El sueño de la ciudad (39 page)

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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Eres la primera mujer que veo conducir —confesó Dimas recostado sobre su asiento, con el codo apoyado en la puerta. Llevaba la gabardina puesta y el sombrero levemente inclinado.

Laura mostró una amplia sonrisa.

—Es que no me gusta depender de nadie.

—Entiendo… ¿A la vuelta dejarás que conduzca yo?

—Ya veremos. —Le guiñó un ojo divertida.

Laura había recogido a Dimas en la Sagrada Familia. Verla aparecer conduciendo el coche de su padre había sido toda una sorpresa para él; también que lo llevara fuera de Barcelona. Todavía no había querido confesarle adónde. Normalmente a Dimas le gustaba disponer del control; con Laura tenía la sensación de que algo se le escapaba. Sin embargo, no le incomodaba experimentar esa vulnerabilidad con ella.

—¿Te agrada el paisaje? —le preguntó Laura habiéndose percatado de que no le quitaba ojo de encima.

Su cabello se despeinaba por el aire que entraba a través de la ventanilla a medio bajar. Ese día estaba todavía más guapa que de costumbre. Llevaba un abrigo de terciopelo verde sobre una falda y jersey rojos que acentuaban el tono de sus labios rosados.

Dimas le dedicó media sonrisa:

—Sí, me gusta mucho. —Desvió un momento la mirada hacia el frente—. ¿Vas a contarme adónde me llevas?

—Todavía no, ya te he dicho que era una sorpresa.

—A este paso voy a creer que intentas secuestrarme…

—Seguro que a Ferran le daría algo.

Ambos rieron distendidos. En aquel día Ferran y sus proezas no tenían cabida. Les colmaba una profunda sensación de embriaguez; tenían muchas horas por delante sin miedo a ser descubiertos, sin tener que esconderse de nadie.

Mientras conducía, Laura se dejaba mecer por esa felicidad, una mano suave y tibia que acariciaba su pelo y su rostro. Todo a su alrededor aumentaba la intensidad de sus sensaciones: el aire y el frescor de diciembre que entraba por la ventanilla, la madera del volante, caliente por el sol de invierno que se filtraba por los cristales, el color azul del cielo y el mar, los matices turquesa al fondo, la línea de la costa diluida y de color marfil, las ondas de espuma lechosa que se interrumpían en los espigones…

En una de las curvas pasaron junto a una construcción de piedra y ladrillo que llamó inmediatamente la atención de Dimas:

—Qué edificio más extraño. Me recuerda a uno de esos castillos antiguos.

—Está hecho con esa intención. Es la bodega Güell —replicó ella—. Hace casi treinta años que la proyectó Gaudí, aunque algunos malintencionados le nieguen su autoría.

—Es espectacular. —Dimas volvió el rostro atrás a medida que el coche avanzaba.

—Es una de esas obras a las que las formas parabólicas le dan un aire recogido. Pero en cuanto accedes al interior esa sensación se desvanece y comprendes realmente las grandes dimensiones del edificio. Mira todas esas pendientes de losas de piedra en las cubiertas, y las chimeneas…

—Parece una fortaleza más que una bodega.

—La verdad es que tiene varios elementos que provienen de la arquitectura medieval —confirmó Laura—. Las ventanas parecen aspilleras por donde un arquero lanzaría sus flechas, los muros son sólidos y altos…

—¿Has estado dentro?

—Sí, una vez visité las bodegas con mi familia. No es un vino especialmente delicioso: Güell sólo lo sirve a los barcos de la Compañía Transatlántica y lo exporta a Cuba, pero el edificio me fascinó desde el primer momento.

—No parece de la misma persona que está haciendo la Sagrada Familia…

—Gaudí no se repite. El lugar y el entorno, su utilidad… Todo está estudiado: es capaz de transportarte a otra época y a otro lugar con sus edificios. Por eso su labor es tan importante. Es, casi diría, terapéutica.

Laura inspiró con fuerza llenando sus pulmones. Ese día, esa escapada, representaba un alejamiento de la realidad que los envolvía. El sol empezaba a estar más alto y refulgía con fuerza, reverberado por la inmensidad del mar.

Dimas la observaba y la escuchaba fascinado hablando de arte, de arquitectura, de Roma… Le gustaba cómo explicaba aquello que conocía; cómo se apasionaba con cada hallazgo, con cada una de las facetas que encontraba en una escultura, en una pintura, en una joya. O cómo desgranaba el proceso que la había llevado a descubrir algo nuevo.

Laura continuó el resto del trayecto hablándole de su viaje, de su visión de las formas en el arte, y después la conversación se desvió a su vuelta a la casa familiar, a lo que representaba y cómo se sentía: no quería parecerse a su hermana Núria, ni a su madre, ni a las amigas con las que había crecido… Echaba de menos ver más a Ramon. Pero no todo eran inconvenientes, se apresuró a decir: la relación con su padre era magnífica, siempre comprendía adónde quería llegar, y le encantaba su trabajo, poco a poco iba encontrando su sitio. Mientras hablaba, Laura alternaba su mirada entre el paisaje y la expresión atenta de Dimas, que no dejó de escucharla en ningún momento. Cuando el cartel de Sitges apareció frente a ellos, él la miró extrañado. Ella le explicó:

—Es uno de los mejores sitios del mundo. No es Roma, pero estoy segura de que te gustará. —Lo miró con complicidad.

Fueron adentrándose a una velocidad más reducida entre las estrechas calles del pueblo. Mientras descendían una pendiente que iba directa a la playa de San Sebastián, justo al lado de la parroquia de San Bartolomé y Santa Tecla, Laura señaló una casa blanca con grandes ventanas cubiertas de hierro.

—Aquél es el Cau Ferrat. Es la casa del pintor y escritor Santiago Russinyol. En ella se han celebrado multitud de fiestas a las que acudían grandes artistas: poetas, músicos, escultores…

—¿Por qué se llama así?

—Porque Russinyol deseaba que fuera un refugio, una madriguera para los artistas del momento, de ahí lo de «
cau
». Además, disponía de una buena colección de hierro forjado, por eso es también «
ferrat
».

Dimas asintió sin dejar de mirar aquel lugar tan alegórico. Laura detuvo el coche poco después y, en cuanto se apearon de él, el ambiente marino les golpeó directo en las retinas. Allí la luz era más viva, deslumbrante; más que en Barcelona. Dimas se restregó los ojos mientras miraba a un lado y a otro.

—Lo sé —anunció Laura—. Es esta luz lo que atrajo a tantos artistas.

Desde el vehículo habían ido todo el tiempo contemplando y admirando el mar, los pequeños barcos de juguete desde la altura de la carretera, el azul vibrante del agua y la arena y la roca, indestructible, perfilando la costa y defendiéndola… Como en un lienzo. Ahora, fuera del coche, todo parecía más cercano, más real, y mientras el mar se movía al compás de las olas, las barcas permanecían varadas en la playa como grandes esqueletos abandonados a su suerte.

A primera vista no parecía haber nadie. Laura y Dimas se miraron al borde de la carretera. Sonrieron y se quitaron los zapatos. No hacía frío: el sol calentaba lo suficiente. Pasearon sobre la arena seca y se aproximaron a donde reposaban las barcas en hilera, con las panzas moteadas de algas. Iban cogidos de la mano. En un punto se detuvieron y se besaron. Largamente, sin prisa. Extendieron la gabardina de Dimas junto al último de los botes para no llenarse de arena. Al rato, él habló:

—Has conseguido sorprenderme de verdad —confesó. Se había estirado con la cabeza sobre el regazo de Laura. Ella estaba sentada y recostaba la espalda en la madera de la barca.

—Me alegro —respondió ella acariciándole el pelo. El sombrero de Dimas reposaba a un costado—. Sabía que te gustaría este sitio.

—No me refiero sólo a hoy. Digo en estas últimas semanas. Pensaba que eras una persona muy distinta de la que en realidad eres.

—Pensabas que era como el resto de mi familia —le interrumpió ella.

—Supongo que sí —admitió. Con los ojos cerrados, escuchaba la voz de Laura, la brisa, las olas que le mecían en el sopor del mediodía.

Ella soltó una risa y añadió:

—No importa. Yo también pensaba que eras de otra manera.

—¿Cómo?

—No sé, más como mi hermano. Un avaro sin escrúpulos. —Al ver que Dimas callaba, Laura agregó—: A veces las primeras impresiones nos engañan.

Ambos permanecieron en un silencio apaciguado, recibiendo los suaves rayos de sol, que les calentaban el rostro y les provocaban una reconfortante sensación de paz. Se refugiaban en el contacto mutuo. Podrían quedarse así para siempre, pensaban cada uno por su cuenta, gozosos de tenerse el uno al otro. Era como si no importara nada más que ese instante, como si no necesitaran otra cosa.

De repente, una sombra se alzó ante ellos entorpeciendo el paso de la luz y les obligó a abrir los ojos. Dimas descubrió la silueta de varias personas a contraluz y se puso en pie rápido. Un pequeño séquito de pescadores los estaba contemplando.

—¿Estáis a gusto? —preguntó el primero de ellos. Los de detrás rieron desacompasados.

—Siento mucho si les hemos molestado, pensábamos que no había nadie —se justificó Dimas, formal. Ambos se sacudieron la arena de las ropas.

—No pasa nada, hombre. Es que ésta precisamente es mi barca. ¿Ves? Se llama
Maria
, como mi señora —añadió el pescador señalando el bote en el que habían estado apoyados.

Dimas y Laura se disculparon por la intromisión y rápidamente la conversación se desarrolló por otros derroteros. Se presentaron unos a otros y los marineros les invitaron a probar lo que habían pescado. Justo unas barcas más allá tenían ya dispuestas la hoguera y las parrillas. Laura y Dimas se miraron sorprendidos y aceptaron. Se sintieron como en casa, o mejor.

Cuando el pescado estuvo hecho, lo llevaron a una vivienda a pocos metros de la playa con un gran patio soleado. Sentados a la mesa, el griterío era considerable. Los niños correteaban alrededor y hombres y mujeres hablaban alto y reían. Se pasaban los porrones de un vino blanco oscuro, se hacían rabiar o cuchicheaban, se señalaban con mofa o se alentaban los unos a los otros. Laura y Dimas se divirtieron con las ocurrencias de aquellos hombres y mujeres curtidos y joviales. De vez en cuando respondían a las preguntas que les lanzaban y aceptaban con sumisión las chanzas hacia los habitantes de la gran ciudad; no había maldad alguna en ellos. Cuando acabó la comida y la charla fue languideciendo en el sopor de la tarde, Laura y Dimas se levantaron y se despidieron. Todos los saludaron con entusiasmo y les invitaron a volver cuando quisieran. Atrás continuaron las risas, las voces y algún llanto de niño.

La tarde empezaba a refrescar y el sol se ocultaba tras las montañas, como una letanía que poco a poco se iba diluyendo entre el rumor del agua. El cielo adquiría tonalidades violetas mientras el mar se espesaba poco a poco. Laura y Dimas se quedaron un rato sentados sobre una roca del espigón, con los hombros juntos, compartiendo el calor de sus cuerpos. Laura llevaba la gabardina de él abrochada por encima de su abrigo para protegerse del frío. Dimas lo resistía defendido únicamente por su traje.

—Ha estado bien el día —aventuró ella.

—Ha estado más que bien —confirmó él.

Ella apoyó su cabeza en el hombro de Dimas. Él recostó la suya sobre la de ella y luego la besó.

—Todavía no me has explicado qué te dijo Jordi.

Laura bromeó sobre sus recelos y le tranquilizó: ya estaba todo aclarado. No había de qué preocuparse; le explicó que Jordi lo había comprendido. Y así se quedaron los dos dilatando el tiempo que ya apenas les quedaba. Deseaban alargar cada instante para memorizarlo los días siguientes. No sabían cuándo podrían repetir una jornada como aquélla. Con el sol se apagaba también la sensación embriagadora de que un día entero duraba mucho. Caminaron hacia el coche con lentitud, como si así pudieran alargar la jornada, estirarla hasta lo imposible. Laura no dejó que Dimas condujera: todavía quería enseñarle un lugar más, un rincón que descubrió de casualidad buscando un paisaje para uno de sus dibujos. Dimas asintió. Notó una electricidad en la mirada de su amada que le provocó un escalofrío.

Al poco de iniciar el camino, Laura tomó un desvío casi escondido entre matorrales que conducía a una explanada verde medio oculta que terminaba en un precipicio desde donde se contemplaba la costa. Bajaron del coche y se sentaron sobre la hierba. El mar aparecía majestuoso y el cielo, allá arriba, protector. Se mantuvieron en silencio mirando el paisaje hasta que Dimas le tomó una mano entre las suyas. Laura apartó la vista del Mediterráneo y posó sus grandes ojos en los de su amado. No necesitaron más señal, ni más indicación. Despacio, como temiendo romper el mágico equilibrio que les rodeaba, acercaron sus labios. Las manos de Laura acariciaron el cuello y la nuca de Dimas al tiempo que se dejaba caer de espaldas. Dimas, sin dejar de besarla, posó las suyas sobre el cuerpo de ella, que arqueó la espalda como para ofrecerle su pecho. Los labios de él recorrieron su cuello hasta detenerse entre sus senos. Laura dejó escapar un suspiro y separó ligeramente las piernas para rodearlo. Apoyando sus pequeñas manos en el rostro varonil de Dimas, lo atrajo de nuevo hacia su boca. Fundidos en un apasionado beso, ella le desabrochó la correa. Con gesto rápido, Dimas se bajó el pantalón, y Laura le respondió subiéndose la falda. A punto de entrar en ella, Dimas notó la mano de Laura sobre su miembro, acariciándolo con profundidad. Ambos se miraron con deseo creciente hasta que Laura lo condujo a su interior. Ella cerró los ojos al notar a Dimas dentro, ahogando un gemido. Moviendo su pelvis, invitó a su amado a que empujara, a que no se midiera. Dimas, enardecido, aceleró el ritmo, dejando escapar gemidos de placer que se mezclaron con los de Laura, libres ambos de ataduras, sin miedo alguno a que los vieran, protegidos por un paraje cómplice, ajenos a las convenciones.

Dimas levantó ligeramente su torso apoyando las manos en la hierba. Apretó los dientes tratando de resistir hasta que pudo contemplar cómo el rostro de Laura se desencajaba por el placer. Sólo entonces ralentizó el ritmo para saborear todavía más el momento de su clímax mientras Laura sonreía radiante. Finalmente cerró los ojos y se posó sobre ella despacio, con los ojos cerrados y la respiración agitada por el éxtasis. Ella le colmaba de pequeños besos que recorrían su rostro mientras Dimas la abrazaba deseando fundirse en ella, como el agua en la arena. De pronto, entre el sonido de las olas allá al fondo y la brisa que les acariciaba, se escuchó la cálida voz de Dimas:

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