Al estampar la firma Walter R. Davis, Walter R. Davis, al fin de cada carta, temblaba como si estuviera ante los ojos miopes del notario.
Le parecía que había perdido su personalidad,
que no era el
mismo,
y se palpaba el cráneo y las mandíbulas…
Hablaba algunas palabras en voz alta… No; no tenía acento inglés, pero los pómulos, los pómulos, ¡se parecían tanto a los de Davis!
Entonces se levantaba e iba a verse en el espejo del lavabo.
Temblaba al divisar el cristal en cuyo fondo obscuro temía ver de un momento a otro la silueta larga y amarillenta del inglés…
Luego, al mirarse, se tranquilizaba.
¡Era él mismo! ¡Gracias a Dios! ¡Era él mismo! Su rostro enjuto, su nariz ligeramente curva, sus labios pálidos, su cabello escaso, sus ojos tristes y cansados de hombre enfermo… ¡Cómo había empalidecido en esos meses!
—¡La escritura —pensaba Julián—, la maldita escritura de poder!
Luego volvía a sentarse, suspiraba y continuaba el despacho de la correspondencia.
Ya no era socio, ¡Qué iba a serlo! ¡Era el secretario de Davis, su amanuense!
Se sentía envilecido y explotado.
Hasta la oficina llegaba el rumor de mar de la Bolsa de comercio. Llegaban también los náufragos.
¡Bien estaba Julián para entregarse al salvataje!
El mismo manoteaba desesperadamente por escapar del remolino.
Cinco mil, siete mil, diez mil "Auríferas" compradas, y el teléfono de Gutiérrez no cesaba de anunciar calamidades:
—El mercado muy revuelto. Han bajado seis puntos. Parece que hay gruesas órdenes de venta. Urioste defiende algo el papel; pero yo creo que es el propio Goldenberg quien está vendiendo… salvo que sea el señor Davis… Pregúntele, en todo caso, qué hacemos.
—Esperar… esperar… —decía Julián, y crispaba las manos.
Los contertulios, al ver el rostro de Pardo, se incorporaban alarmados en sus asientos:
—¿Qué pasa?
—¿Qué sucede?
—Nada… poca cosa… fluctuaciones del papel…
Don Ruperto Maza, director del Banco Anglo-Argentino, se mascaba furiosamente la punta del bigote, y el coronel Carranza, otro a quien Goldenberg había hecho entrar "por especial deferencia en el negocio", dejaba caer su puño formidable sobre el escritorio.
—¡Ladrones! ¿Qué corredor es el que vende? ¡Hay que meterle un par de tiros! Hay que hacer un escarmiento… Yo no sé cómo el gobierno no fusila a estos badulaques. La Bolsa es para comprar, no para vender. ¡Canastos!
Don Fortunato Bastías, muy gordo, muy colorado, se contentaba con suspirar:
—¡Virgen María! ¡Y este don Samuel que me hizo echarme tres mil acciones más al cuerpo!
El mozo vino a interrumpirlos:
—Don Julián: una madama pregunta por el señor Davis.
Pardo hizo un gesto de desesperación:
—¡Hasta cuándo! Despáchela. ¿No sabe que Davis no ha venido?
—Señor, como usted me ha dicho que le avise…
—Despáchela.
—No quiere irse… Está como una fiera.
Abrió violentamente la mampara.
—¿Qué se le ofrece?
Una mujer de unos treinta años de edad, rubia y gorda, de ojos y labios muy pintados, apetitosa y llenadora al mismo tiempo —parecía hecha de fresa y crema chantilly—, avanzó hacia él con aire decidido:
—Busco a Davis —dijo—, a Davis…, a ese canalla… ¿Dónde está?
¿Por qué lo niega? ¿O tendré que buscarlo con la policía?
Su voz chillona, de un marcado acento francés, repercutía en la oficina.
—Calma, señora… Dígame usted de qué se trata… No grite usted de esa manera…
—¡Calma!… ¡Sí… calma…! ¡Es fácil pedir calma a una mujer honrada a quien se burla y se la engaña y se la deja abandonada… con un hijo…!
Un pensamiento horrible pasó por la mente de Julián: Madame Duprés. ¿No sería esa mujer madame Duprés…
Madame Duprés,
Modes
, de la
garçonier
?
—¡Es absurdo… absurdo…! —murmuró entre dientes, oprimiéndose los ojos con la mano, como para apartar una visión.
—¡Un hijo, sí… el doctor lo ha dicho… puede usted preguntar al
médecin
… y yo no estoy dispuesta a tolerar… yo
haré el escándalo,
yo iré a los tribunales… él me prometió una casa de dos pisos… Yo no soy una perdida… El señor Alvear lo sabe… ¡yo pediré justicia…!
La mujer hablaba cada vez más alto.
Julián estaba anonadado.
Justicia, tribunales, policía… El escándalo, el chantaje, la Sección de Seguridad persiguiendo en masa a Davis… luego el rastro, la escritura… el poder falso… Era preciso terminar.
—Bueno, señora; tiene usted razón… Ahora que recuerdo, Davis me habló hace tiempo de este asunto… Voy a hacerle un cheque, aunque…, mejor dinero, ¿no es verdad?
Entró; abrió la caja de fondos, y volvió con un fajo de billetes.
Fue la solución.
Se quedó algunos momentos, apoyada la espalda en la pared, con los ojos muy abiertos.
…Luis Alvear… una casa de dos pisos… "Míster Davis paga todo…". "Cualquier día se los traigo…". Sí; bien podía Luis Alvear, con su inconsciencia acostumbrada haber presentado a esa mujer algún sujeto… ¡Suplantar a Davis! ¡Qué infamia! No tenía derecho a suponerlo; pero… ¿acaso él —él, Julián Pardo—, no había cometido igual delito…? ¡Vamos! En todo caso aclararía la cuestión con Luis Alvear.
La campanilla del teléfono, nervioso y persistente como un grito de auxilio, le sacó de su estupor.
—¡Caramba! ¡Dos puntos más de baja!
Los contertulios se pusieron de pie, rígidos, serios, como si se les comunicara la muerte de un amigo.
Sólo el coronel Carranza alcanzó a decir: "¡Cana…!"
La exclamación pareció embotarse en el silencio, y todos, mudos, con una solemnidad casi grotesca, salieron de la oficina.
Julián no volvió esa tarde a su casa; no fue al club, no comió; tenía la obsesión de ver a Luis Alvear.
Por fin, a las diez y media de la noche vino a dar con él en un café de moda.
Bailaba con una niña a quien Julián no conocía, y durante algunos minutos permaneció de pie, atontado, perdido en el tumulto de notas y colores estridentes… Todo oscilaba, todo se sacudía en torno suyo con movimientos de muñecos de cartón. Piernas, brazos, acordes y actitudes, se quebraban en ángulos agudos. Los codos de los bailarines tiranteaban con hilos invisibles la cabeza de los negros del jazz, imprimiéndoles el mismo bamboleo. Sus rostros se partían horizontalmente en una risa de tajada de melón, o se inflamaban en grotescas protuberancias de gaita en la embocadura del saxofón o el clarinete. Los platillos aplaudían a rabiar entre los alaridos del serrucho y las carcajadas de vieja de las castañuelas.
Era imposible precisar dónde terminaba un color y comenzaba un sonido.
En una pausa del baile, Julián tomó a Luis Alvear de un brazo.
—Necesito hablar contigo dos palabras.
—Bien; pero no pongas esa cara trágica. ¿Has cortado con Anita? ¿No? Bueno. Este
shimmy
y estoy a tus órdenes.
El jazz-band volvió a convertirse en una fragua chispeante de notas y colores. Julián sentía que esos relámpagos chillones le atravesaban el cerebro y el estómago, comunicándole una extraña vibración. El negro de la batería, tomándole sin duda por el bombo, parecía golpearle sin piedad los ojos, los oídos, la cabeza…
—¡Vamos, hombre! Deja ese aspecto de difunto. ¿Qué te pasa?
¿Qué tenías que decirme?
Ahora era Alvear quien le tomaba de los hombros y le arrastraba hacia un lado de la sala.
Julián empezó a contarle la historia de la francesa, su exigencia de dinero; en fin, el cuento del hijo…
—¡Bah! ¿Y qué hay con eso?
—Mucho, muchísimo. Prométeme que no me engañarás. ¿Conoces a esa mujer? ¿No le habrás presentado, por divertirte, algún sujeto con el nombre de mi socio? ¡Tú eres tan aficionado a hablar de Davis!
Alvear arrugó la frente.
—No recuerdo… Créeme que no sospecho quién sea
ella
. Puede ser que alguna vez, para gozar de la abyección humana, haya dicho a una muchacha: "Dedícatele a ese gringo feo: es millonario, es Míster Davis, el coloso de la Bolsa. Mueve un dedo y se gana cien mil pesos…" ¡Es tan gracioso ver a una mujer cambiar violentamente de opinión sobre la estética de un individuo! ¡Puede ser…!
¡En una borrachera se hacen tantos disparates… Pero de ahí a que la farsa se prolongue… ¡eso no…! Ahora, un chantaje sin base alguna es imposible…
—¿Vas a decirme, entonces, que he soñado; que la mujer no existe; que no le he dado dinero; que todo es una fantasía, una alucinación? ¿Me crees loco?, ¿o pretendes hacerme creer que Davis…?
—¿Y por qué no? Puede haber tenido un lío. Esa es la explicación más natural…
—¡No! —exclamó con voz sorda Julián—. ¡Es imposible!
—¿Sabes que ahora sí que comienzo a creerte loco? Te cierras a la única solución lógica. ¿Crees posible un chantaje… así… en el aire? ¿Crees posible que una mujer viva engañada varios meses respecto a la verdadera persona de su amante? ¡Y nada menos que acerca de Davis, que preocupa en este momento a todo el mundo!
¿Te ha negado él, acaso, el hecho?
Julián hizo un signo negativo.
—Entonces… debes creerle a la mujer. Un simple enredo del gringo.
—¡No hables de ese modo!
—¡Qué gracioso! ¿De manera que Davis es incorruptible…? Mira, Julián, sé razonable… No te pongas en ridículo… y sobre todo en estas cuestiones amorosas no metas la mano al fuego por nadie, ¿entiendes?, ni por Davis…
—¡Adiós! —masculló Julián entre dientes, y salió desatentado, atropellándose en las mesas del café.
Una neblina espesa cubría la ciudad. Los faroles rojizos, parpadeantes como ojos trasnochados, le hacían guiños en la sombra.
¡Ah! Ahora resultaba razonable que Davis tomara una querida, que tuviera un hijo… y que él, Julián, pagara los desastres… Esto era lo único lógico, lo único posible —según la autorizada opinión de Alvear—. Lo demás, ¡no era razonable!
Y si él reuniera a diez, a mil, a cien mil hombres y les propusiera el caso, todos a una voz repetirían también el mismo juicio: "No se deje guiar de fantasías, don Julián. El señor Davis ha tenido un lío.
Sus hipótesis podrán ser más ingeniosas, pero no son razonables…"
La razón, la locura… ¡Qué abismos tan cercanos y tan inexplorados!
¿Qué es un loco? Un hombre que no quiere someterse a la opinión de los demás. Se le encierra. Un cuerdo, en un país de locos, iría también al manicomio.
¿Y si él, y no los otros, estuviera en el error; si esa mujer dijera la verdad, si Davis…?
No; no podía ser.
La soledad de la calle le hacía daño. Caminando, caminando, se había alejado del centro. Ahora marchaba a tropezones, por una callejuela de arrabal.
—No puede ser… Ese niño no es de Davis… No puede ser… yo no estoy loco… no estoy loco…
Junto a él estalló una sonora carcajada:
—¿No está loco?
—¡Qué va a estarlo!
Dos obreros se alejaban, comentando alegremente "al futre que iba hablando solo".
Julián los vio, indignado, perderse en la neblina.
Marchaba con la cabeza baja, como queriendo verse los zapatos perdidos en la sombra de la calle.
De pronto se detuvo.
Una luz amarillenta, espesa, sucia, con olor a alcohol, a humo y a pescado frito, se escapaba a través de una mampara, chorreaba por la piedra del umbral y corría como un cauce hasta la calle. El
Bar Mussolini,
abusando de la neblina nocturna, inundaba la acera con la impúdica indiferencia de un borracho…
Julián vaciló un instante, como con temor de vadear aquel charco luminoso que parecía humedecerle los zapatos. Negros, chatos y brillantes, semejaban dos cucarachas sorprendidas de pronto por la luz. Las cucarachas se detuvieron un momento. Luego, como inconscientes del peligro, subieron una tras otra las gradas de piedra y, atropellando la mampara, fueron a colocarse al lado del mesón.
Julián, los ojos bajos, las miraba con visible repugnancia.
El cantinero, bigotudo, con el vientre de tonel aprisionado en las duelas azules de su
jersey,
alzó la vista, sin levantar los codos del periódico en que deletreaba el último hecho policial.
—¿Qué le sirvo al caballero?
Julián se sobresaltó.
—Cualquier cosa…
—¿Un whisky?
—Un whisky…
Deseaba aturdirse. Su razón comenzaba a moverse como un barco que ha perdido las amarras. Por momentos le parecía que todo lo sucedido aquella tarde —baja de acciones, Davis, el chantaje de la mujer, la absurda disertación de Luis Alvear— había sido un sueño… trataba de afirmarse en la realidad, agarrarse como un arpón en algo firme. Ese movimiento constante de barco al garete le desesperaba; pero el fondo viscoso y arenusco cedía… y el ancla "garreaba" arrastrándose como una mano muerta por sobre las rocas y los bancos de moluscos sin asirse a ellos…
Bebía a grandes sorbos, y al terminar golpeaba el vaso, con gesto imperativo.
—¡Más!
Después se sumergía nuevamente en la contemplación de sus zapatos:
—¡Qué asco! ¡Eran dos verdaderas cucarachas!
De repente abrió los ojos desmesuradamente y su boca se distendió en una sonrisa inefable de rana.
—¡Es claro! ¡Ahora lo comprendo todo! ¡Ellos tienen la razón…!
¡El hijo es de Davis…! y de Madame Duprés…
Madame Duprés
Modes…
¡Qué ridículo…!
Soltó una carcajada estrepitosa.
—¡Tan gorda, tan pintada…! ¡Pura crema chantilly…! ¡Qué mal gusto el de Davis!
Se cubrió los ojos con las manos. Ahora veía patente a Davis, con ademanes de camello, abrazando desaforadamente a la francesa sobre un diván lleno de cojines…
Los almohadones redondos y brillantes volaban por el aire como planetas multicolores, describiendo extrañas órbitas. Se entrecruzaban, parpadeaban, y al entrar en conjunción parecían incorporarse unos en otros como círculos concéntricos. Sólo el cojín de lama de plata de la cabecera permanecía inmóvil, en actitud de luna llena, y se reía con unos dientes largos y amarillos.
La sonrisa de Davis…
Julián se sentía el eje de un inmenso carrousel y se apoyaba en el muro para no caerse.
—¡Caramba…! pero esto es una ignominia, la
garçonnière
es mía… mía… ¿Con qué derecho Davis me bota el narguilé? ¡Y para colmo, Madame Duprés me cobra a mí y yo pago… pago todo, el hijo, el narguilé, la
garçonnière
! ¡No; hasta aquí no más llegamos! ¡Yo no tolero esta infamia!