Por suerte, fue el mismo Serguéi el que llamó a Eduardo antes de ir a la comisaría. Todo quedó aclarado, aunque el cámara no entendió demasiado bien las explicaciones un tanto confusas que le dio Eduardo sobre su atuendo y sobre que hubiera cogido su moto sin avisarle.
Eduardo llegó a El Escorial a paso de tortuga. Por la autopista, incluso los autobuses le adelantaban. La pobre Vespa no era capaz de pasar de ochenta o noventa kilómetros por hora, ni siquiera cuesta abajo. Al principio llovía, de modo que Eduardo se colocó al abrigo de la parte trasera de un camión que circulaba lentamente, hasta que el cielo se abrió y empezó a brillar tímidamente el sol. El aire no era muy frío, y su ropa se había secado casi del todo cuando se bajó de la Vespa, a unos metros de la fachada de la clínica donde estaba Víctor Gozalo.
Esperó un rato, detrás de los arbustos de una pequeña zona ajardinada, para comprobar otra vez si lo habían seguido. No pasó nadie, ni detectó ningún movimiento sospechoso, así que decidió entrar en el edificio. Antes comprobó que su barba postiza no se hubiera despegado con el agua y, con paso firme, se dirigió a la recepción, hacia una mujer de aire distraído. Estaba leyendo un libro. Levantó la vista y le dirigió una amplia sonrisa de bienvenida.
—¿Qué desea, señor?
Eduardo fingió cara de sufrimiento y cruzó los brazos sobre el vientre, como si tuviera un fuerte retortijón. Le dijo a la mujer que había ido a visitar a un paciente, sin darle ningún nombre, pero que antes necesitaba ir urgentemente al servicio. Ella asintió y le dio las indicaciones, aunque Eduardo ya sabía dónde estaba: en medio de un pasillo que al fondo comunicaba con la escalera de la zona restringida, donde se hallaban las habitaciones de los pacientes ingresados bajo vigilancia. Víctor Gozalo estaba en el segundo piso. Desde el puesto de la mujer se dominaba todo el pasillo, de modo que Eduardo tendría que esperar a un descuido para alcanzar las puertas del fondo.
Mientras la recepcionista regresaba a la lectura, entró en el lavabo. No había nadie. Con tiento, abrió levemente la puerta y observó por la rendija a la mujer. Esperó unos segundos. Ella se había enfrascado de nuevo en su libro. Tratando de no hacer el más leve ruido, salió otra vez al pasillo y caminó pegado a la pared hasta la escalera. En una esquina había una cámara, aunque su orientación dejaba ese ángulo sin cubrir. Traspasó la puerta y miró por el ojo de cristal si la recepcionista continuaba leyendo. Así era. No parecía sospechar nada. Pero tenía que ser rápido. Quizá le extrañaría su demora en el servicio e iría a comprobar si le sucedía algo.
Eduardo se aseguró de que no había más cámaras. Subió rápidamente hasta la segunda planta y, allí, comprobó por el cristal otro pasillo. Dos enfermeras que avanzaban en sentido contrario desaparecieron al doblar la esquina. Sólo había un hombre de mediana edad, larguirucho y con el uniforme del servicio de limpieza, que fregaba el suelo. Llevaba puestos unos cascos y se movía al ritmo de la música que sólo él escuchaba.
Desde su posición, Eduardo vio una puerta cerca de la salida de la escalera. Tenía un letrero en el que ponía las palabras PRIVADO. SÓLO PERSONAL SANITARIO. Aprovechó un momento en el que el hombre estaba de espaldas y se metió dentro de la sala. Era muy pequeña. Tenía dos estantes con material esterilizado y una percha con varias batas blancas. Se quitó la gabardina y la colgó debajo de una de ellas. Luego cogió la que se aproximaba más a su talla y se la puso. En una etiqueta cosida en el bolsillo del pecho podía leerse: DOCTORA ENRIQUETA ALFIERI. Era un nombre que sonaba a argentino o uruguayo. Y menuda debía de ser la tal doctora, porque Eduardo medía un metro ochenta y cinco, y la bata le quedaba perfecta incluso de ancho de hombros.
Antes de salir otra vez al pasillo, repitió el proceso que había hecho abajo, en el servicio. El limpiador seguía empeñado en su peculiar baile con la fregona, y ahora estaba justo a la altura de la habitación de Víctor Gozalo. Eduardo esperó a que se alejara un poco de ella y se dirigió hacía allí cuando el hombre se dio la vuelta. Justamente cuando iba a entrar, se giró.
El instinto de culpabilidad hizo que Eduardo creyera ver en él una mirada aviesa. Levantó el brazo izquierdo y se tapó la etiqueta con el nombre de la dueña de la bata. Pero el tipo sencillamente se detuvo un instante, se quitó uno de los cascos y lo saludó diciendo «doctor», para luego volver a su tarea.
Las puertas de las habitaciones no se podían abrir desde dentro. Era una medida para evitar salidas no autorizadas de los pacientes psiquiátricos. Pero nada impedía que se abrieran desde fuera. No estaban cerradas con llave por una cuestión de seguridad. Si había un incendio, o sucedía cualquier otra contingencia, el personal debía poder abrirlas sin perder tiempo.
Eduardo entró en la habitación y con el pie impidió que se cerrara. De ser así, quedaría atrapado. Ni siquiera miró a la persona que estaba en ese momento dormida en la cama. De haberlo hecho se habría dado cuenta de que no era Víctor Gozalo. El paciente despertó, sobresaltado por el ruido de la puerta, y lo miró con la expresión de una lechuza. Era un hombre más bien joven, pero muy grueso, calvo y sudoroso. Abrió la boca y emitió un grosero eructo que duró varios segundos.
—¿Me ha traído usted la vela? —preguntó después.
Eduardo se quedó doblemente extrañado: ¿dónde estaba Víctor Gozalo? y ¿de qué demonios hablaba aquel chiflado?
El paciente insistió, al ver que Eduardo no reaccionaba.
—La vela, la vela… ¿La ve? ¿La ve? ¿Ve la?
De pronto, el hombre estalló en unos gritos histéricos. Eduardo le hizo un gesto para que se callara, pero él ni siquiera lo veía, pues cerró los ojos y apretó los puños contra sus sienes.
—¡SOOON ELLOOOS! ¡SOOON ELLOOOS OTRA VEEEZ! ¡VAAAN A TOOOCARMEEE!
Eduardo dio un paso atrás, para comprobar el número de la habitación, y en ese movimiento a punto estuvo de derribar al hombre de la limpieza, que había acudido al oír los estentóreos gritos, a pesar de que llevaba cascos.
—¡Doctor, ¿qué pasa?!
—¿Dónde está el paciente de esta habitación?
—Pues ahí. ¿No lo ve?
—Me refiero al paciente que estaba antes en esta habitación.
—¿Se refiere al pobre muchacho que murió hace dos días?
—¿Que murió…?
—Empezó a echar espuma por la boca y se quedó tieso en dos minutos. Debió de ser un infarto, o algo así. Usted sabrá, doctor… Pero, pero…
Se había dado cuenta del nombre escrito en la bata que Eduardo había tomado «prestada».
—¡Usted no es la doctora Alfieri! ¡Usted no es una mujer!
Daban ganas de sostener una charla con aquella mente privilegiada, pero Eduardo tenía cosas mejores que hacer, como huir de allí a toda prisa. Salió corriendo hacia la escalera y bajó como una centella los dos pisos que lo separaban de la planta de acceso a la clínica. Cuando traspasó las puertas que daban al pasillo, la recepcionista estaba delante de la puerta del servicio, llamando y preguntándole si estaba bien. Se dio un buen susto al verlo aparecer.
—¿Qué hace usted ahí? —preguntó, con los ojos muy abiertos.
Eduardo no contestó. Se limitó a seguir corriendo hasta la calle. Fuera montó en la Vespa y se fue sin mirar atrás. Había tenido que dejar allí su gabardina, pero al menos no llevaba nada en sus bolsillos. Menos mal, pensó, porque si hubiera dejado su cartera o su teléfono en ella, ahora podrían localizarle fácilmente.
Todo se estaba complicando. Pero ya era tarde para abandonar.
—Creo que podremos forzar la trampilla del sótano si empujamos los dos juntos con todas nuestras fuerzas, Álex.
Ésa era la idea que Víctor había tenido. Una idea que quizá podría funcionar. Era desesperada, pero también lo era su situación.
—¿Estás seguro? —le preguntó Alejandro con ansiedad.
—No, no estoy seguro, pero al menos hay una posibilidad. ¿O prefieres que nos quedemos aquí a esperar que nos maten a todos?
Alejandro se quedó en silencio. Bárbara y Clara tampoco dijeron nada. Víctor asintió y se agachó junto a Germán. Le tomó el pulso en la carótida. Seguía vivo.
—Ahora cojamos en brazos a Germán y salgamos de aquí sin perder más tiempo.
En ese preciso instante, la voz de Dios sonó atronadora dentro de la cabeza del mendigo. Más fuerte que nunca. Le quitó el placer de golpe y un torrente de adrenalina invadió sus venas. Abrió los ojos como si hubiera visto el rostro del mismísimo Todopoderoso y se puso en pie.
«Prepárate a cumplir mi voluntad —le gritó la voz—. La hora ha llegado.»
El maldito mendigo volvía a fallarle al dueño de la voz. Tenía que haber atrancado la otra salida como le había ordenado. Pero ahora Víctor la había encontrado y creía posible abrirla. Eso no podía ocurrir. Bajo ninguna circunstancia los conejillos de Indias humanos debían escapar del edificio.
Los gritos de Dios apremiaban al mendigo a bajar a toda prisa. Se sentía embotado y con la cabeza a punto de estallar por la tensión a la que el Todopoderoso estaba sometiéndolo. Imploró al Señor que le librara de esa misión. Se lo pidió con el fervor de un fanático que no se atreve a oponerse a la creencia, aunque sí pide una señal.
Una señal que recibió al instante. El dolor agudo de otras veces inundó su cerebro. Y cuando éste cesó, la voz, le dijo: «Es mi voluntad y mi mandato. ¡Cúmplelo!».
—Sí, mi Señor, sí, sí… Cumpliré lo que deseas. ¡Pero no me castigues más!
«Recuerda que, al final, serás recompensado largamente.»
—Sí.
No hubo más vacilación. El mendigo comprendió que Dios lo podía todo y que él era sólo un mísero engranaje de sus designios inescrutables. Sólo podía pensar eso. Lo contrario le daba demasiado pavor.
—¡Vamos! —dijo Víctor con voz autoritaria.
—Clara se ha cagado encima…
El chico se volvió hacia Bárbara.
—No hay tiempo para eso.
La oscuridad se hizo más profunda cuando los cinco jóvenes abandonaron la estancia en dirección al sótano. Víctor y Alejandro iban delante, con Germán cogido por debajo de los brazos, seguidos de las chicas. Bárbara lo miró consternada. Germán había perdido mucha sangre. Ya ni siquiera balbuceaba. Estaba inconsciente desde hacía varios minutos. Avanzaron despacio, iluminando los recodos donde podría estar oculto el mendigo. Sólo se detuvieron en un par de ocasiones antes de continuar. Al fin llegaron a la puerta que daba acceso al subterráneo. Víctor la abrió con su mano libre e hizo un gesto a los demás para que la atravesaran.
En ese momento un aullido terrible surgió a su espalda. El mendigo, como una sombra que parecía gigantesca en la penumbra, se abalanzó sobre ellos. La linterna de Víctor apuntó hacia él y pudieron ver horrorizados que llevaba su cuchillo en alto.
—¡No escaparéis a la voluntad de Dios! —gritó con la cólera propia de un demente.
Si no lograba matarlos a todos, sería él quien sufriría el castigo.
Víctor y Alejandro dejaron caer a Germán al suelo junto a la puerta. El primero se colocó delante de los demás, con su navaja en la mano derecha, mientras con el brazo izquierdo empujó hacia atrás a Bárbara y a Clara hacia la escalera. Alejandro se quedó a un lado, paralizado por el miedo, con el cuchillo de caza a punto de caérsele de la mano.
—¡Ponte detrás de mí! —le gritó Víctor.
Pero el chico estaba tan asustado que no pudo reaccionar. El mendigo estaba ya muy cerca de él. Había sabido elegir su víctima.
En el preciso instante en el que el mendigo descargaba su brazo contra él, Víctor le cortó el paso. Fue demasiado tarde. Era demasiado corpulento para él y estaba furioso. Su embestida le arrojó a un lado. Sus gruesas ropas le protegieron de su arma y apenas pudo hacerle una herida superficial en un costado.
Cuando Víctor se puso de nuevo en pie, vio cómo el mendigo asestaba una cuchillada a Alejandro en medio de la frente. Tenía que ser un hombre muy fuerte para haber conseguido clavarle el cuchillo en la cabeza como si fuera de mantequilla.
Alejandro se puso de rodillas y sufrió una convulsión. El mendigo aún asía el mango del cuchillo. Tiró de él con un gesto vehemente. Alejandro siguió a la hoja hacia delante y cayó muerto junto a los pies de su asesino. No se podía hacer ya nada por él. Su último pensamiento fue para su padre. Ya nunca podría estar orgulloso de su hijo escritor. Ya nunca escribiría su gran novela. Pero al menos había cumplido su consejo de adquirir vivencias propias. Hasta ese instante.
Sin que Víctor le dijera nada, Bárbara había arrastrado a Germán hasta la escalera del sótano. El chico dio un salto y trató de cerrar la puerta antes de que el mendigo se echara sobre ellos. Estuvo a punto de conseguirlo, pero uno de los zapatones del hombre se lo impidió. Lo había puesto entre el marco y la puerta y empujaba con todo el peso de su cuerpo.
—¡Bárbara, ayúdame! ¡Que Clara vaya abajo y se aleje de aquí!
El mendigo metió también uno de sus brazos en la abertura. Agitaba su mano como una pinza. Agarró a Víctor por el hombro y lo atrajo hacia sí como un pelele. Ya no había duda de que era mucho más fuerte de lo que él había supuesto.
Los pies de Víctor y Bárbara resbalaban sobre la húmeda superficie. Al lado de él, la chica soltó una de sus manos de la puerta. Ésta cedió un poco; luego, el mendigo sintió una hoja de metal clavándose en su carne. Era el cuchillo de caza de Víctor, que Alejandro había soltado cuando el mendigo lo atacó. Bárbara lo había recogido del suelo justo antes de sacar a Germán a rastras.
Víctor aprovechó para empujar una vez más, con todas sus fuerzas. El brazo del hombre quedó aplastado contra el marco. Sus gritos fueron terribles, como de un animal herido. Finalmente retrocedió y la puerta quedó cerrada.
—¡Hay que atrancarla!
A un gesto de Víctor, Bárbara bajó de un salto al pie de la escalera y buscó algo con lo que hacer lo que le pedía. Resbalándose y desquiciada, encontró en el suelo un pedazo de tubería. Lo cogió y subió de nuevo. En la puerta se oían ahora los golpes que el mendigo estaba dando desde el otro lado. Sus alaridos eran una mezcla de dolor y odio frenético.
Les costó un rato que les pareció una eternidad colocar el tubo atravesado entre el asa de la puerta y la pared. No era tan sólido como para detener al viejo definitivamente, pero les daría un poco de tiempo.
Víctor bufó y soltó el aire que había contenido desde el principio de la lucha. Miró a Bárbara con gesto de agradecimiento.