El sueño de la ciudad (41 page)

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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Esta hermana tuya no para de darnos disgustos —le dijo Pilar a Núria. Iba engalanada con una falda hasta los pies, una chaqueta a juego y un sombrero coronado al frente por una pluma de faisán—. Deberías hablar con ella; a ti te escucha más que a mí. Quizá todavía no sea demasiado tarde para poner remedio.

—Laura ya es mayorcita, madre. Si algo no le agrada sencillamente lo evita. Y tampoco escucha, así que probablemente le dará igual lo que yo le diga. —Núria había sabido antes que nadie que Laura no deseaba casarse con Jordi.

Entre las mujeres de alta sociedad se encontraba la esposa del jefe de policía, Berta Bragado, a quien le gustaba que la llamaran así a fin de aprovechar la influencia del apellido de su marido. Siempre tenía algún rumor que difundir o alguna queja que soltar. Núria Jufresa pensaba, y como ella muchas otras damas, que los secretos de alcoba debían permanecer allí. Por no hablar de su mal gusto para la vestimenta o de su cuerpo descuidado, que le conferían el aspecto de una burguesa sobrevenida, sin estilo. La señora de Bragado vestía un traje que parecía provenir de una época anterior, en organdí de algodón con bordado Richelieu muy poco adecuado para esas horas del día. Su voz era más incómoda, por lo chillona y lo alto de su tono, que un violín mal afinado.

—Ya nos gustaría a muchas hacer lo que tu hija, Pilar. Yo misma, si pudiera mandar a Esteban con alguna de sus queridas, lo haría. Pero a mi edad… Me hago la tonta haciendo que no veo el carmín en sus cuellos, o que no huelo el perfume de sus levitas. Hoy mismo hemos tenido una discusión a causa de la fiesta que darás el día de Navidad.

—No me digas que vais a faltar también vosotros. No sé cuántos más van a fallar después de lo que ha pasado —respondió Pilar. Tomó la copa de
champagne
que Ramona le ofrecía a fin de olvidar o paliar al menos sus preocupaciones. Pretendía que, en la medida de lo posible, la jornada no se viera afectada por la desagradable noticia.

—Sí, sí que acudiremos, Pilar. ¿Cómo íbamos a perdernos la mejor fiesta del año? Y como nosotros muchos más, ya lo verás. No te preocupes: haya pasado lo que haya pasado, la vuestra es una familia muy querida.

—¿Y por qué discutíais esta vez, Berta? —preguntó Pilar por curiosidad.

—Bueno —se aclaró la garganta—, sólo por el vestido que quiero comprarme para la fiesta. Esteban no quiere que gaste dinero y pretende que me ponga alguno de los modelos que tengo en mi vestidor, la mayoría más antiguos que yo. Y luego me entero de regalos más caros que todo mi armario que no sé adónde habrán ido a parar.

Núria bufó: también ella tenía problemas con su marido pero no los exponía a los cuatro vientos. Las otras dos mujeres que las acompañaban y que hacían como que leían revistas de moda se miraban de soslayo, igualmente aturdidas. Pilar aprovechó el momento para sacar fuera de sí algo de su rabia.

—Entonces hoy debes comprarte el vestido más caro de todos —exclamó.

—Y eso es lo que voy a hacer. —Ambas mujeres entrechocaron sus copas de cristal y se sonrieron con complicidad.

La hija mayor de los Jufresa suponía que el único motivo por el que su madre invitaba a Berta Bragado era para reírse de ella. Pero ahora parecía sincera en su trato y simpatía hacia la mujer del jefe de la policía. No sabía si era un rasgo de caridad que la honraba o si, llevada por las circunstancias y por la mano sabia de Ramona, se había excedido con el
champagne
.

—Por cierto, ¿dónde vas a celebrar la fiesta este año? —preguntó una de las otras señoras.

—En los jardines del Park Güell —respondió Pilar entornando los ojos—. He hablado con Eusebi y no ha puesto inconveniente. ¿Habéis visto cómo está quedando la casa Larrand? Es una maravilla.

El Park Güell se relacionaba estéticamente con el parque de La Fontaine de Nimes. Allí estudió Eusebi Güell de joven y quedó por lo visto gratamente sorprendido. Pese a que aquéllos eran unos jardines públicos, su intención cuando encargó su diseño a Antoni Gaudí era que fuese una urbanización separada del barrio de Gracia con la forma de un parque privado: sesenta parcelas con importantes servicios comunes. Pero la idea había fracasado y en las quince hectáreas sólo habían construido tres casas más la portería, así que el noble industrial permitía que ciertos actos se celebraran en el parque.

—Tengo entendido que Gaudí también vive allí —intervino Núria—. Si lo invitaras a la fiesta seguro que Laura se alegraría.

—Ahora mismo su felicidad me importa un pimiento, hija, la verdad. ¿Qué es lo que le pasa a esa muchacha? Su padre siempre la defiende, pero de ésta… De ésta no hay quien la saque. En cuanto regrese a casa va a recibir una buena reprimenda, al menos por mi parte.

Núria dio vueltas a la copa agitando el líquido que contenía. A pesar de la ingratitud de su hermana, de su inconsciencia y provocación, no podía evitar experimentar cierto cosquilleo al final del estómago, algo parecido a los celos, cuando pensaba en lo que había conseguido. Por lo menos tenía los arrestos suficientes para luchar por ello y no sólo lo hacía en el trabajo, cada día, sino también rebelándose ante lo que los demás intentaban imponerle.

—Quizá esté enamorada de otro —anunció Berta por sorpresa.

—Qué tonterías dices, Berta. ¿A quién va a conocer si está todo el santo día trabajando en el taller o en la iglesia esa? No tiene tiempo de nada —respondió Pilar. Y zanjó la cuestión señalando el último modelo que una joven de no más de veinte años con el cabello rubio recogido en un moño caído exhibía con andar tímido—. Me encanta. Guárdamelo, Ramona.

Mientras la modista y Pilar iniciaban un diálogo sobre cuándo le tomarían las medidas para que pudiera disponer de ese precioso conjunto de dos piezas en color celeste, Núria se quedó callada. Por una vez, la salida de Berta no había sido tan descabellada. Se puso a recordar las últimas conversaciones con Laura y se rindió por completo a su intuición femenina. Sí, Laura había mostrado interés por otro hombre aunque no lo reconociera abiertamente y Núria sabía muy bien de quién se trataba, como también se habría atrevido a apostar a que en esos momentos su hermana no estaba con ninguna amiga como había dejado dicho aquella mañana. Miró su copa y, cuando las burbujas parecieron aquietarse, la apuró de un trago.

Muy cerca de la Sagrada Familia, donde esa misma mañana se habían encontrado, Laura y Dimas, con el día a punto de finalizar, no hallaban la forma de separarse. La despedida ya duraba varios minutos y ninguno de los dos se decidía. Dimas se hallaba en el asiento del piloto, pues Laura le había permitido al final conducir el coche de regreso a Barcelona. Acariciaba una de las manos de ella apoyada en su rodilla, sin dejar de mirarla.

Laura se aproximó y le besó. Le desordenó el pelo con una mano.

—Por un día no lo llevas todo repeinado —dijo.

Él sonrió pasándose la mano por la cabeza y respondió.

—Hoy no estoy de servicio. —Tras un silencio agregó—: ¿Por qué no te quedas?

Sabía que era una pregunta estúpida. Ella era una dama, jamás pasaría la noche fuera de su hogar, pero no se había podido resistir a formularla. Nunca antes había invitado a una mujer a su casa; solía ser él quién iba a las de ellas para marcharse a la mañana siguiente por donde había llegado.

Laura sonrió.

—No puedo… Creen que estoy con una amiga de excursión. No puedo llegar más tarde…

Dimas asintió comprensivo y dejó escapar un suspiro.

—Entonces debería irme ya… —agregó tras mirar el reloj que guardaba en el bolsillo del chaleco.

—¿Te veré mañana en el taller?

—Sí, me pasaré temprano aunque sea para verte un momento.

—Perfecto —respondió ella. Le besó de nuevo lentamente, y luego le mordisqueó el labio inferior.

—Para, para o tu padre tendrá que pasar los próximos tres días buscándote.

Laura dejó caer su cabeza hacia atrás riéndose. Dimas abrió la puerta del automóvil y salió sin dejar de mirarla. Ella saltó al asiento del piloto y le despidió agitando la mano. Pisó el acelerador y el vehículo resonó entre la oscuridad de las calles que a esa hora se hallaban casi completamente vacías. Dejaba atrás el eco de lo maravilloso que había sido aquel día.

Dimas se sentía eufórico y sin ganas de irse a dormir. A pesar de que estaba ya en el portal de su casa, comenzó a caminar hacia el centro. Visitaría a Manel y tomaría una copa en el London Bar. Con la brillante luna a su espalda tuvo la sensación de que, en ese lugar y en ese momento, era capaz de hacer cualquier cosa que se propusiera, como si el mundo entero se postrara ante él.

Tardó poco menos de una hora en cruzar media ciudad y llegar al Raval. Ya en Conde del Asalto escuchó a lo lejos la música que surgía del bar de su amigo, y de pronto le pareció ver doblando la siguiente esquina a Àngel Vila, el trabajador del taller Jufresa. Estaba alegre, la vida le sonreía y pensó en saludarlo. Aceleró, pero al doblar el mismo saliente que él, vio cómo se adentraba en unos bajos vigilados por un hombre que le triplicaba en tamaño. Dimas sabía bien qué escondía aquel lugar. Había visto otros como ése a pesar de que iban cambiando su ubicación; él mismo había participado en una de esas reuniones tiempo atrás: Àngel Vila acudía a un mitin clandestino. Sin embargo, concluyó que aquél no era asunto suyo. Dio media vuelta y se dirigió al bar.

Ya en la puerta descubrió la melodía aguda que surgía del piano que el propietario Josep Roca tocaba encogido sobre las teclas. Los gritos y las risas del público lo superaban a veces en intensidad. Dimas atravesó el umbral y al ver su propio reflejo en los espejos tras la barra se fijó en lo descuidado de su aspecto: se había quitado la corbata y llevaba el cuello de la camisa a medio abrochar. Se acordó del día tan fantástico que había disfrutado junto a Laura y terminó de olvidarse por completo de los anarcosindicalistas.

Manel se hallaba en la barra del local sirviendo Anís del Mono a un cliente vestido aún de trapecista. Mientras tanto, un payaso con la nariz pintada de rojo y los ojos y la boca rodeados por anillos de maquillaje blanco simulaba caer del pequeño escenario al ritmo de las notas de Josep. Todo el público reía y gritaba a pleno pulmón, también Manel, que parecía no cansarse nunca de todo aquello.

—Qué animado está esto —anunció Dimas a modo de saludo.

El camarero desvió un momento los ojos del espectáculo y lo miró con detenimiento:

—Y tú, ¿qué? ¿Qué te pasa hoy?

—A mí nada, ¿por qué? —mientras respondía Dimas notó la tensión en sus mejillas.

—Tú tienes una chica, y te tiene en una nube, ¿eh? Mírate.

—Calla… —respondió divertido mientras cogía la cerveza que le acababa de servir Manel.

Al introducir la mano en uno de los bolsillos de la gabardina para sacar un billete se encontró con que estaban cubiertos de suave arena. Mientras los sacudía en el aire Manel bromeó:

—Así que a la playa. Es un buen sitio para…

—Anda, cóbrate —le dijo poniendo el dinero sobre la barra.

Cuando Manel reía sus mejillas dibujaban dos hoyuelos que derretían a las mujeres. Tenía un rostro juvenil y alegre que combinaba unas pestañas larguísimas con una nariz y una boca hombrunas. Su pelo despeinado y su aspecto desaliñado le hacían parecer como acabado de salir de una trifulca; un aire peligroso que coincidía poco con su auténtica personalidad, bondadosa y honesta a más no poder. Dimas se sentó en un taburete en la barra y se dejó mecer por las risas, por el ambiente sonoro y cargado de la noche del barrio Chino. Manel seguía concentrado en el espectáculo del pianista y el payaso y de vez en cuando los jaleaba como uno más del público. Dimas se dio cuenta de que era el único que no estaba pendiente. Se sonrió mirándose al espejo y comenzó a gritar él también. Dejó que el torrente de alegría que inundaba el local se mezclase con la suya.

Cuando llegó, Laura se encontró a su padre en la biblioteca. Conversaron largo rato en la misma sala en la que Josep Lluís Antich había emitido horas antes su amenaza. Francesc había empezado preguntándole por la excursión y ella le había explicado lo bonito que era Sitges, el día tan maravilloso que había hecho… intentando que la risa no asomase a su rostro y evidenciase la mentira, o la no verdad, porque Laura no era capaz de mentirle. Pero su alegría no fue suficiente para enmascarar la realidad y poco a poco se fue dando cuenta de que algo ensombrecía a su padre.

Siempre había sabido que tarde o temprano tendría que enfrentarse a su familia por lo que había pasado con Jordi, y que cuando llegara el momento asumiría las consecuencias con rectitud. Sin embargo, pensaba que esas consecuencias serían personales y se traducirían en dificultades en su relación con Jordi por culpa de los celos, en respuestas airadas e incomodidad en las tertulias u otros compromisos ineludibles en los que coincidieran. Nunca se le ocurrió pensar que su negativa acarreara consecuencias a su familia. Por eso, cuando su padre le hizo partícipe de la visita de Josep Lluís Antich, el cielo se desplomó sobre su cabeza.

El sentimiento de culpa de Laura se mezclaba con una rabia irreprimible. No había caridad en sus pensamientos, ni comprensión. Se sentía impotente por ser mujer y tener que acatar unas convenciones hechas por otros o ser condenada al juicio público. Sus pensamientos se agolpaban y alejaban de sí la felicidad y las ideas positivas que la habían inundado durante todo el día. Era como si toda la dicha vivida se hubiera convertido en desgracia, en un castigo. Y ese sentimiento de caer en el pecado hizo aumentar su culpabilidad. Además recordó los acuerdos comerciales que había entre los Antich y los Jufresa. Pensar en que su decisión podía perjudicar al negocio familiar le pareció una carga injustificada.

—No te preocupes, cariño. Todo esto se arreglará —la tranquilizó su padre leyéndole la mente.

—No entiendo qué se ha creído ese hombre —respondió ella exasperada—. Como si yo tuviera que saber lo que se les pasa por la cabeza a los Antich para desmentirlo antes siquiera de que se les ocurra formularlo. Hablaré con Jordi.

—No le digas nada, Laura, será peor. Jordi no va a cambiar a su padre, lo conozco desde hace muchos años.

La estancia estaba iluminada por la anaranjada luz de la chimenea. Sombras móviles se proyectaban sobre los libros en la pared del fondo. Los ojos de su padre se notaban cansados y Laura le cogió una mano.

—Siento no haber visto antes lo que pasaba. Cuando hablé con Jordi también reconoció su error, no entiendo…

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