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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (7 page)

BOOK: El Sótano
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En el informe sobre Viernes, Miguel Quirós había anotado algunas de las frases que el paciente había dicho en las sesiones de terapia. En medio de un maremágnum de incoherencias, había tres en concreto que llamaron poderosamente la atención de Eduardo.

Los cíclopes me cogieron cuando el sol de la noche me alumbraba con su luz helada. Me llevaron a su guarida, en las profundidades. Allí vi sus verdaderos rostros, y eran humanos.

Arriba y abajo, delante y detrás. Tienen miedo de lo que no ven, que sí les ve a ellos. Quieren salir, pero no pueden. Las voces mandan.

Argos lo ve todo. Argos es fuerte. Puede matar. Pero no es lo peor del mundo. Casi no es nada. Lo peor del mundo es el proyecto 101, el proyecto 101, el proyecto 101…

No eran palabras fáciles de comprender y quizá sólo se trataba de los desvaríos de una mente enferma. Pero Eduardo no pensaba que fuera así. Loco o no, ese enigmático paciente había mencionado un proyecto militar secreto que muy pocos conocían. Además, su intuición periodística, que nunca le había fallado, insistía en que los desquiciados comentarios de Viernes ocultaban una realidad encubierta y temible. Especialmente la última frase, en la que mencionaba Argos. Porque venía a decir que era poco más que un juego de niños comparado con el Proyecto 101, al que aludía de un modo obsesivo y acerca de cuya naturaleza no había la menor pista en todo el informe. En vez de seguir dándole vueltas, Eduardo decidió probar suerte en internet y buscar información en Google sobre ese misterioso Proyecto 101. Más de diez mil resultados. Como siempre, algo abrumador. Comprobó sólo los primeros enlaces. Nada relevante, al menos para su investigación, y él nunca había sido un tipo paciente.

Decidió llamar por teléfono a uno de sus mejores confidentes, Sandra Ronda, una oficial del Centro Nacional de Inteligencia a quien conoció en Londres años atrás. Antes de marcar su número, evocó el morbo que le producía verla vestida de uniforme, con el pelo intensamente negro, recogido en un moño, y sus enormes ojos color miel. Pero estaba casada y era fiel a su marido. Nadie es perfecto. De ideología progresista, a veces daba a Eduardo alguna información sobre las prácticas que ella consideraba impropias de un país democrático, que por el hecho de serlo debía dar ejemplo de autoridad moral.

—¿Sandra? Soy Eduardo. Eduardo Lezo.

Ella se alegró mucho de oír su voz. Estaba destinada en Malabo, la capital de la antigua Guinea española, una colonia africana en la que los yacimientos de petróleo movían muchos hilos políticos. Sandra estaba de permiso, esperando frente a la taquilla de un teatro para comprar unas entradas. Para ella y su marido Alfredo, claro.

—Dime, Eduardo, ¿a qué debo el placer de tu llamada?

—Verás, Sandra, un amigo íntimo mío ha muerto en un accidente dudoso. Era psiquiatra, y estaba tratando a un enfermo sin identidad que mencionó Argos. —Hizo una pausa para valorar el efecto que causaban sus palabras.

Ella habló en voz baja.

—¿Argos? Sí, sé lo que es. Ya habíamos hablado de ello. Que yo sepa, no hay ninguna novedad.

—No, Sandra. No te llamo por Argos, sino por otro proyecto.

Eduardo hizo una nueva pausa. Ella esperó en silencio a que continuara. Al otro lado se escuchaban los sonidos del caótico tráfico de la ciudad y algunos fragmentos de conversaciones acalladas por el ruido, en un español con un acento bastante peculiar.

—¿Has oído hablar del Proyecto 101? —preguntó Eduardo sin más rodeos.

—¿El Proyecto 101? No, la verdad es que nunca he oído ese nombre.

El tono de la respuesta parecía sincero. De todos modos, Eduardo insistió.

—Sí, Proyecto 101. Quizá sea algo relacionado con Argos. Intenta recordar.

—No, de verdad, Eduardo. No tengo ni idea. Puedo preguntar a algunas personas de confianza, si quieres. Regreso a Madrid en una semana. Yo, desde luego, no sé nada.

—Prefiero que no lo comentes con nadie por el momento. Voy a tratar de hablar con el paciente de mi amigo. Por lo visto ha perdido totalmente la cabeza y sólo dice incoherencias, pero quizá pueda sacar algo en claro de él. Tú mantén los oídos abiertos, ¿de acuerdo? Si oyes algo avísame, por favor. Pero no hables de esto con nadie —insistió.

—Haré lo que dices. Chitón y antena puesta.

—Gracias, Sandra. Un abrazo para Alfredo.

Eduardo lo había intentado. Ya sólo le quedaba una cosa por hacer en Toledo, antes de despedirse de Marta hasta el funeral de Miguel: acudir a la única fuente disponible sobre el misterioso Proyecto 101.

Cuando llegó al hospital público se identificó como periodista. A diferencia de los policías, que deben entregar su placa y su pistola, a los periodistas no les retiran el carné y la libreta de notas cuando los suspenden temporalmente de empleo y sueldo. En recepción, una amable enfermera le dijo que el paciente sin identidad de Miguel Quirós ya no estaba allí, y que no había información alguna sobre adónde lo habían trasladado. Nadie se había presentado hasta el momento como familiar o amigo. En definitiva, lo habían trasladado, y punto. Como era una mujer solícita y atenta, Eduardo comprendió enseguida que no ocultaba nada. Son cosas que se aprenden a «oler» con el oficio. Por mucho que insistiera, no obtendría nada más de lo que ya sabía: que se habían llevado a Viernes a otro lugar. Y que eso cercenaba su investigación cuando apenas había empezado.

Aún estaba lamiéndose las heridas de la frustración cuando sonó su teléfono móvil. Miró la pantalla. «Número oculto.» Eduardo pensó que quizá se trataba de alguna promoción telefónica, o algo por el estilo, pero se equivocaba de medio a medio. Aquella llamada lo dejó de piedra. La persona que habló no quiso identificarse de ningún modo, aunque estaba claro que era un hombre, seguramente mayor. Tenía la voz ronca y pausada, y se notaba por su respiración que estaba fumando. A veces parecía que le costaba hablar. A Eduardo le recordó la voz metálica que emitían los altavoces de los antiguos ordenadores de su juventud, habitual en las películas de aquella época, como
Juegos de guerra
.

—Yo sé a quién busca. Y sé dónde está.

Al escuchar esa frase, Eduardo aceptó inmediatamente que aquel hombre se refería a Viernes. El dueño de la voz pareció adivinar sus pensamientos cuando añadió:

—El paciente se llama Víctor Gozalo.

Se apellidaba casi como él, pensó Eduardo, sin desviar ni un ápice su atención mientras aguardaba atónito más datos. Algo nervioso, dirigió la mirada a su alrededor. Se sentía observado y no le faltaban razones para ello.

—Lo han trasladado a una clínica cerca de San Lorenzo de El Escorial —prosiguió el hombre—. Nadie puede visitarlo. Pero yo me he encargado de que usted sí pueda. Tendrá apenas una hora de tiempo. Ahora tome nota.

Eduardo sacó su libreta del bolsillo y escribió en ella los datos que le fue dictando. Antes de que lograra reaccionar, el hombre misterioso interrumpió la comunicación. Ni sabía quién era ni podía llamarlo. Con la aguda sensación, tan abrumadora como excitante, de que se estaba metiendo en la boca del lobo, Eduardo salió del hospital. Su instinto periodístico y su curiosidad eran, como siempre, más fuertes que sus temores.

Frente a Viernes—Víctor Gozalo, un joven de poco más de veinte años y aspecto de pordiosero, Eduardo se sintió como un verdadero náufrago. Pero en lugar de en una isla desierta, en un desierto de incomunicación. ¿Qué quería decir con sus extrañas frases? Podían ser metáforas y tener un significado oculto o podían no significar nada en absoluto. Lo que estaba claro era que había mencionado Argos y también el misterioso Proyecto 101. Lo cual bastaba a Eduardo, por sí solo, para reclamar todo su esfuerzo y hacerle asumir riesgos.

Cuando empezó a hablar con Víctor Gozalo no pudo evitar responsabilizarle inconscientemente de la muerte de su amigo Miguel Quirós. Era el único punto de conexión entre él y quienes lo habían matado. Porque a Eduardo ya no le cabía duda de que lo habían asesinado.

Recordó a los famosos periodistas americanos que obligaron a dimitir al presidente Richard Nixon. A ellos les informaba en secreto un agente del FBI al que bautizaron «Garganta Profunda». Él también tenía ahora a su particular Garganta Profunda. Después de su llamada, había quedado resuelto el enigma de su supuesto accidente. No había sido tal, sino un crimen para ocultar algo. Pero ¿qué? Eduardo sintió remordimientos. No podía evitar preguntarse si habría podido impedir la muerte de Miguel. Quizá las cosas hubieran sido distintas de haber atendido a tiempo su llamada y de no haber estado tan borracho como para olvidar devolvérsela. Se obligó a apartar esos lúgubres pensamientos. Lo único que podía hacer era averiguar la verdad. Y eso era justo lo que pretendía, costara lo que costase. Se lo debía a su amigo.

Antes de ir a San Lorenzo, había intentado informarse, con mucha cautela, sobre Víctor Gozalo. Lo hizo a través de otro de sus contactos de confianza: un oficial de intendencia que trabajaba en el servicio militar de documentación. Pero a éste le fue imposible encontrar nada sobre alguien llamado Víctor Gozalo, si es que ése era su verdadero nombre. En todo caso, no parecía haber motivos para dudarlo. ¿Por qué iba a mentir Garganta Profunda? Lo lógico era que hubiesen borrado su rastro de las bases de datos; lo cual, a decir verdad, resultaba inquietante.

Eduardo estaba cada vez más intrigado con ese desconocido Proyecto 101. Sólo disponía de una hora y no era el tipo de persona que se entretiene en detalles secundarios o marginales, por mucho que, en ocasiones, esos pequeños detalles puedan ser de gran importancia o incluso encerrar la clave de un enigma. Eduardo colocó su cámara de vídeo frente al joven —deformación profesional de grabarlo todo—, ajustó el trípode someramente y miró su reloj.

—Víctor —comenzó Eduardo con suavidad. Había visto en una película que llamar a la gente por su nombre transmite confianza—, ¿qué es el Proyecto 101?

El joven le miró fijamente. Hasta ese momento tenía la mirada perdida de un demente. Agitó un poco la cabeza y abrió la boca.

—¿Qué es? ¿Qué es?

—El Proyecto 101.

—Todos lo saben… Es lo peor del mundo.

Eduardo se dio cuenta, en ese momento, de que Víctor tenía dos pequeñas cicatrices en las sienes. Parecían quemaduras.

—¿Cómo te hiciste esas heridas? —le preguntó.

—¿Mis cicatrices…? El Proyecto 101. Es lo peor de este mundo…

—Sí, es lo peor del mundo. Pero, ¿en qué consiste?

—Nunca los hombres fueron tan malvados.

La frase sonaba prometedora, pero no decía mucho.

—Víctor, ¿por qué los hombres son tan malvados?

—Porque quieren dominar. Porque quieren el poder. Yo tocaba el violín, ¿sabe?

Eso último descolocó a Eduardo. Ni siquiera su hija de cuatro años mezclaba las ideas de un modo tan confuso. Pero quizá hablar con él un instante sobre su afición permitiría que se abrieran las puertas de su mente enferma.

—Así que tocas el violín, ¿eh, Víctor?

—Y mi padre. Y mi abuelo. Tocaban en bandas militares.

—Pero las bandas no tienen violines, Víctor. Por eso no son orquestas.

Precisamente, Eduardo había leído esa diferencia en una revista, la última vez que estuvo en la sala de espera del médico.

—Ellos sí, ellos sí. Yo no. Mi querido violín… —sollozó, como si hablara de su novia y ésta acabara de dejarlo—. No tengo mi violín.

—¿Y dónde está?

—Usted… ¿Usted me lo traería?

—Claro que sí —mintió Eduardo.

—Lo tiene el maestro del espejo.

—Y… ¿quién es el maestro del espejo?

—¡Todo el mundo conoce al maestro del espejo!

—Yo no lo conozco, Víctor, lo siento. Tendrás que darme más datos si quieres que vaya a buscar tu violín.

—Mi violín tiene el secreto.

Aquella última frase, dicha en un susurro, con los ojos medio cerrados y con un movimiento de todo su cuerpo hacia delante y hacia atrás, descolocó de nuevo a Eduardo.

—¿El secreto de qué?

—Ciento y uno, ciento y uno, ciento y uno… Mi padre se llevó el secreto a la tumba. Almudena, Almudena lo sabe…

El ruido de la puerta de la habitación al abrirse hizo que Eduardo se volviera hacia ella. Consultó instintivamente el reloj. No habían pasado ni veinte minutos. Era demasiado pronto.

Quien apareció en el umbral era un médico de mediana edad, con bata blanca, que iba acompañado de una guapa enfermera. El hombre miró a Eduardo con gesto severo, que la enfermera imitó, aunque estaba detrás de él.

—El estado de este paciente es muy grave y no se le puede molestar, señor Tahoces.

Por si las moscas, Eduardo había utilizado una identidad que no era la suya. Tenía en casa un cajón lleno de carnés de prensa con falsas identidades. Relacionarse con ciertos individuos de los bajos fondos tenía esas ventajas.

—Pero me dijeron que tenía una hora.

—Su tiempo ha terminado —dijo tajante el médico, y movió la mano despectivamente para indicarle que recogiera su cámara y se largara de allí.

Víctor seguía agitando su cuerpo y repitiendo, con el brillo de la demencia en los ojos, el número «ciento y uno».

Ya en la calle, Eduardo guardó la cámara en una de las maletas de la BMW, aseguró el trípode con un pulpo a la parte de atrás del asiento y, con la cabeza llena de pensamientos atropellados, se marchó de allí. Mientras conducía hacia Madrid, intentó recapitular y ordenar las ideas. Si el padre de Víctor Gozalo conocía el secreto, pero se lo llevó a la tumba, poco podía descubrir por esa vía. ¿Y quién sería esa tal Almudena? No tenía ni idea, así que Eduardo decidió centrarse por el momento en los únicos datos que verdaderamente parecían importantes: el violín y el maestro del espejo.

¿Quién demonios podía ser ese maestro del espejo y qué relación tenía con un violín? Ante esa pregunta, a Eduardo sólo se le ocurrían dos personas capaces de ayudarle a resolver aquella especie de acertijo. Una era Dick Donovan, experto en instrumentos de cuerda y socio del taller de luthiers con más solera de Filadelfia. Pero estaba en Estados Unidos. La otra persona era también un estadounidense, de Oregón, que por suerte vivía en Madrid y trabajaba en el Teatro Real, el violonchelista Paul Friedhoff. En cuanto Eduardo llegó a la ciudad, le llamó por teléfono.

—¡Hola, Paul!

—¿Eduardo? ¿Eres tú? —preguntó, con su profundo acento estadounidense.

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