Alejandro conoció a Bárbara una noche en una pizzería de mala muerte, en plena borrachera; ella atendía las mesas y a los clientes. Un trabajo basura sirviendo comida basura. Era realmente guapa. Alejandro iba puesto de alcohol hasta las cejas, pero no se comportó de un modo grosero. A Bárbara le pareció gracioso y acabaron juntos en un bar de copas. Alejandro mostró interés en su historia. Ella pensó que era distinto al resto de los tipos que frecuentaban el restaurante. Le contó lo de la violación de su hermana pequeña Clara, cómo tuvieron que huir de casa y cómo ahora malvivían en una pensión con lo poco que ella ganaba. Aquello era la vida real que Alejandro tanto ansiaba conocer. Empezó una nueva libreta para escribir lo que ella le había contado y decidió pedirle que se uniera, junto con su hermana, al grupo que ocupaba el edificio de Malasaña.
Nada más llegar ellas, apenas pasado un mes, apareció Víctor, y eso coincidió con el principio del fin de aquella comunidad variopinta. Dentro del edificio había varios grupos que se toleraban entre sí, aunque no compartían más que el techo. Uno de ellos empezó a volverse violento. Los vecinos del barrio se quejaron a la policía de ruidos a horas intempestivas y del aumento de la delincuencia. La primera orden de desalojo no tardó en llegar.
Uno de los muchachos que pertenecían a ese grupo violento era Pau. En los meses durante los cuales se cruzó a diario con los demás chicos del grupo de Mar y Germán, apenas dijo un «hola» entre dientes. No eran la clase de okupas que a él le gustaban. No sólo prefería mantenerse al margen de una sociedad reglada y esclava de las normas, sino que quería minar esa sociedad y combatirla en cualquier frente. Por eso, cuando las fuerzas de seguridad se presentaron en el edificio una mañana, durante las navidades, para ejecutar el desalojo, él y su grupo se negaron a abandonarlo. Todos salieron pacíficamente menos ellos.
Eran sólo cuatro o cinco, pero se hicieron fuertes en el piso superior. Fuera, en la calle, algunos estudiantes antisistema y otros okupas se congregaron para apoyarlos con gritos y pancartas. Se habían encargado de dar publicidad a la situación, recurriendo a lo que precisamente ellos no practicaban para conseguir apoyos. Alegaron que aquel edificio era un espacio cultural libre y gratuito, para todos y con vocación pacífica. Todo mentiras. Hubo una carga policial. Se lanzaron botes de humo y se produjo un tumulto. Al final, Pau le abrió la cabeza a un policía con la pata de madera de un viejo mueble. Tuvo que huir a toda prisa, perseguido por varios agentes.
Logró darles esquinazo unas calles más allá. Allí se encontró de improviso con los otros chicos, que ya habían abandonado la zona en previsión de altercados. No sabía adónde ir y se ofreció a unirse a ellos. La buena voluntad de Germán venció los recelos de Mar. Alejandro le habría apoyado también, si no fuera porque había tirado varias veces los tejos a Bárbara de un modo muy grosero. Optó por abstenerse. Aquel tipejo era, al fin y al cabo, un buen personaje para los apuntes de su futura novela. Bárbara tampoco se opuso, al ver que Alejandro no lo hacía. Clara se mantuvo en su eterno mutismo ausente, abrazada a su perrillo.
Víctor tampoco dijo nada. Pero, al igual que a Clara, a él tampoco le agradó la aparición de Pau. Se le veía en el rostro. Fue Víctor quien alimentó las espectativas de Germán y del resto del grupo con la posibilidad de ocupar un edificio abandonado de la Ciudad Universitaria. Allí podrían instalarse a sus anchas y poner en funcionamiento su proyecto cultural, abierto y alternativo. Pero con Pau, tan negativo y distinto a los demás, corría el riesgo de que se cuestionara su liderato. Eso era algo que a Víctor no le convenía. Aunque le convenía menos aún que se creara una división en el grupo antes de ocupar el nuevo edificio, aprovechando las vacaciones de Navidad.
Lo aceptó sin rechistar. Había un motivo importante para hacerlo y de ese modo evitar problemas. El mismo motivo oculto por el que había llevado a todo el grupo hasta aquel edificio, en medio de la ventisca y del crudo invierno.
Decir que el periodista Eduardo Lezo se hallaba en el peor momento de su vida no era un tópico, sino una triste y realista definición de su situación. El abogado de su mujer acababa de enviarle los documentos del divorcio, su hija pensaba que era el peor padre del mundo, últimamente bebía demasiado y estaba a punto de perder su empleo como reportero de sucesos en la cadena pública de televisión de Madrid.
No, no era ningún tópico decir que aquél era el peor momento de su vida. Aunque al menos le quedaba la esperanza de quienes están en el fondo del pozo. Desde allí uno puede conformarse y amargarse o mirar hacia las estrellas.
La noche estaba nublada. Eduardo se había bebido diez Johnnie Walker en un bar cutre y ahora caminaba haciendo eses hacia su apartamento, en la plaza de Santa Ana. Un bonito apartamento que, previsiblemente en breve, no podría seguir pagando.
Antes de acostarse, con parte de la ropa puesta, Eduardo comprobó el buzón de voz de su teléfono móvil. Lo había tenido apagado toda la tarde para evitar llamadas inoportunas, que en ese momento eran todas. Tenía dos mensajes en la memoria. El primero de Lorena, su ex mujer, que le recordaba la cita para el cumpleaños de su hija Celia.
«Cinco años —pensó Eduardo para sí—. Cómo pasa el tiempo…»
La otra llamada era de su buen amigo Miguel Quirós, un renombrado psiquiatra que ni él mismo sabía por qué aún le aguantaba. Quizá porque ambos compartían un interés morboso por los sucesos más truculentos, las historias de buenos y malos y toda clase de conspiraciones. Con una caja de cervezas los dos eran capaces de salvar el mundo mientras se sumían en el agradable arrullo del alcohol, que a la mañana siguiente reclamaría su parte en forma de resaca.
Miguel le pedía en su mensaje que lo llamara en cuanto tuviera un momento. Su voz sonaba temblorosa y entrecortada, lo que era inusual en el siempre tranquilo y equilibrado psiquiatra. Al parecer, su amigo estaba tratando a un nuevo paciente en el hospital en el que trabajaba, y éste le había hablado de ciertas cuestiones que, estaba seguro, iban a interesarle. No decía nada más. Prefería no mencionar detalles por teléfono.
Era muy tarde para devolverle la llamada. Eduardo se quedó intrigado, pero menos de lo que se habría quedado en otro tiempo. Colgó el teléfono y lo dejó sobre la cómoda del dormitorio. Ya nada le estimulaba de veras. Ni siquiera su mujer, aunque por causas ajenas a él, ni mucho menos su abogado. Los papeles del divorcio estaban también sobre la cómoda. Eduardo cogió un bolígrafo y tardó unos segundos en enfocar el espacio donde debía estampar su firma. Manteniendo la mano lo más firme que pudo, los rubricó como una sentencia de muerte. Luego se echó en la cama y trató de dejar su mente en blanco.
No lo consiguió hasta que el sueño y el cansancio vencieron su mareo. Sin embargo, antes de dormirse, en un estado a medio camino entre la conciencia y la inconsciencia potenciado por el alcohol, estuvo pensando en el mensaje de Miguel Quirós y en su voz asustada. Algo estaba a punto de suceder. Era una corazonada. Un mal presentimiento que se desvaneció en la oscuridad.
—Es perfecto —opinó Bárbara, que había dudado si decir eso o todo lo contrario.
La chica estaba de pie en medio de una de las salas, cubierta de mugre y trastos que nadie se había molestado en retirar. A la luz de las linternas, su cuerpo esbelto parecía resplandecer entre la decrepitud que la rodeaba.
—¿Que este sitio de mierda es perfecto? —le respondió Pau, con su cara alargada y desagradable, mientras se sacudía el polvo de los pantalones—. Sí, claro. Por muy poco no es un puto palacio, bonita.
—Ya te he dicho que no me llames bonita —dijo Bárbara, molesta.
Pau le lanzó una mirada socarrona, de arriba abajo. Era preciosa, con sus profundos ojos verdes y su pelo negro brillante.
—Lo que tú digas,
bonita
.
—¿Estás sordo, o qué, Pau? —intervino Alejandro en defensa de Bárbara.
—¿A ti quién te ha dado vela en este entierro? —preguntó Pau con desprecio—. Vete a escribir alguna de tus gilipolleces por ahí…
—Haya paz, chicos, ¿vale? —pidió Mar, poniéndose en medio, con su multicolor atuendo de hippy recién surgido de un túnel del tiempo.
Todos se quedaron callados un instante, mirando hacia ella. El que rompió el silencio fue Germán, en su tono delicado y amable. Tampoco él era partidario de enfrentamientos ni disputas.
—No discutamos, por favor. Empecemos con buen pie.
Ajeno a la discusión, Víctor paseaba de un lado a otro, escrutándolo todo. Aunque allí no había nada que ver salvo el polvo acumulado durante años sobre mesas y pupitres viejos y rotos. De espalda a ellos, frente a una de las paredes, por fin dijo:
—Me parece que eres muy exigente para haber andado por tantos sitios como dices, Pau…
—¿Qué quieres insinuar con eso? —voceó el aludido, intentando sonar amenazador—. ¿Me estás llamando mentiroso?
Aunque no quisiera reconocerlo, Víctor le intimidaba con su aspecto algo rudo y su aire resuelto. No se fiaba de él. En realidad no se fiaba de ninguno de ellos. No eran más que una panda de niñatos con los que no tenía que haberse juntado nunca.
—Todos vosotros os cagaríais de miedo sólo con ver de lejos a los antidisturbios.
—Seguro que sí —se burló Víctor, que se había vuelto para responder a Pau a la cara.
Los dos se quedaron mirándose a punto de saltar. Pero los ojos gélidos de Víctor hicieron que Pau desistiera y se alejara de él. Se dirigió entre resoplidos al lado opuesto de la sala, donde soltó su mochila y se sentó a oscuras en el suelo.
—A ti también te gusta este sitio, ¿verdad? —preguntó Bárbara a su hermana Clara, mientras le acariciaba con cariño el pelo lacio.
Ella no contestó, por supuesto, aunque había inquietud en sus ojos.
Quien respondió en su lugar fue Feo, su perro, que lanzó unos gruñidos a las sombras y enseñó los dientes. Se mostraba intranquilo desde que habían accedido al edificio. Había ladrado hacia el interior; por eso Clara lo había cogido en brazos. Ella era quien lo había encontrado, no hacía mucho, en un callejón, medio muerto de hambre y de frío en los primeros días del invierno. Era un chucho canijo y viejo, al que Bárbara había apodado Feo porque era el adjetivo que mejor lo definía.
—Voy a buscar unas escobas a la furgoneta —dijo Mar, y salió arrastrando su colorida vestimenta como un fantasma en Carnaval.
—Te acompaño —dijo Germán y fue tras ella.
También a Mar y a Germán les habría gustado apoltronarse en el suelo, como Pau, pero al menos había que adecentar un poco el sitio donde iban a dormir esa noche. Era tarde y hacía demasiado frío para plantearse siquiera ir a cualquier otra parte.
La puerta por la que se habían colado en el edificio comunicaba con el exterior por una pequeña escalera de escalones anchos y bajos. Mar y Germán regresaron al poco rato con las escobas, varias bolsas y una lámpara halógena. Fuera había empezando a nevar otra vez. Las escasas farolas apenas iluminaban el parque y las avenidas alrededor del edificio, encajonado en una vía lateral. El espacio en torno a él estaba ya cubierto por una fina y gélida capa blanca, que sólo inspiraba frío y aislamiento. Hasta allí no llegaban los adornos navideños ni el calor de las festividades.
Germán dio la vuelta a una vieja mesa, para colocarla boca arriba, y puso la lámpara sobre ella. Su luz fue en aumento hasta convertir las sombras en una tibia penumbra.
—Deberíamos quitar los maderos de las ventanas para que entre algo de luz de fuera —dijo—. Al menos las del piso inferior.
Todos menos Pau se pusieron manos a la obra. Unos a limpiar y otros a arrancar los tablones. Feo se acercó al taciturno joven, que seguía en el suelo apartado de los demás, y le mostró los dientes. Pau le devolvió el gruñido y se puso de pie.
—Habría que echar un ojo por ahí antes de acostarnos —dijo con malas pulgas.
Por un momento se detuvo el arrastrar de pupitres y el crujido de las maderas al ceder. A Pau no le faltaba razón. El edificio era muy grande y nunca habían puesto los pies en él. Parecía sensato explorar su interior antes de acomodarse. Sin embargo, Víctor se opuso.
—Ya es muy tarde y alguien podría tropezar en la oscuridad y hacerse daño. Mañana tendremos todo el día para revisar el edificio.
—Víctor tiene razón —coincidió Germán—. ¿Qué quieres encontrar en este sitio?
Pau no se atrevió a enfrentarse con Víctor y optó por hacerlo con Germán.
—¡Vaya sorpresa! Al nenaza le da miedo la oscuridad.
Germán pareció desaparecer tras el palo de su escoba. No replicó, pero Bárbara se apresuró a salir en su defensa.
—Eres un gilipollas, Pau.
—Y eso te pone, ¿a que sí, boni…?
No le dio tiempo a completar la palabra. Alejandro se había lanzado sobre él y lo agarraba por las solapas de su cazadora. Se sentía muy atraído por Bárbara y acababa de encontrar una buena oportunidad de salir en su defensa.
—¡Ya te ha dicho que no la llames así, joder! —gritó.
Aunque Pau era más alto, ambos jóvenes tenían la punta de su nariz a menos de un centímetro de distancia.
—Suéltame ahora mismo o…
—¿O qué? ¿Qué vas a hacer, tío duro?
—¡Suéltale, Álex! —ordenó Víctor, desde un lado—. No vale la pena.
Alejandro aflojó la presión de sus manos y Pau se liberó.
—Que os den a todos por culo. Mañana me largo de aquí.
—¿Y por qué no te largas ahora mismo? —le retó Bárbara, que se había colocado protectoramente junto a Clara nada más comenzar la disputa.
—Porque no me sale de los cojones… bonita. ¿De acuerdo?
Esta vez, Pau habló mirando fijamente a Alejandro. Era su forma cobarde de desquitarse. Al ver que éste pasaba de él, como los demás, regresó a su rincón y volvió a sentarse solo y en silencio.
A los otros les llevó más de una hora acondicionar la sala. Las ventanas estaban ahora despejadas, y los pupitres y las mesas alineados junto a las paredes, con lo que quedaba un espacio libre donde colocar las mochilas y los sacos de dormir. Lo que más les extrañó fue que las ventanas estuvieran enrejadas, además de cubiertas con tablones. No eran elementos de la misma época que el resto del edificio. Se notaba que habían sido instalados hacía no mucho tiempo.
—¿Por qué habrán puesto esos barrotes? —preguntó Germán jadeando, mientras sacaba de su mochila una cantimplora.