—Es sólo un pobre hombre. No tiene que darte miedo.
Luego, la hermosa joven se volvió hacia Víctor, que aún estaba junto al mendigo.
—Nunca más vuelvas a gritarme como has hecho antes.
Víctor se quedó mirándola con una expresión enigmática.
—No te preocupes. No lo haré.
Ella asintió y luego abandonó la estancia con Clara, dejando solos a Víctor y al mendigo. Éste se dispuso también a marcharse, aunque hacia el lado opuesto al de los demás. Hacia las oscuras y cavernosas profundidades del edificio.
—¿Adónde vas? —le preguntó Víctor.
Un gesto de temor se había apoderado del rostro del hombre cuando respondió.
—A rezar… por vosotros.
Para Eduardo, el colmo de su desgracia llegó al entrar en la redacción del canal de televisión en el que trabajaba. Nada más atravesar la puerta del control de seguridad, en la planta baja, Serguéi, el cámara, que estaba al acecho, le asaltó para decirle con voz contenida y entre aspavientos:
—Yo no he dicho nada, te lo juro. No sé cómo se han enterado.
Los susurros de Serguéi quedaron acallados por la atronadora voz de Guillermo Parra, que le hablaba desde la barandilla del primer piso.
—¡Lezo, a mi despacho!
Eduardo, con la cabeza gacha, atravesó el amplio vestíbulo hasta los ascensores. Una vez arriba, cruzó la redacción, situada en el primer piso, como un cordero hacia el matadero. Todos sus compañeros lo miraban con una especie de gesto compasivo. Eduardo ya había traspasado el umbral de la preocupación para sumirse en el de la desesperación, y eso confiere tranquilidad de espíritu. Ni siquiera tenía intención de luchar. De todos modos, seguramente la suerte estaba echada.
—Siéntese, Lezo.
En el despacho de Parra se encontraba también el director de la cadena, Juan Alberto Palacios. Eso no hizo sino confirmar sus peores sospechas.
—Eduardo, Eduardo… —empezó a decir Palacios—. ¿Qué ha pasado hoy?
Sin dejar responder al aludido, Parra intervino, iracundo:
—¿Que qué ha pasado hoy? Yo se lo diré, señor Palacios. Que Lezo ha superado la medida. Ha colmado el vaso. Ha roto la baraja.
Aquel hombre no sabía hablar sin soltar una frase hecha tras otra.
—Siento haber pegado al puto chino.
—Esto no es una broma, Eduardo —dijo Palacios, en tono severo—. La embajada china ha amenazado con demandar a la cadena.
—Lo siento, de veras. ¿Qué puedo decir? Lo hecho, hecho está.
—No puedo salir siempre en tu defensa. Eres un buen periodista, pero los buenos periodistas también tienen que comportarse debidamente. Tu trabajo no es individual, sino colectivo. Si haces algo incorrecto, como lo de hoy, salpicas a la cadena. Nos salpicas a todos, Eduardo. Incluso al gobierno autonómico, dueño de esta casa. ¿Lo comprendes?
—Sí. Lo comprendo. Estoy despedido.
No era una pregunta, sino una afirmación. Pero los ojos de Eduardo brillaron cuando Palacios lo negó.
—Te doy mi palabra de que hace una hora estuve a punto de hacerlo.
—Entonces, ¿no estoy despedido?
Parra terció, aunque su voz ahora no expresaba ira, sino desdén.
—En contra de mi opinión, no estás despedido.
Todavía
.
—Voy a darte una última oportunidad, Eduardo —prosiguió Palacios—. La última de verdad. Espero que hagas un trabajo de primera en la conferencia mundial sobre el cambio climático. Aunque no creas que vas a irte sin castigo. Salvo por el viaje a Washington, dado que tu entrevista con Al Gore está ya concertada, considérate suspendido de empleo y sueldo durante un mes. Reflexiona, ordena tus ideas y vuelve con otra actitud. Como antes. Sé que el divorcio es muy duro. Yo he pasado por él cuatro veces. Pero, créeme, es posible rehacerse y superarlo. Confío en ti.
—Está bien. Si no hay otra opción…
—¿Otra opción? —gritó de nuevo Parra—. Igual creías que te esperaba una medalla. Date por contento. Si por mí fuera, ya no volverías a cruzar la entrada de esta redacción ni de esta cadena nunca más. Y, por cierto, el hombre al que agrediste espera una carta de disculpa. Él y la embajada. Así que ya la estás redactando antes de largarte.
—Bueno, bueno —dijo Palacios, levantando las manos—. Ya es suficiente. Estoy seguro de que Eduardo ha comprendido la gravedad de la situación, recapacitará y volverá al cauce de la cordura.
Cuando amainó la tormenta, Serguéi acompañó a Eduardo a tomar uno de los pésimos cafés del bar. No hacía falta que se excusara de nuevo. Eduardo sabía que él no había contado nada. Había sido la embajada de China. En el fondo, era de esperar y era muy lógico que presentaran una queja. Como le había ordenado Parra, Eduardo escribió un breve texto de disculpa, tan seco e impersonal como fue capaz, y se lo entregó antes de irse.
Aún tenía que comprar un regalo para Celia. Aunque no fuera a asistir a su fiesta de cumpleaños, quería que al menos supiera que el peor padre del mundo se acordaba de ella. Fue a una juguetería próxima y empezó a recorrer los pasillos. No tenía ni idea de qué comprar. ¿Qué podría gustarle a una niña de cinco años?
Mientras era engullido por los miles de juguetes —la mayoría absurdos— que llenaban las estanterías, Eduardo recordó las últimas palabras de Juan Alberto Palacios en el despacho de Parra: «el cauce de la cordura». Eso le hizo pensar en su amigo Miguel Quirós, el psiquiatra, que le dejó un enigmático mensaje el día anterior para que lo llamara. Se le había olvidado por completo. Buscó su número en la agenda del teléfono móvil y pulsó el botón de llamada.
Después de varios timbrazos, cuando ya estaba a punto de colgar, se oyó por fin una voz al otro lado de la línea. Pero no era la de Miguel, sino la de su esposa Marta, aunque a Eduardo le costó reconocerla.
—¿Quién es? —preguntó en un tono que le hizo tener un mal presentimiento.
—Hola, Marta, soy Eduardo Lezo. Quería hablar con Miguel.
La mujer rompió a llorar. El mal presentimiento se transformó en ansiedad.
—Marta, ¿qué sucede?
Ella tardó unos segundos en poder contestar.
—Ay, Eduardo. Miguel… ha… ¡Miguel ha muerto!
—¡¿Qué?! Pero si me dejó un mensaje ayer mismo…
Eduardo era consciente de que lo que acababa de decir era una estupidez, pero aquella inesperada noticia le había dejado completamente aturdido.
—Ha tenido un… accidente —dijo Marta entre sollozos—. Esta mañana. Su coche… se ha salido de la carretera y…
No pudo continuar. Amaba tanto a Miguel, que casi se podría decir que vivía por él y para él. En ese momento, una idea absurda surgió en la mente de Eduardo. Los impactos fuertes suelen tener esa consecuencia. Se le ocurrió pensar que ojalá Lorena le quisiera a él tanto como Marta al pobre Miguel. «Sí te quiso así, pero tú la jodiste, campeón.»
—Marta, óyeme, voy ahora mismo para allá.
Aún consternado por la noticia de la muerte de Miguel, Eduardo cayó en la cuenta de que estaba sin coche. Cuando él y Lorena se separaron, ella se quedó con el Mitsubishi y Eduardo con la BMW —un capricho de juventud sólo hecho realidad en la madurez—. Hacía mucho frío para ir en moto, y más en una casi sin carenado, pero era el modo más rápido de recorrer los setenta y cinco kilómetros que separaban Madrid de Toledo. Miguel trabajaba en el departamento de psiquiatría de uno de los hospitales públicos de esa ciudad, además de para la Agencia Nacional Antidroga.
Sin perder un minuto, Eduardo fue a casa, se puso unos calzones largos debajo de los pantalones, un par de camisetas, un grueso jersey de cuello alto y se embutió en su cazadora Wested Leather, réplica exacta de la que usaba Indiana Jones en una de sus famosas películas —regalo de Lorena cuando todo iba bien—. Cogió el casco y los guantes de un armario y bajó al garaje. El ronco sonido del motor bóxer llenó el aparcamiento. Al salir, Eduardo notó la sacudida del frío cortante y se ajustó bien el casco para evitar que entrara el aire helado. El depósito de la moto estaba lleno. En veinte minutos dejó atrás las últimas casas de la ciudad de Madrid. Puso rumbo al sur y se dispuso a superar todos los límites de velocidad. Al menos no había bebido nada de alcohol desde el whisky que se había tomado por la mañana en la universidad.
La casa del doctor Miguel Quirós era un sobrio chalé adosado de ladrillo naranja, con una pequeña parcela de césped delante de la puerta de entrada y el acceso al garaje. Eduardo estacionó la moto pegada a la estrecha acera y se armó de coraje. Ni siquiera un instante había podido quitarse de la cabeza la muerte de su amigo, de la que de momento sólo sabía que se había producido en un desgraciado accidente de tráfico.
Marta había oído el ruido de la moto. Mientras Eduardo caminaba por el sendero de piedra que atravesaba el manto verde, vio cómo una cortina de la planta baja se movía. Antes de que llegara a la puerta, Marta la abrió y surgió en el umbral. Parecía diez años mayor de lo que era, casi una anciana. Sin decirse nada, ambos se fundieron en un abrazo. Ella se puso a llorar desconsoladamente. Eduardo sintió cómo su dolor le llegaba al corazón.
—Eduardo, gracias por venir, pero no tenías por qué…
—Claro que sí, Marta. Miguel y tú sois mis amigos y sabes cuánto os quiero.
—Lo sé, Eduardo. Él te tenía mucho aprecio. Y yo también.
En aquel momento, Eduardo notó en la boca el mismo sabor acre que cuando su mejor amigo murió entre sus brazos. Se llamaba Diego García, y era el cámara con quien cubría la guerra de Bosnia. Fue en la primavera de 1995, uno de sus primeros trabajos para televisión. Una granada de mortero serbia los alcanzó cuando se disponían a cruzar un puente en Pristina, la capital de Kosovo. A Eduardo le destrozó la rodilla y a Diego el pecho. A menudo, Eduardo se preguntaba por qué Diego había muerto y él seguía aquí. Y para qué, después de todo.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —interrogó a Marta, a sabiendas de que esa pregunta no tenía respuesta.
—No lo sé. Miguel era tan prudente cuando conducía… No comprendo cómo ha podido salirse de la carretera. Ha sido en un tramo recto. Me han dicho que iba muy deprisa. Pero yo creo que debió de tener algún problema. Puede que le diera un infarto, no sé…
El psiquiatra había salido de casa como todas las mañanas en su automóvil, un Volvo grande recién adquirido. A la media hora, la policía había llamado a Marta. Había tenido que ir al depósito de cadáveres para identificar a su marido. Ella no había visto el coche, pero al parecer estaba completamente destrozado. Había dado varias vueltas de campana antes de estamparse contra el pilar de hormigón de un viaducto. Ni siquiera los agentes de atestados lograban comprender qué había motivado el accidente, ni por qué el psiquiatra había pasado, unos momentos antes del mismo, por delante de una gasolinera a toda velocidad.
En el salón de la casa había dos mujeres, con gesto afligido.
—Eduardo, te presento a mi hermana Laura y a mi amiga Cristina. Han venido a hacerme compañía.
Eduardo las saludó y todos se sentaron a tomar una taza de café. El silencio era opresivo. Marta lo rompió para hablar del último paciente de su marido.
—Miguel tenía muchas ganas de charlar contigo sobre Viernes, un chico joven al que ingresaron en el hospital hace dos semanas.
Ése debía de ser el misterioso paciente al que su amigo se refirió en el mensaje que le había dejado en el móvil.
—¿Viernes? Curioso nombre.
—En realidad no se llama así. Bueno, quiero decir que nadie sabe cuál es su verdadero nombre. Al parecer lo encontraron tirado en un callejón, sin ningún documento que lo identificara. Miguel me contó que hablaba de un modo muy extraño, como con símbolos o metáforas, que nadie comprendía. Por eso, al no saber cómo se llamaba y empezar a tratarlo precisamente un viernes, Miguel le puso ese nombre, como el compañero nativo de Robinson Crusoe.
A Eduardo le alegró ver que la charla disminuía la tensión en el ambiente y que, en alguna medida, parecía aliviar el dolor de Marta.
—¿Y sabes por qué quería hablar conmigo sobre él?
—Me dijo que el chico había mencionado, en sus divagaciones, algo que tú conocías, que habías investigado. Déjame recordar… ¿Puede ser algo parecido a Argos?
—¿Argos?
—¿Te dice algo?
—Claro que me dice algo. Argos Panoptes fue un gigante de la mitología griega. Según la leyenda, tenía cien ojos y por eso era el guardián perfecto. El año pasado estuve investigando un proyecto secreto del gobierno de Estados Unidos, que consistía en implantar microcámaras en insectos para que éstos sirvieran como espías sin levantar sospechas.
—¿Hablas en serio? —preguntó Marta, más sorprendida que incrédula.
—Bueno, no llegué a confirmarlo y todo quedó en un breve comentario en el informativo de las tres. Pero es algo inquietante, ¿verdad? Imagínate una polilla que te vigila sin que tú lo sepas.
—Muy mal de dinero deben de andar los americanos si cambian a sus policías por polillas —intervino Laura, la hermana de Marta.
Todos rieron con su comentario, lo que liberó un poco de tensión.
—En realidad no era un proyecto de la policía, sino del ejército. Un científico amigo mío, de la Universidad de Princeton, me aseguró que la idea no era ni mucho menos descabellada. Sin embargo, al final no encontré ninguna fuente del todo fiable, y lo dejé. En todo caso, se trataba de un proyecto conjunto con los aliados europeos más devotos de Estados Unidos: Gran Bretaña, Italia y España, y al parecer, también participaba Israel. Quizá Viernes trabajaba aquí, en España, en algo relacionado con ese proyecto.
—Tu imaginación se dispara con facilidad, Eduardo —sentenció Marta, sonriente y levantando las manos—. ¿Lo ves? Miguel tenía razón cuando dijo que el asunto te interesaría.
—Sí.
La afirmación escueta no logró ocultar la nueva mordedura que había sentido Eduardo al recordar al amigo recién fallecido. Marta lo notó, pero se repuso enseguida y añadió:
—Ya sabes que Miguel nunca traía el trabajo a casa. Muchas veces se trataba de informes confidenciales, por lo que prefería dejarlos en el despacho. Algunas cosas debían de ser muy secretas, porque ni siquiera me han dejado entrar en él. Justo antes de que llegaras me han enviado sus objetos personales en una caja. Pero esa vez, no sé por qué, trajo un informe. El de Viernes. Lo tengo aquí mismo. ¿Quieres verlo?
—Claro que quiero verlo. Pero ¿te he entendido bien cuando has dicho que no te han permitido entrar en su despacho?