El socio (4 page)

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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

BOOK: El socio
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—¿Amores? ¡Que locura! —decía hipócritamente Julián, mientras buscaba y revolvía en el desván de sus recuerdos quién podía haber puesto a esa mujer al tanto de aquella vieja historia.

—¡No lo niegue! Conozco todos sus secretos. ¡Hasta la escena del sombrero verde!

Julián estaba realmente intrigado. Esa mujer con rostro de gitana, que él recordaba haber visto alguna vez, parecía conocer los detalles más íntimos de su vida.

Ella en tanto, se reía a carcajadas.

Por fortuna para él, la voz grave del magistrado con cara de cuadro del Greco, se imponía a la atención de todos los comensales, asegurando que "el orden público no puede coexistir con la revolución".

Y luego, subiendo más el tono:

—La absorción de todos los poderes en una sola mano, lleva, sin duda, tarde o temprano al despotismo. Es una ley histórica ineludible.

El lo prefería, no obstante, a la revolución. Un gobierno fuerte, un gobierno capaz de luchar en contra de "eso", ¿cómo lo diría para no ofender a las señoras…? Pedía mil disculpas a la concurren—cia por tener que referirse a una cosa tan grosera… pero no había otra palabra…

Reinaba verdadero estupor. ¿Qué iría a decir don Cipriano, un hombre tan medido?

El seguía buscando otro vocablo. De nuevo solicitaba el perdón de los caballeros y en especial de las señoras para referirse a algo tan sucio… pero tenía que decirlo de una vez por todas: “¡la democracia inmunda!". Esa era la ruina del país. Si no se la dominaba, él —hombre de orden— vaticinaba días muy tristes para la república.

Por desgracia, él los veía venir. Pronto, muy pronto, habría un cambio de gobierno…

El corredor dio un salto en su silla.

—¿Cómo? Pero eso no sucederá antes de la mala…

Se ponía nervioso ante la idea de que aquellas siniestras predicciones pudiera realizarse antes del 18 de mayo. ¡A contar desde esa fecha…lo que quisiera don Cipriano!

—¿Pero usted cree realmente en un cambio de régimen? —preguntó Goldenberg, con la boca llena.

—No sólo creo; lo veo venir.

—En todo caso, no hay que decirlo —observó Urioste—. Puede producir un pánico… En la Bolsa no hay futuro. Los efectos se descuentan de antemano en el mercado. Lo grave no es el hecho mismo sino la creencia en su realización. La fe sigue moviendo las montañas. ¿No lo piensa así don Ramiro?

El aludido era un hombre moreno, de bigote cano y ojos miopes y llorosos, que apenas se distinguían a través de los anteojos gruesos como saleros.

—Sí… acaso… evidentemente…

No consideraba propio de un gerente de Banco dar una opinión sobre cuestiones de carácter político… Un gerente debe estar siempre con el gobierno, mejor dicho, con todos los gobiernos, con el actual, con el que venga. De todos modos, creía como el amigo Urioste, que en este caso se imponía la prudencia.

La vecina de Julián no pudo contenerse:

—¿Ve, usted? Ya está mi marido hablando de prudencia. En la casa, en el Banco, a todas horas…¡es para poner los nervios de punta!

—Sin duda alguna, no hay que repetirlo —decía con voz solemne el magistrado—; pero recuérdese usted bien de mis palabras: antes de un mes tenemos una degollina general.

—¡Por favor! —intervino Anita—. ¿Hasta cuándo van a hablar de atrocidades?

Y empezó a conversar de una adivina famosísima, Madame Bachet… ¿nadie había ido a consultarla?, que decía las cosas más curiosas…

Sólo la señora rubia que estaba al lado de Goldenberg había tenido el placer de verla. Y le había acertado en todo, todo, como si la hubiera criado: su viaje por Europa, la gripe que le dio en Berlín, su intimidad con una condesa austríaca…

—¡Es una maravilla! —hacía coro Anita—. Ya ves cómo le adivinó todo a Lucy, a pesar de que se la presentamos como soltera… Claro es que dice cosas divertidas. A mi me aseguró que iba a enamorarme de un hombre que no existía.

—¡Qué disparate!

—No se rían… sobre todo usted, señor Urioste, porque mi ideal enamorado, no te pongas celoso, Samuel, va a ser un comerciante formidable: ¡va a "hacer y deshacer muchas fortunas!".

—¿Un especulador que no existe? ¡Ya lo creo que es temible! —dijo Urioste, riéndose.

—Y un enamorado que no existe, es más temible aún —observó Julián—. Escapa a la vigilancia del marido y, sobre todo… mantiene la ilusión eternamente… ¿Nada más que eso le predijo?

—¡Oh! mucho más… pero —añadió Anita con coquetería— no puedo contarlo. Además, ese loco de Luis Alvear, que fue conmigo, no la dejó seguir profetizando

—¿Qué le dijo? —preguntó con interés la vecina de Julián.

—Le pidió que le adivinara el logaritmo de treinta y cuatro mil trescientos. ¡Es claro que no pudo contestarle!. Pero, ahora la adivina se ha vengado…

—¿Cómo? ¿Por qué? —preguntaron simultáneamente Julián y su vecina.

—Tú, Graciela, ¿no sabías?… Lucho tuvo el viernes un accidente en automóvil.

Ella se puso muy pálida.

—¿Algo grave?

—No; está con un ojo en tinta solamente. Casi le hace gracia. Parece una bofetada. No ha venido de puro pretencioso.

Julián sintió la impresión de un ciego que recobra la vista de repente. Ahora lo entendía todo: su vecina, la mujer del banquero, la que conocía sus historias juveniles… era la amante de su amigo Luis Alvear…¡Qué no le habría contado ese indiscreto! ¿Y el accidente automovilístico? ¡Qué accidente! Una bofetada vulgar que le dio el tipo con aires de matón en la famosa borrachera de don Fortunato.

Desde ese instante se engarzó en una conversación fácil y alegre con Graciela.

¡Claro! Se recordaba de haberla visto con Anita esa mañana en que le preguntó si era el dueño del caballo muerto.

En el hall, mientras bebían el café, se le acercó Goldenberg. Estaba más amable y más antipático que nunca. Lamentaba que su primer intento de negocios en común no hubiera resultado; pero esperaba que serían buenos amigos y después… ya habría ocasión de entrar en alguna otra combinación que fuera del agrado del señor Dawes… ¿no era ese el nombre?

—Davis… —corrigió Julián algo turbado.

—Sí…sí… Davis. Este Bastías tiene una pronunciación de los demonios.

Anita se acercó en ese momento.

—¿Hablando de negocios…? ¡Pero deja en paz al señor, siquiera a la hora de comida!

Goldenberg murmuró entre dientes algo que debía ser una excusa y se apartó con la mansedumbre de un perro San Bernardo.

—No sabe cuánto me alegro de que haya venido. No sé por qué temía que no fuera a llegar…

—¡Señora!

—Dígame Anita, simplemente… ¿Qué habría tenido eso de extraño? Usted es un poco retraído ¿no es verdad? y, además, yo me decía ¿qué agrado puede ofrecerle esta casa en que no conoce a nadie?

Si me juzga por mi marido que es tan serio, va a imaginar que soy un ogro… Confiese que ha sufrido una desilusión.

—Ya lo creo —decía Julián con buen humor—; la suponía una señora gorda, adusta, respetable… y no puedo conformarme. He sufrido una atroz desilusión; pero no de usted precisamente. No creía que mi amigo hubiera cometido la imprudencia de casarse con una niña tan bonita, y para colmo, aficionada a la poesía…

—¿Pero cómo lo sabe? —preguntó ella.

Julián tomó un aire misterioso. ¿Cómo? Bastaba ver sus ojos y sus labios para comprender que era romántica, romántica "por construcción", como se dice en geometría.

—¡Usted es peor que la adivina! —decía Anita, y, como definiéndose, agregaba—: me gustan mucho los versos; es verdad. Pero no tengo nada de romántica, soy alegre, soy hasta un poco bohemia; usted en cambio es poeta de veras.

También yo he levantado mi castillo en España.

Sobre la dura y fría roca de un corazón.

Era una poesía escrita por Julián cuando tenía dieciocho años.

—Me encantan esos versos —decía ella.

A él le producían, por el contrario, una vergüenza…

Anita protestaba. ¿Por qué avergonzarse de ellos cuando eran tan bonitos?

¡Oh! Todos los hombres son iguales. Creen que es debilidad confesar sus sentimientos. ¡Lo único que vale algo en la vida…! ¡Lo demás…!

Sus ojos se pasearon tristemente por los viejos gobelinos, los pesados muebles, los cuadros y los bronces, hasta quedar absortos en la enorme chimenea de mármol negro, en cuyo fuego, próximo a extinguirse, bailaba todavía una llamita loca y palpitante.

Suspiró, y su mano, como una paloma asustada, fue a posarse sobre el pecho.

—¿Está usted triste? —preguntó Julián con interés.

—No, nada…Nerviosa solamente.

¡Qué importaba! Bien podía ella darse el lujo de suspirar alguna vez, como todas la mujeres, sin que eso preocupara a nadie. Su marido estaba tan atareado con sus minas, negocios y especulaciones. Le daba gusto en todos sus caprichos; no tenía derecho a quejarse; por el contrario, tenía razón sobrada para sentirse feliz, muy feliz…, sólo que a veces…

El diplomático y su viajada esposa venían a despedirse. Un deber de cortesía, que en ese instante les resultaba muy penoso, los obligaba, según dijo, a retirarse para ir a recibir a un compatriota, el general Urquiza, ex Presidente de la República, que llegaba esa noche de Valparaíso.

El ministro de Corte se acercó también al diplomático: No olvide, señor Cárabes, de presentar el testimonio de mi más respetuosa consideración al ilustre proscrito, a quién tuve el honor de conocer en Nicaragua. Su administración, desgraciadamente corta, fue un prototipo de gobierno fuerte. Dígale usted que su viejo amigo conserva en sitio de honor el recuerdo inolvidable…

¡Qué poema! Julián se despidió para no oírle. Los ojos de Anita estaban fijos en él.

Durante largo rato, Julián creyó sentir a sus espaldas esa mirada turbadora que parecía seguirle a la distancia con la muda pertinacia que un agente secreto camina tras un reo. No se atrevía a volver la cabeza, de miedo de encontrarse con esos ojos claros, refulgiendo como pupilas de pantera en la selva de la noche.

Sentía que esa mirada, por mucho que él se ocultara, tarde o temprano lo alcanzaría.

Sólo al entrar en la muda callejuela, con sus árboles desnudos, con sus pozas que le eran tan familiares, con sus casitas borrosas e indolentes que se niegan a tomar su alineación en la acera, Julián comenzó a sentirse libre de la persecución de aquellos ojos. ¿Los habría despistado entre las encrucijadas y los árboles?

Había llovido. De los aleros, de las ramas, de los alambres de teléfono, caían todavía gruesas gotas.

Encendió prolijamente el habano —gemelo del de Goldenberg—que llevaba apagado entre los dientes; se alzó el cuello del sobretodo y suspiró con el descanso del que concluye una tarea.

Al fin y al cabo, todo había terminado bien, ¡era una tontería amargarse con preocupaciones pueriles! Pretencioso y ridículo: esa era la verdad. La noche había sido buena, la tertulia agradable, Anita encantadora y Goldenberg… casi simpático.

La carta rechazando sus proposiciones fue harto insolente; tenía de sobra motivo para estar molesto, si no con él, a lo menos con Davis.

¿Con Davis? No puedo menos de sonreír al pensar que él mismo, él, Julián Pardo, que estaba en el secreto, le llamaba Davis como si fuera un viejo amigo.

¡Pobre Goldenberg! ¡Pobre don Fortunato!, que a estas horas se imaginaría a Davis flaco y anguloso, como buen inglés, con una pipa entre sus largos dientes, montado en una mula y seguido por un quechua, paciente y trotador, rumiando coca, con el
hold all
a la espalda, en demanda de la altiplanicie boliviana.

The right man in the right place!
Davis iba muy bien en esa mula rodeado de indios y de llamas, mientras Julián Pardo, aquí en Santiago, se aprovechaba del prestigio del inglés para sacar el cuerpo a los negocios poco claros…

No hay como tener un socio —se decía satisfecho— y un socio que no existe ¡es una maravilla! No hay desacuerdos, no hay molestias: si conviene, opina: si no, guarda silencio… No existen apremios ni precipitaciones. Con decir la frase consagrada: "Necesito consultarme con mi socio", se cuenta desde luego, con un día de plazo para pensar en el asunto. Si se requiere más tiempo, con decir que está ausente basta y sobra. ¿Se necesita dar una respuesta rápida? ¡Pues se recibe un telegrama! ¿Se arrepiente uno del negocio en el último momento? Contraorden telefónica o por radio. ¡Es un ideal!

¡Ahí está ese Davis trotando hasta quién sabe cuánto por Bolivia!

Sumido en sus disquisiciones, Julián avanzaba, con aire de triunfo, haciendo resonar sus pisadas en la muda calleja.

De cuando en cuando un rayo de luz partía en dos una ventana.

A través de la rendija, alcanzaban a verse los pies de dos catres de bronce. Un matrimonio saludable que dejaba abiertos los postigos.

Más allá, en otra casita vieja que rebasaba de la línea de los demás edificios, se escuchaba una tos seca de anciana, el llanto interminable de un chiquillo, o el monótono balanceo de una cuna.

¡Oh! ¿Y esa ventana con visillos blancos que recortaba impúdicamente una silueta femenina? Julián se detuvo un instante como ante una película cinematográfica "no apta para menores de quince años". ¡Tontería! Era un individuo gordo y ridículo, acaso un secretario de juzgado que se enjugaba los pies con una toalla ante una palangana de latón…

Reprimió un bostezo, y siguió: a medida que se acercaba a su casa, la acera estaba más deteriorada y tenía que fijarse para salvar los charcos claros que se formaban entre las losas de piedra quebrajadas.

¡Feliz Davis, que no tenía que soportar esa llovizna y que iría a pleno sol viendo recortarse las mantas verde y rojo de los indios y las faldas pintorescas de las cholas en la tierra ocre y árida de Uyuni!

¡Ah! si él estuviera allí, se dejaría de negocios y se concretaría a buscar telas antiguas y a desenterrar
huacos
curiosos en los cementerios indígenas.

¡Diablo! Por ir pensando en descubrimientos arqueológicos, había metido el pie hasta el tobillo en una poza. ¡Se veía que no estaba en Bolivia!

Menos mal que llegaba ya a su casa.

Abrió la puerta con precaución para no despertar a su mujer.

¡Qué raro! La luz estaba encendida en la pieza del niño y se oían pasos en los altos.

En la escalera, tropezó con la criada.

—¿Qué pasa, Juana?

—El niño está enfermo.

—¿Qué tiene?

—Eso que le da siempre a la garganta; pero está mejor.

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