—Archive esa escritura y haga un cheque por treinta mil pesos a favor del señor Pardo.
Julián lo dejaba hacer sin atreverse a protestar. ¡Ese hombre iba a guardar quién sabe por cuanto tiempo una escritura simulada cuyo solo recuerdo le crispaba!
—¿Y el señor Davis? ¿Qué le ha dicho el señor Davis?
—Nada…Nada… Que liquide —dijo Julián en un rapto de desesperación.
El corredor le miró lleno de asombro.
—¿Ha tenido malos datos del negocio?
Se acordaba sin duda del lote que tenía por su cuenta. Además, sólo el día antes la había dicho a una señora amiga suya "que se metiera en unas mil
Adiós mi plata"
. El pobre Gutiérrez insistía:
—¿De veras, don Julián, eso le ha dicho? ¿Quiere liquidar todas sus acciones?
—Sí; todas, rápidamente.
—Pero van a bajar de un modo horrible.
—No importa.
Los ojos del corredor se iluminaron.
—¡Ah! Ya comprendo. Es un movimiento de especulación del señor Davis. ¡Qué reservado es este don Julián!
Firmó el cheque, y al dárselo, golpeándole afectuosamente la espalda agregó:
—Si habla de nuevo con el señor Davis, dígale que no sea egoísta y cuando tenga algún buen dato, se acuerde de su pobre amigo.
—¡Cómo no!
Le molestaba que Gutiérrez le hablara tanto de Davis.
Llamó un coche.
—A la calle Grajales.
Ahora con el cheque en el bolsillo, la modesta fachada de su casa le parecería más alegre.
El chico salió a su encuentro:
—¡Papá! ¡Papá! ¿Me
tajo
un mono?
Julián lo tomó en brazos. Mañana le traería un libro, unos juguetes, unos monos muy bonitos…
Le palpaba conmovido las piernas delgaduchas…
—¡Julián!
Su mujer bajaba apresurada a recibirlo. Le abrazó y, mirando al chico:
—¿Cómo le hallas?
—Mejor —dijo Julián—; ahora podrá salir al campo.
—¿Sí? ¡Qué bueno!
—Y a ti ¿cómo te ha ido?
—Sin novedad.
Cambió en seguida de expresión. Por sus ojos pasó un relámpago de celos.
—¿Te divertiste mucho en Valparaíso?
—¿Por qué lo dices? Sabes que iba por un asunto comercial.
—¡Es claro…! ¡Davis…!
—¿No crees en él?
—No es que no crea; es que me carga. Siempre alejándote de mí, siempre en fiestas…
—Eres injusta. Este negocio…
—¿Te lo dio él? ¡Cuánto me alegro!
Julián dejó el niño en el suelo y le enseñó el cheque con orgullo.
—¿Ves? Treinta mil pesos.
—¡Qué espléndido! Vas a comprar una casita, ¿verdad? Mira, y cuando tengamos el chalet bien arreglado, con un comedor con zócalo de madera y unos enormes platos de mayólica, invitarás a Davis a comer… ¿Qué te parece?
—No viene, es muy retraído.
—Pero, ¿por qué? Tú le supones eso. ¿Retraído?
Para tomar whisky y champagne y andar contigo hasta el amanecer, no se retrae en lo más mínimo… Prométeme que lo invitarás.
Tengo curiosidad de conocerlo.
—¡Hija mía, es completamente inútil! No vendrá.
—¿Crees entonces que nos mira en menos?
Julián hizo un gesto de cansancio y entró a su escritorio con el pretexto de arreglar unos papeles.
¡Ya estaba el maldito Davis amargándole la tarde!
Cómo poder hablar las cosas francamente y decirle a su mujer que el tal Davis era un mito. ¡Ahora! ¡A buen tiempo! Ya no le creería. ¡Y con razón! ¡Le había hablado de él todos los días! Además, nunca podría decir la verdad, "toda la verdad": qué él había falsificado una escritura, había suplantado a Davis…
Un secreto vergonzoso los unía y a cada instante Julián Pardo creía ver levantarse la silueta escueta y acusadora del inglés.
—¡Oh!, ¡Míster Pardo! Usted que se dice mi socio y debe estarme agradecido, me ha falsificado la firma y me ha roto los anteojos. No es correcto.
Olor a carboncillo, ir y venir de gente.
—¡Disculpe!
Una maleta que atropella; un gorro colorado que pugna por subir.
—Apúrate, ¡Sí, cabe! Hay un hueco en la rejilla.
¡Up!
En la ventanilla, el "Nito", paliducho, abrazado a un paquete de galletas, y Leonor, tratando de alcanzar el vidrio y dando a Julián sus últimos encargos.
—No me eches en olvido. Mira, encima del
chiffonier
quedó el reloj. Hay que mandarlo componer. Si va la Luisa, dile que el sábado sin falta tiene que mandar la ropa. Escríbeme…No dejes de escribirme, y sobre todo, pórtate muy bien. Nada de Davis, ¿me prometes?
Un pitazo, una manito de niño que aletea desacompasadamente como un pájaro que trata de volar y un pañuelo blanco que se agita hasta que el tren se pierde en la atmósfera pesada y polvorienta.
Julián volvió a la oficina.
Paseándose ante la puerta cerrada, con el sombrero suelto echado sobre los ojos, las manos a la espalda y un cigarrillo de hoja de Talca entre los dientes, don Fortunato le aguardaba.
Julián estrechó la mano ruda y franca que el hombre le tendía; abrió la puerta y entraron.
No se veían desde aquella malhadada noche.
Bastías tomó colocación en el sofá, con las piernas muy abiertas para dejar sitio al abdomen, cruzado por una gruesa cadena de reloj, de la cual pendían, como algas de un calabrote, un enorme 54
guardapelos, un cuernecillo de coral, un trébol y un número trece.
Afirmó las manos en las rodillas y suspiró.
—¡Ah!, don Julián, no sabe las amarguras que me cuesta el señor socio de usted!
Julián se impacientó:
—¿Qué le sucede?
—¡Qué ha de sucederme! Por culpa de su señor socio, don Samuel me ha disminuido cinco mil acciones…
—¿Y qué quiere usted que le haga?
En ese momento empezó a sonar la campanilla del teléfono.
—Con su permiso…¡Aló! ¿Con quién?
—¿No me conoce?
Era la voz de Anita.
—¡Cuánto gusto!
—¿De veras? ¡Creí que ya no se acordaba de su pobre amiga!
Nueve días desaparecido sin que Lucho, ni Graciela, ni nadie tuviera noticias de su paradero. Lo he buscado hasta en la lista de defunciones. Me he puesto trágica…
—Eso no está bien.
—¡No se ría! Es la verdad. Hasta he llorado. ¡Qué tontería!, ¿no es cierto? Pero estoy neurasténica. Debe ser el tiempo… Paso tan sola y aburrida que a veces me da miedo de ponerme sentimental,
¡y es tan cursi! Me había acostumbrado a conversar con usted todas las tardes…
Julián le explicó su ausencia. El viaje a Valparaíso, la partida de su mujer, un conjunto de ocupaciones y negocios.
—¿Usted hablando de negocios? ¡Qué cosa más divertida! Eso está bueno para mi marido. Y, a propósito, Samuel me dijo que lo invitara hoy a comer. ¿Podrá venir? Ahora que está viudo, espero tenerlo aquí todos los días. Hasta la noche.
Cortó.
Nuevo repique:
—¿Ha comenzado la novela que le dije? Hay que empezarla. ¡Adiós!
Don Fortunato, arrellanado como una rana en el sofá, miraba con ojos llenos de malicia.
—Hablaba con una niña, ¿no es verdad? ¡Qué don Julián! Tiene suerte para todo. ¡Hasta para encontrar socio! En la Bolsa supe ayer que el señor Davis estaba ganando plata a manos llenas. Algo le habrá tocado a usted también… ¡Ese es un socio de veras! En cambio el mío, el señor Goldenberg, cada día más avaro y más difícil. Por eso he venido en busca de consejos.
—¿Qué voy a aconsejarle yo, don Fortunato?
—Pero usted puede preguntarle al señor Davis… Usted, que es amigo de él, puede decirle que, por culpa de su carta, don Samuel me ha rebajado mi cuota en el negocio y ahora dice que, en compensación, me va a aumentar mis tierras, me va a hacer crecer el fundo.
¡Yo no entiendo!
—Tendrá él algún terreno colindante con el suyo.
—No, señor.
—¿Comprará entonces alguna propiedad para obsequiársela?
—Tampoco. Dice que ha consultado a un abogado y que me va a ensanchar la propiedad "por ministerio de la ley".
Sacó un papel todo arrugado y se lo puso ante los ojos. Era un esquema del río y de la hacienda
El Peralillo,
aporte de Bastías a la
Sociedad Aurífera El Tesoro.
Una gruesa raya negra avanzaba como un muelle en la corriente y una línea de puntos indicaba el presunto aumento de la propiedad a costa del cauce
.
—¿Ve, don Julián? La sociedad hace este molo de cemento —le indicaba el trazo negro—, el agua se estrella aquí, da media vuelta y con la arena y los embanques hace crecer la propiedad. El señor Goldenberg me asegura que nadie puede decirme una palabra, porque este modo de adquirir es muy legal y se llama… ¿cómo se llama?…
—¿Accesión? —dijo Julián.
—¡Justamente eso!
Julián no pudo menos de sonreírse. ¡Era un colmo! ¡Meter a ese pobre con media hacienda
El Peralillo
en la sociedad aurífera, quitarle cinco mil acciones y ofrecerle como indemnización una propiedad hipotética situada, por el momento, bajo el río! Don Fortunato iba a adquirir su nuevo fundo "por accesión o acrecimiento", como dice el código. Goldenberg era un desalmado.
—¿Qué le parece el negocio, don Julián?
Pardo alzó los hombros.
—¿Para qué me lo pregunta? Eso no es asunto mío. Soy amigo de usted, amigo de Goldenberg, y no quiero mezclarme en sus negocios.
El recuerdo de Anita le quitaba toda su antigua libertad para opinar. Veía patente que cuanto dijera, se lo transmitiría don Fortunato a Goldenberg, y por nada de este mundo quería hallarse en un enredo. ¡Era perder a Anita para siempre!
—¡Pero, don Julián, si lo único que quiero es que usted le pregunte su opinión al señor Davis…!
—No entiende de leyes.
—¡Qué importa! Pero él entiende de negocios…
—Davis no está aquí.
—Lo sé. Está en Valparaíso. Me lo dijo ayer el tenedor de libros de Gutiérrez. ¡Usted puede transmitirle mi pregunta por teléfono!
—¡Es inútil! Davis no está en antecedentes.
—Explíqueselos usted —imploró Bastías—. ¡Me interesa tanto la opinión del señor Davis!
Julián sentía una molestia indefinible. ¡La opinión de Davis…! ¡Lo único que le preocupaba a todo el mundo era la opinión de Davis!
La suya, en cambio, no pesaba nada. ¡El era un cero a la izquierda!
—Le hablaré —dijo para cortar la discusión—. Pero puedo adelantarle que voy a perder tiempo inútilmente. Davis no sabe una palabra en negocios de esta especie. Hasta yo sé más que él en materia de propiedades y de leyes. En principio, Davis es enemigo de todo asunto complicado. No le gusta preocuparse. Me consulta a mí…
—No importa, don Julián. La cuestión es que yo sepa la opinión del señor socio de usted.
—Le he dicho que voy a hablarle.
—¡Muchas gracias!
Bastías le estrechó la mano, lleno de gratitud.
—Hasta muy luego. ¡Nunca podré pagarle este servicio!
Julián quedó hecho una furia.
Ese día Julián no fue a la Bolsa.
Durante un mes había tenido abandonada su oficina.
Cuando hubo despachado sus quehaceres, se dirigió a casa de Goldenberg.
No habían llegado aún los invitados.
En el salón, a media luz, Anita estaba sentada con el busto inclinado hacia adelante y los ojos fijos en la chimenea.
El fuego chisporroteaba y parecía danzar en sus pupilas, como una ronda de diablillos en el fondo de una gruta.
Tendió la mano a Julián, con aire de fatiga, y le indicó un sitio a su lado.
El creyó ver en sus ojos la huella de las lágrimas.
¿Por qué estaba tan triste?
A la pregunta de Julián, reaccionó con violencia.
Sí; había llorado, ciertamente; pero ¿qué le importaban a él sus penas? Se iba sin decir una palabra, volvía tan satisfecho, y si ella no lo llamaba por teléfono para decirle que viniera…¡adiós amiga!
Como si no la hubiera visto nunca. No lo decía en son de queja.
¡Psh!, todos los hombres eran iguales. Así y todo eran mejores que las mujeres…¡Tan malas, tan envidiosas!
Julián la miraba conmovido sin saber qué decir.
Ella callaba. El escote entreabierto dejaba adivinar sus pechos pequeños y redondos. Con los codos apoyados sobre las rodillas, en una actitud de esfinge, el cuerpo ágil y esbelto se contraía como una pantera próxima a saltar. Sus ojos parecían abismarse en un sueño lejano.
—¿En qué piensa?
Hizo un gesto de suprema displicencia.
—Ni yo misma lo sé —dijo.
Luego, al ver los ojos tristes de Julián que la miraba lleno de ansiedad, bajó los párpados, echó el cuello hacia atrás y murmuró:
—¡Tengo pena… Mucha pena…!
Y rompió en llanto.
Julián le tomó una mano y la oprimió convulso entre las suyas.
—Anita, ¡por piedad!, no llore así…
Ella seguía repitiendo "Tengo pena… tengo pena", con ese desconsuelo de los niños regalones que tienden a llorar más al sentirse acariciados.
El llevó a sus labios esa mano fría que parecía desmayarse junto a sus rodillas. Era la cuarta mano de mujer que besaba en iguales condiciones. ¡Era absurdo! ¡Era grotesco! Casi sintió remordimientos.
Su actitud tenía algo de pirata que se aprovecha de la tempestad para adueñarse de los despojos del naufragio. ¿Tempestad?
Apenas una tormenta de verano.
Y ese maldito escote del vestido que seguía como una playa inexorable, resistiendo el vaivén amargo y blanco de las olas…
De pronto, Anita retiró la mano.
—¿Oye? ¡Es Samuel!
En el
hall
se oían, en efecto, algunas voces.
Se acercó casi corriendo a uno de los espejos de la sala, y levantando una pequeña lámpara comenzó a arreglarse su
toilette
Julián permanecía inerte en el sofá. Le pareció que transcurría un siglo y, sin embargo, habría deseado que ese tiempo se prolongara más y más. La puerta comenzó a abrirse lentamente…
—¡Oh, señora, cuánto gusto!
¡Qué descanso! No era Goldenberg, sino el viejo magistrado, seguido de otro señor moreno, cuadrado y basto como un adobe.
—Disculpe, don Cipriano…, pero no puedo interrumpir esta tarea… Una pestaña… Créame que estoy llorando… y es poco poético el motivo, ¿no es verdad?
Hablaba nerviosamente, mientras con el extremo del pañuelo, fingía una delicada operación oftalmológica.
Luego, reparando en el acompañante: