucho tiempo atrás. La luz iba intensificándose hasta que producía un destello, momento en que los viajeros quedaban cegados. El padre de Midas no había necesitado explicar qué les pasaba después. Vagaban perdidos y solos por los fríos bosques.

Era una tontería, por supuesto, como todo lo que le contaba su padre. Pero la luz sí era mágica, revitalizaba la apagada tierra. Un rayo suspendido entre las ramas fue a dar contra un tronco, tiñendo de amarillo la resquebrajada corteza. Atraído por él, Midas avanzó con sigilo y lo capturó con su cámara antes de que desapareciera. Echó un vistazo rápido a la pantalla y comprobó que había obtenido una buena imagen, pero estaba ávido de más. Otro rayo iluminó unas zarzas y un acebo que tenía delante: las bayas se tornaron de un rojo intenso; las hojas, de Un verde venenoso. Midas le disparó, y a continuación siguió otro que se alejaba entre la maleza; el rayo iba adquiriendo velocidad mientras él tropezaba con las raíces y se enredaba en los espinos. Lo persiguió hasta la linde del bosque, y aún más allá, hasta terreno abierto, donde el matorral descendía hacia un río. Los cuervos revoloteaban en un cielo de jirones oleosos. El agua, oculta, borbotaba cerca de allí y formaba una oscura charca al final de la pendiente. El rayo de luz colgaba sobre la charca como una cinta dorada. Midas se precipitó pendiente abajo para atraparlo; se resbalaba en el blando suelo y el aire le dolía en los pulmones; recorrió tambaleándose los últimos metros hasta la orilla. Una capa de hielo fino cubría la superficie e impedía cualquier reflejo, así que lo único que vio en la charca fue oscuridad. El rayo se había desvanecido. Las nubes se habían juntado muy rápido. Midas jadeaba, doblado por la cintura, con la cabeza colgando y las manos apoyadas en las rodillas. Su aliento formaba una nubecilla de vaho suspendida en el aire.

—¿Estás bien?

Al volverse, resbaló con un pie sobre un terrón de barro y cayó hacia delante. Se levantó con las manos sucias y unas frías manchas de lodo en las rodillas. En una roca plana había una chica sentada con aire circunspecto. ¿Cómo no la había visto antes? La chica parecía recién salida de una película de los años cincuenta: su cutis y su pelo rubio eran tan claros que Midas creyó estar viendo en blanco y negro. Llevaba un abrigo largo, ceñido con un cinturón de tela, un gorro blanco y guantes a juego. Parecía un poco más joven que él, que tenía veintitantos.

—Perdona si te he sobresaltado —se excusó la chica.

Sus iris gris titanio eran su rasgo más asombroso. Sus labios no eran nada especial y los pómulos no resaltaban. Pero aquellos ojos... Midas reparó en que los estaba mirando fijamente y desvió la vista.

Se volvió hacia la charca con la esperanza de encontrar la luz. Al otro lado del agua había un prado delimitado por una valla de alambre de espino, donde un carnero gris y lanudo, con unos cuernos que parecían amonites, miraba al vacío. Más allá empezaba otra vez el bosque; no se divisaba ninguna granja cerca del prado del carnero. Tampoco había ni rastro de la luz.

—¿Seguro que estás bien? ¿Has perdido algo?

—La luz. —Se volvió hacia ella y se preguntó si la chica la habría visto también. Estaba en la roca, a su lado; caía desde una brecha abierta en las nubes—. ¡Chist! —Midas apuntó durante medio segundo y disparó.

—¿Qué haces? —preguntó la chica.

Examinó la imagen que aparecía en el visor de la cámara; no estaba mal. La mitad de la roca donde ella estaba sentada quedaba sumida en la sombra bifurcada de un árbol, mientras la otra mitad se convertía en un pedazo de ámbar reluciente. Pero... un momento. La examinó con mayor detenimiento y vio que había estropeado la composición, pues había cortado la puntera de sus botas. Se dijo que no era extraño que hubiera cometido ese error, porque la chica tenía los pies muy juntos y llevaba unas botas exageradamente grandes. Cubiertas de cordones y hebillas, parecían camisas de fuerza. Además tenía un bastón cruzado sobre el regazo.

—Oye, que sigo aquí.

Midas levantó la cabeza, alarmado.

—Y te he preguntado qué hacías.

—¿Qué?

—¿Eres fotógrafo?

—Sí.

—¿Profesional?

—No.

—¿Amateur?

Midas frunció el ceño.

—¿Eres fotógrafo en paro?

El agitó las manos sin precisar. Esa complicada pregunta lo preocupaba a menudo. Lo que la gente no entendía era que la fotografía no era un empleo, ni una afición ni una obsesión; sencillamente era tan fundamental para su interpretación del mundo como el efecto de la luz que penetraba en sus retinas.

—Me las apaño... con la fotografìa —farfulló.

—Es de mala educación fotografiar a la gente sin su consentimiento —soltó ella arqueando una ceja—. No a todo el mundo le gusta.

El carnero, en el prado, emitió un gruñido.

—Bueno, ¿me dejas verla? —prosiguió la chica—. Esa fotografía que me has hecho.

—En realidad... no es una fotografía tuya —explicó tendiéndole la cámara con timidez, ligeramente ladeada hacia ella—. Si lo fuera, la habría encuadrado de otra manera. No habría cortado... la punta de tus... botas. Y te habría pedido permiso.

—Entonces, ¿de qué es?

—Podríamos decir que de la luz —contestó él encogiéndose de hombros.

—¿Me dejas verla más de cerca?

Antes de que Midas pudiera pensar cómo componer una frase para decir que no, que mejor que no, que prefería que no, que no le gustaba que nadie tocara su cámara, la desconocida estiró un brazo y la cogió. La correa, que llevaba al cuello, se tensó y lo obligó a acercarse mucho a ella. Hizo una mueca y esperó, incómodo, manteniéndose lo más lejos posible de la chica. Observó de nuevo sus botas. No sólo eran grandes: eran desproporcionadas, enormes para una chica tan delgada. Casi le llegaban hasta las rodillas.

—Dios mío, he salido horrible. Muy oscura. —Suspiró y soltó la cámara. Midas se enderezó y, aliviado, retrocedió un paso sin dejar de mirar las botas—. Pertenecían a mi padre, que era policía. Sirven para caminar lenta y pesadamente.

—Ah, ya.

—Mira. —Abrió su bolso y sacó la cartera, donde llevaba una fotografía manoseada en la que aparecía ella con
shorts
vaqueros, camiseta amarilla y gafas de sol, de pie en una playa que Midas reconoció.

—Shalhem Bay, cerca de Gurmton —dijo.

—El verano pasado. La última vez que vine al archipiélago de Saint Hauda.

Le tendió la fotografía para que la examinara. Se la veía bronceada y con el cabello de un rubio tostado. Llevaba unas chanclas que dejaban al descubierto unos pies pequeños y raros.

Midas oyó un resoplido a su espalda y dio un respingo. El carnero había adornado su cornuda cabeza con una corona de vaho.

—Eres muy asustadizo. ¿Seguro que te encuentras bien? ¿Cómo te llamas?

—Midas.

—Un nombre poco común. Él se encogió de hombros.

—Supongo que si te llamas así no te suena raro. Yo soy Ida.

—Hola, Ida.

Ella sonrió mostrando unos dientes ligeramente amarillentos. Midas no entendió por qué eso lo sorprendía; tal vez porque el resto de su persona tenía una tonalidad grisácea.

—Ida.

—Sí. —Señaló la moteada superficie de la roca—. ¿Quieres sentarte?

Midas tomó asiento a unos palmos de ella, que preguntó:

—¿Me lo parece a mí o está haciendo un invierno malísimo?

Las nubes se habían vuelto densas y grises como el cemento. El carnero restregó una pata trasera contra la valla, y el alambre de espino le arrancó un mechón de lana parda.

—No lo sé —respondió él.

—Ha habido muy pocos de esos días fríos y despejados en que el cielo luce azul brillante. Me gustan las jornadas al aire libre. Y las hojas secas no son de color cobrizo, sino grisáceo.

—Son bonitas —dijo Midas, examinando el manto de hojarasca que había ante sus pies. La chica tenía razón.

Ella rió: una risa débil y socarrona que a Midas no acabó de gustarle.

—Pero tú vas vestida de gris —observó. Le sentaba bien ese color. Le habría gustado fotografiarla entre pinos, en un entorno monocromático. Llevaría un vestido negro y maquillaje blanco. El utilizaría película de color y capturaría el tenue rubor de sus mejillas.

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