Dimas le escuchaba con la mirada puesta al frente, silencioso.
—Créeme. —El tono de Ferran era cercano y denso. Las palabras parecían arrastrarse hasta los oídos de Dimas llevadas por una efusividad alcohólica—. Un buen vino, un mantel de hilo, una cristalería impecable, un pijama de seda… Fruslerías, quizá, pero todo el mundo las quiere. Y sólo unos pocos las podemos tener. ¿Sabes lo que eso quiere decir?
—Que todo el mundo quiere ser rico.
—Sí, pero también hay algo más. Cuando te haces rico eres un rey. El torreón de tu castillo domina toda la llanura. Quien lo tiene, debe protegerlo a toda costa. Y todo eso, en realidad, no es más que una suma de pequeños detalles… —Ferran hablaba con su mirada fija en la carretera que ascendía sinuosa—. Detalles importantes, eso sí. Siempre ha habido clases, pero esas barreras cada vez son más sutiles. ¿Qué nos diferencia a los unos de los otros? Un comportamiento intachable, una honestidad a prueba de bombas o lo contrario, unos contactos bien escogidos… —recalcó esto último con especial énfasis—. En Barcelona ya somos cuatro las joyerías de prestigio. La población aumenta cada día, pero aumentan mucho más los pobres. Pronto no tendremos espacio ni para circular con este coche.
Luego calló. El vehículo rugía por las curvas bajo el mando seguro de Dimas. A lo lejos, el edificio del Casino apareció recortado en lo alto de la montaña. La luz amarillenta de las farolas rescataba a la construcción de esa monotonía oscura que se expandía por el firmamento. Ferran se retrepó en su asiento y su mirada turbia buscó un punto en el infinito, más allá del parabrisas del coche. Su voz volvió a sonar con fuerza:
—El Casino, por ejemplo. Todo el mundo quiere venir a él, pero sólo podemos entrar unos cuantos. ¿Qué placer se puede encontrar en perder dinero a manos llenas? —preguntó, ahora sí, directamente a Dimas.
—¿La posibilidad de ganarlo, tal vez?
—No creo que sea eso. Las manos te sudan cuando pones tu dinero en el tapete y la carraca de la ruleta empieza a traquetear —se sinceró Ferran—. Podrías levantarte y salir de allí antes de que la bolita se parase y la sensación apenas cambiaría. Es el hecho de jugar contra alguien, ¿sabes?, de poner en juego algo que los demás no tienen. El vértigo de la aventura, de la derrota. Pero yo no suelo perder, no está dentro de mis planes.
—De todas formas, siempre es posible… perder, digo…
—¿Qué quieres decir?
Cuando hubieron atravesado la enorme puerta metálica, Dimas detuvo el motor.
—Quiero decir que el Casino crea un ambiente de confianza en el que el cliente se siente seguro, pero el Casino nunca pierde. Representa un simulacro de seguridad con su calefacción, sus amplios y lujosos salones… —Se fue animando a medida que hablaba—. Y el cliente se va confiando; a veces gana un poco, otras veces pierde más de lo que gana, hasta que llega un día en que la guardia está baja, las facultades alteradas por el alcohol y las pérdidas son más cuantiosas de lo habitual.
—¿Y cómo sabes todo eso?
—Me lo imagino. Me da la impresión de que el Casino nunca pierde.
—Ya. Y crees que éste puede ser el día en que eso me ocurrirá a mí —dijo Ferran en tono recriminatorio.
Dimas se daba cuenta de que aquel terreno era resbaladizo y quiso retractarse:
—Bueno, yo no…
—Crees que hoy es el día en que mis «facultades», como tú dices, están mermadas.
—No he querido…
—¿Te parece que lo harías tú mejor? —Ferran lo miró con ojos vidriosos. Estaban dentro del coche, detenido frente a las escalinatas del glamuroso edificio, y los que paseaban junto a ellos dispuestos a apostarlo todo esa noche observaban la escena algo desconcertados.
—No, en absoluto. A mí me pasaría igual que a cualquiera —resolvió Dimas.
—¿Sabes una cosa, Navarro? En algo tienes razón: le pasaría a cualquiera. Pero yo no soy cualquiera, y espero que la próxima vez lo pienses mejor antes de hablarme así. ¿Acaso crees que tú y yo somos iguales? —Ferran se rió a carcajadas—. ¡Que le pasaría a cualquiera, dice! —repitió y continuó riéndose con fuerza. Abrió la portezuela del coche.
Ferran salió tambaleante y Dimas se quedó allí con una sensación de desamparo mordiéndole el pecho. Se culpó por haber querido dar un consejo a ese hombre que acto seguido le había humillado, que le había recordado que él siempre estaría por debajo, y además se había regodeado haciéndolo.
Mientras Ferran pertenecía a una familia burguesa y se movía en un ambiente de políticos e industriales, en el barrio de Dimas sólo había casas endebles, huertos, ratas y fábricas. Por mucho tiempo que transcurriese a su lado, por mucho que llevase trajes caros y que condujese un Hispano-Suiza como el del rey, por más que entrara y saliera de una mansión de San Gervasio y que fuera respetado y amado por alguien como Laura, mientras continuara a las órdenes de Ferran nunca dejaría de ser el mismo Navarro que hacía encargos para su jefe. Un esbirro, un subordinado, un don nadie; un «cualquiera» de los que él mismo había señalado. Y empezaba a estar harto de que siempre hubiera alguien dispuesto a volver a tratarlo como tal.
Dimas se hallaba apoyado en el capó del coche admirando el panorama del complejo de ocio y sus alrededores; prefería esperar fuera que encajado en el asiento del vehículo. Hacía ya un buen rato que había empezado a sentir el frío calándole los huesos. De repente escuchó unos pasos a su espalda y al volverse se topó con Inés. Su hermana había visto entrar a Ferran horas antes al Casino y aprovechó su momento de descanso para ir a hablar con él. Se pasó por encima de la cabeza la cinta que sostenía todo el pertrecho de cigarrera y lo colocó encima del capó. Con ambas manos se sacudió el frío, golpeándose los brazos. Dimas se quitó su gabardina y se la colocó por encima de los hombros.
—Parece que todos los ricachones de Barcelona se han puesto de acuerdo para venir a jugarse los cuartos el mismo día.
La relación entre Inés y él había ido creciendo desde su visita a la casa de su padre. Solía ir a verlos con frecuencia; Carmela trabajaba todo el día en el hotel y, como les había explicado ella misma, Inés odiaba comer sola, así que de vez en cuando les sorprendía con algo delicioso que preparaba allí mismo. Lo cierto era que Dimas agradecía su compañía.
—No te quejes de que venga tanta gente —comentó él ya de mejor humor—. Es bueno para el negocio.
—Sí, pero tengo las posaderas molidas a pellizcos —respondió sorbiendo aire por la boca al tiempo que se cerraba la gabardina por encima del uniforme; estaba helada—. Te juro que a veces me dan ganas de volverme y empezar a repartir guantazos. Si yo quisiera… Todos esos pomposos, con su elegancia y sus maneras solemnes no dejan de ser unos provincianos sin categoría. Sólo saben hablar de dinero y de sus últimas conquistas, y ambas cosas suelen ir cogidas de la mano. ¡Ay, si tuviera recursos! Pero ya llegará el día, ya, que me vengue de todos ellos y no me vuelvan a ver el pelo…
—¿A qué te refieres?
—No sé, no me hagas caso. Ahí adentro se habla de muchas cosas y nadie tiene el menor rubor de hacerlo delante de la cigarrera. Deben de pensar que soy una de sus putas sin cerebro.
Salió entonces del Casino con paso torpe un orondo personaje vestido con frac que se acercó hasta su coche. Los dos hermanastros permanecieron en silencio mientras el hombre miraba a un lado y a otro buscando a alguien. La brasa de un cigarro brilló al fondo, suspendida en la oscuridad, y luego voló al suelo y estalló en mil pedazos. El conductor, vestido de uniforme, apareció junto al coche cuando le alcanzó el haz de una de las farolas. Tras pasar el vehículo ya en marcha por delante de ellos, Inés continuó hablando.
—Ese que acaba de salir, Camps, sin ir más lejos: ¿has visto cómo se tambaleaba? Ha gastado dinero a manos llenas. Cualquiera diría que está forrado. Y en cambio… —Inés bajó la voz, como si fuese a anunciar algo delicado—. He oído decirle al director de
La Vanguardia
que se espere para dar la noticia de que su empresa está en quiebra. Quiere correr y vender discretamente antes de que el escándalo estalle. No sé qué ganará con unos días de plazo…
—Quizá cuente ya con alguien dispuesto a pagar o piense que todavía está a tiempo de conseguir un buen postor antes de que se descubra su situación.
—¿Tú crees?
—Es una posibilidad. Cuando alguien compra una empresa se hace responsable de todo su patrimonio, de todos sus bienes y derechos, pero también de todas sus deudas, y nadie quiere deber nada a nadie. Así que cuanto más tarde Camps en dar a conocer el auténtico estado de sus cuentas…
—… más posibilidades tendrá de que salga un comprador dispuesto a pagar por la empresa un buen precio —continuó satisfecha Inés—. Sabes mucho tú de negocios, ¿no?
—Quizá llevo demasiado tiempo conviviendo con la parte más turbia del mundo empresarial.
Dimas se quedó un momento distraído entre sus propias cavilaciones. Desde luego que sí, llevaba mucho sumergido entre esas aguas pantanosas y se movía bien entre ellas, tenía la fuerza y el sentido que le hacían falta, y los contactos adecuados de los que le había hablado antes Ferran. Lo había demostrado cada una de las veces que había conseguido sacar a su jefe de un nuevo atolladero, cada vez que recurría a él para resolver un problema que él solo no podía solucionar. Alzó la cabeza y, mirando fijamente a Inés, dijo:
—¿Sabes de qué activos hablaba Camps con el director del periódico?
—He oído algo sobre un cargamento de cobre de unas cinco toneladas que no aparece en sus libros.
Dimas cabeceó reflexivo.
—Se me está ocurriendo algo…
—¿El qué? —preguntó Inés curiosa.
—Antes de contártelo tengo que asegurarme de que funciona. Pero si lo consigo, éste no será el último negocio que emprendamos juntos —le dedicó una sonrisa.
—Eso estaría bien… A ver si me regalas algo; la última vez que recibí un detallito fue una liga que querían verme puesta. —Ante la mirada expectante de Dimas, ella respondió—: Mejor no preguntes.
Él no pudo evitar reírse.
—Anda, cuéntame qué más sabes sobre ese Camps —solicitó Dimas en cuanto su risa se hubo extinguido.
Continuaron hablando, despreocupada ella de las humillaciones de su trabajo y él del trato condescendiente de Ferran. La relación que existía entre ellos se estaba convirtiendo en una especie de vieja amistad que se basaba en la vida que podrían haber tenido si todo hubiese sido diferente, si hubieran crecido juntos bajo el mismo techo, pero sin el desgaste de haberlo hecho: ni rencores, ni envidias, ni juicios; se valoraban tal y como eran en ese momento.
Llevaban ya un rato conversando cuando Inés, que dominaba desde su posición las escaleras del Casino, vio aparecer una sombra recortada por el resplandor de las luces de la fachada. Era Ferran.
—Me voy. Ahí viene tu jefe. Ya os haré una visita un día de éstos —anunció Inés mientras devolvía la gabardina a Dimas y se colocaba la cigarrera con su correa tras el cuello.
Cuando Ferran se cruzó con Inés volvió su rostro hacia ella y se la quedó mirando en una posición forzada. Luego llegó hasta Dimas y lanzó un silbido de admiración.
—Chico, ya veo que no pierdes el tiempo… ¿Quién es ésa?
—Una empleada. Ha bajado a fumar un cigarrillo y hemos estado hablando.
—Ya veo. —Ferran esbozó una sonrisa maliciosa y después continuó con su discurso—: Pues mira, vamos a matar dos pájaros de un tiro. —Rebuscó en los bolsillos de la americana negra—. Para que veas que no siempre gana el Casino, aquí tienes un pellizquito. No te lo gastes todo en… tabaco. ¡Ja, ja! En tabaco rubio… —Se rió de su propia broma y le introdujo en el bolsillo superior de la chaqueta un buen fajo de billetes. Debía de haber ganado una fortuna, a juzgar por el tamaño de la propina. Dimas aceptó el gesto a regañadientes—. En tabaco rubio. ¡Qué ocurrencia! —continuó Ferran ya dentro del coche.
Dimas condujo con suavidad. Su jefe no tardó en quedarse dormido. Apoyó la nuca en el respaldo y, con la cabeza completamente echada hacia atrás, se le abrió la boca. Respiraba sonoramente. No era un ronquido, pero se le acercaba bastante.
Mientras conducía a la mansión de la familia Jufresa, Dimas pensó en lo importante que era obtener información, en la utilidad de saber cosas de los demás, cosas relevantes. Los datos que Inés le había proporcionado hacía un momento se le presentaban como una isla donde guarecerse. Estaba convencido de que estaba llamado a ser algo más que la sombra de Ferran, pues no era eso en lo que quería invertir el resto de su vida. Había trabajado duro para llegar lejos y debía sobrepasar el muro contra el que Ferran le obligaba a chocar permanentemente. Por su padre, por Guillermo, por su madre, por Inés… Y por Laura. También por Laura.
Cuando llegó a la mansión de los Jufresa, Dimas había tomado ya una decisión. Despertó a Ferran de su sueño y lo ayudó a entrar en casa.
—Eres un buen amigo, Navarro —le dijo.
—No es nada.
—Pasa y tomamos la última. —Ferran arrastraba las palabras y los pies.
No quiso llevarle la contraria esta vez. Cuando llegaron al salón de la planta baja, su jefe se fue directamente a una butaca y le pidió que le sirviera una ginebra del mueble bar. En lo que Dimas tardó en poner la copa Ferran ya se había dormido otra vez. Alzó el vaso en su dirección y brindó:
—A tu salud.
A primera hora de la mañana siguiente, Héctor Ribes i Pla entró en su despacho de las cocheras de Horta dando instrucciones a su secretaria para que no fuera molestado; no quería recibir a nadie ni que se le pasara ningún recado. Abrió uno de los cajones de su escritorio de caoba y sacó una caja donde se podía leer «Jaquecurine Golobart». Extrajo de ella un par de pastillas que se llevó a la boca. Cerró los ojos y se masajeó las sienes. Durante una hora estuvo sentado en su sillón de piel. Últimamente estaba padeciendo más jaquecas de las habituales, hasta tal punto que tenía la impresión de haberse hecho adicto a los analgésicos.
La guerra afectaba, aunque de diferente manera, a todos los países. En Cataluña algunos empresarios estaban haciendo el agosto con las exportaciones; pero otros, que proporcionaban servicios básicos y no podían subir los precios a su antojo, debían comprar materias y recambios a valores desorbitados. Los trabajadores ya estaban suficientemente explotados y el cada vez más fuerte sentimiento de clase hacía imposible aumentar las presiones por ese lado. Ribes i Pla sacaba provecho de la situación mediante sus contactos en la construcción y en la siderurgia, pero se veía perjudicado en la empresa de tranvías, ya que el coste de los materiales se había multiplicado y debía seguir haciendo frente a las mejoras y al mantenimiento. De sobra sabía que era imposible absorber esa subida con los precios de los billetes: incrementarlo supondría un descontento que ningún político estaba dispuesto a tolerar. Así que no tenía más remedio que agachar la cabeza y aguantar con sus otros negocios.